Derechos de autor, antes y ahora
Muchos amigos míos nunca entendieron las razones por las que yo renuncié a la paga que por ley me correspondía como ex presidente de la Junta de Extremadura. Ahora lo entenderán: por el placer de poder decirle al señor Muñoz Molina que miente cuando arremete contra mí en su artículo Parábola de Rodríguez Ibarra y las naranjas (EL PAÍS, 7 de enero) a cuento de un sueldo que no cobro.
Yo podría dedicar este artículo a difamarle y a calumniarle; recursos no me faltan; si no lo hago es por el respeto que me merece el periódico donde publico, por respeto a sus lectores, por respeto a la trayectoria literaria del señor Muñoz Molina y porque sigo teniendo argumentos. En fin, que me parece genial que, gracias a mi aportación, Muñoz Molina haya escrito el artículo más leído y valorado de EL PAÍS. Al releerlo veo que ni entra en el fondo ni termina diciendo nada. Parece como si mi artículo le hubiese servido para sostener el suyo. Y como si hablase en nombre de quienes -como él- defienden intereses propios. Y el que defiende lo suyo poco puede hacer por los intereses de todos.
El artículo de Muñoz Molina es un alegato a favor de seguir cobrando sus derechos de autor
Internet ha servido para intermediar entre el creador y el consumidor
Conmigo se ha cebado el señor Muñoz Molina y me han puesto por las nubes en vida, como se pudo apreciar por los más de seiscientos comentarios que produjo su artículo. Sin mencionarme ni utilizarme no hubiera tenido ni la mitad del eco. Entiendo que dudar del discurso dominante, demostrar que hay más caminos, no imponer nada en nombre de la ley, la moral, el postmodernismo o las buenas costumbres, crear un debate, no defenderse a sí mismo, ayuda a ser libre y a abrir las mentes, no a cerrarlas, como pretendía hacer el ilustre escritor con su ataque personal.
Soy profesor universitario y me gano la vida trabajando y observando la realidad que nos circunda. Algo sé de la propiedad intelectual y de las nuevas tecnologías. Cuando casi todo el mundo miraba para otra parte, yo desafié al negocio del software propietario, imponiendo en los centros escolares de mi región el software libre, sufriendo la incomprensión y la denuncia del mismísimo Bill Gates, que, como el señor Muñoz Molina, pensaba que las cosas tenían que ser como él quería y no como son.
En el debate sobre los derechos de autor y la propiedad intelectual, el escritor que me insulta defiende intereses personales, mientras que yo defiendo una nueva forma de entender esos derechos, que, por cierto, no existen desde toda la vida, sino desde que, como consecuencia de la aparición de una nueva tecnología (la invención de la imprenta), se empezó a legislar sobre esa materia. Antes de eso, los creadores ya existían pero no contaban con ese privilegio. Entiendo, pues, el malestar y laira de Muñoz Molina cuando alguien se atreve a cuestionar su modus vivendi, que, seguro, ya tenía programado para él y su descendencia para los próximos setenta años. No intentaba con mi propuesta negarle, ni a él ni a nadie, el derecho a vivir de su trabajo. Se trataba de una propuesta por la que el Estado debería comprometerse a mantener la actividad creadora de nuestro país al estilo de lo que se hace en la producción cinematográfica sin que nadie se haya rasgado las vestiduras.
La propuesta que lancé en mi artículo Fregonas y maletas de ruedas admite discusión como no podía ser de otra manera; lo que parece indiscutible es que las cosas han cambiado y que el derecho de autor necesita ser repensado desde la óptica de una sociedad que ha visto aparecer ante sus ojos unas nuevas tecnologías que vuelven inútiles el concepto de derecho de autor basado en el uso de un soporte. Como está concebido, el usuario compraba una creación que se sustentaba en un soporte encareciendo el producto final hasta el punto de que muchos consideraban un exceso el precio a pagar por un acto creativo del que el autor sólo percibía apenas un cinco por ciento.
Cuando Internet aparece y surgen propuestas que permiten obtener el producto creado sin formato y sin intermediarios, el ciudadano comienza a entender que no es razonable pagar un valor excesivo por una mercancía que se puede obtener a unos precios mucho más asequibles y baratos. Pretender mantener el derecho de autor basado en la cultura del formato es ir contra la realidad y contra el deseo de muchos consumidores que están dispuestos a pagar un euro por una creación musical y no veinte por un formato envuelto en un estuche de plástico, como lo pone de manifiesto el éxito de ventas de producciones musicales en Apple Store.
Así son las cosas ahora y, desde esa perspectiva, podremos encontrar una solución al problema planteado. Se trata de buscar un compromiso entre la socialización de la cultura y el mantenimiento de la actividad del creador.
Lo que ya es mucho menos importante es garantizar los ingresos de una industria cultural, y menos si sus intereses se contraponen con otra industria, que es la tecnológica y de la sociedad de la información. No tiene mucho sentido que los que cuantificaran el canon digital por primera vez fueran dos sociedades privadas como ASIMELEC y la SGAE. ¿Qué pintan dos sociedades privadas haciendo de recaudadores? Ese impuesto genera rechazo porque es indiscriminado y grava a todos con independencia del nivel de rentas del comprador. El canon supone que todo el que compra un soporte digital lo va a utilizar para copia privada. No es transparente. El importe del canon no es proporcional al precio de lo que se adquiere, sino que es calculado según otros elementos discrecionales, y por si fuera poco, no se conoce el destino de los fondos que se recaudan.
Cuando todo el mundo (desde editores de periódicos a agencias de viajes) anda de cabeza intentando comprender qué va a pasar con su profesión como consecuencia de la irrupción de las nuevas tecnologías que lo están alterando todo, resulta lamentable que un determinado número de creadores que conforman un lobby de presión pretenda seguir disfrutando de unos derechos basados en la cultura analógica, ignorando los efectos que la digitalización está produciendo. Es posible que los intereses económicos de ese lobby se vean dañados como consecuencia de la digitalización, pero no cabe la menor duda de que el fenómeno creativo se ha multiplicado exponencialmente desde que, además de los Muñoz Molina o de los Víctor Manuel, millones de personas pueden acceder a la publicación de un libro, a la edición de una composición musical o a la filmación de una historia que, antes, estaba sólo al alcance de unos pocos elegidos. Sería saludable que los Muñoz Molina de turno dejaran ya la cantinela de que hablan en nombre de los creadores culturales. ¿Creen de verdad los que gritan ante el Ministerio de Cultura que la creación cultural está en peligro?
El artículo de Muñoz Molina es un alegato a favor de seguir cobrando sus derechos de autor. Sería interesante que Muñoz Molina y el lobby entendieran que Internet ha servido para intermediar entre el creador y el consumidor, por lo que pretender seguir disfrutando de los derechos de autor basado en el soporte es un disparate. Comprendo la posición del lobby; me cuesta más entender que un escritor de la talla de Muñoz Molina haya acabado convirtiéndose en su vocero. No lo esperaba, aunque debe de ser irritante saber que parte de su herencia, con lo que está pasando, se le pueda ir por el sumidero.
Juan Carlos Rodríguez Ibarra fue presidente de la Junta de Extremadura.
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