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ELECCIONES LEGISLATIVAS EN FRANCIA

En los zapatos de De Gaulle

El presidente reelegido recupera los poderes que diseñó el fundador de la V República tras cinco años de cohabitación

Lluís Bassets

Nunca había llegado tan lejos la desafección de los franceses por la política. La primera vuelta de la elección presidencial, el 21 de abril, alcanzó el récord de abstención en este tipo de elección (un 28,4%). Tras el susto y el incremento de la participación del 5 de mayo, un mes después los ciudadanos alcanzaron un nuevo récord de abstención (35%), esta vez en unas legislativas, y fue la izquierda la que más sufrió otra vez de la desgana política. El presidente recientemente reelegido cuenta con la base electoral más estrecha también de la historia de la V República. Nunca un presidente había hecho una primera vuelta tan mala, con tan pocos votantes de su propio campo. El propio Chirac, en la primera vuelta de 1981, en que fue batido por Giscard d'Estaing, alcanzó sólo un punto menos que ahora (un 18%). Todos los presidentes electos, desde De Gaulle hasta Mitterrand, obtenían entre un 30% y un 40% de votos en la primera vuelta, prueba de que contaban con un zócalo de partida formado por votos de su propio campo, que permitía su ampliación en la segunda, hasta obtener la mayoría. En la primera vuelta se elige y en la segunda se excluye, dice el manual de uso republicano. Muy pocos han elegido a Chirac el 28 de abril y una mayoría excesiva para una elección presidencial, más propia de un plebiscito, ha excluido a Le Pen el 5 de mayo.

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Hoy es el día de la victoria de Chirac. No el amargo 21 de abril, en que comprobó que Le Pen le mordía los talones y que desaparecía su auténtico rival, Lionel Jospin, con el que deseaba batirse en la segunda vuelta. Tampoco el 5 de mayo, en que fueron las izquierdas las que le dieron la mayoría de mariscal búlgaro y le dejaron sin la posibilidad de refrendar un programa propio. Ni siquiera el pasado domingo fue Chirac quien convenció y venció. Su Gobierno interino, encabezado por Jean-Pierre Raffarin, ha hecho una buena campaña electoral, en la que el enemigo no era la izquierda ni el socialismo, sino la cohabitación. Sin posibilidad de pasar a la acción, al no contar con la Asamblea Nacional, se ha dedicado a los gestos y a los efectos de anuncio sobre temas de gran popularidad, como la seguridad ciudadana o la reducción de impuestos. Frente a quienes les han discutido sus propuestas, Raffarin ha evitado el debate en nombre del cansancio que crea la política entre los ciudadanos y ha demandado los medios para esta acción invisible, sólo prometida, es decir, una mayoría parlamentaria que probablemente será absoluta. Ni arrogancia ni polémica, ha sido la consigna.

Quien venció y convenció el 9 de junio fue el cansancio de la cohabitación y de la polémica entre partidos, la desafección de la política, en definitiva. Hoy hay en teoría una última oportunidad para una leve rectificación. Los socialistas quieren evitar la concentración de todo el poder en manos de un solo partido, que se denomina para colmo Unión para la Mayoría Presidencial, lo que significa todo el poder en manos de un solo hombre. Lo más probable es que no lo consigan y que la UMP obtenga mayoría absoluta, sin necesidad ni siquiera de contar con los diputados de la UDF de François Bayrou, que no han querido someterse a la unificación dictada desde la presidencia. Chirac ha hecho desde el poder y al final de su carrera lo que Aznar hizo al arrancar y antes de alcanzar La Moncloa. Hoy será, pues, el día de su auténtica victoria, el refrendo para su régimen personal y el premio a la unificación manu militari de la derecha.

En el eslalon de cuatro elecciones seguidas, Francia ha pasado dos hitos de despolitización, otro de máxima repolitización republicana y un último en el que apenas aflora el enfrentamiento clásico entre derecha e izquierda y que dará como resultado la victoria final de un hombre que sintetiza todo lo que es la política, quizás mucho más incluso en sus vicios que en sus virtudes. El prototipo del político que es Chirac se ve aupado por la desafección de la política, con los mayores porcentajes de abstención de toda la V República. Presidente de mandato reducido, al que se le ha exigido el abandono de la inmunidad presidencial, recién salido de un régimen de cohabitación sin poder presidencial, ahora recupera el máximo protagonismo, hace el Gobierno a su gusto y medida y añade la seguridad interior a los dominios reservados tradicionales que eran la Defensa y las Relaciones Exteriores. Cuando más cerca parecía el final de la excepción presidencial de la V República, construida por De Gaulle a la medida de sí mismo, Chirac regresa al punto de partida, al presidencialismo pleno.

En todos los frentes ha practicado la táctica gaullista de entregar la pieza con la que se había comprometido ante los electores. El general tuvo que practicar una única renuncia, Argelia, pero Chirac las ha practicado todas. El fundador del gaullismo fue un hombre que se hacía de rogar. Imponía sus condiciones y en caso contrario prefería retirarse en el castillo de su orgullo aristocrático. El heredero y beneficiario del gaullismo es, en cambio, un gladiador dispuesto a morir y a matar, y a cambiar de chaqueta y de armas cuantas veces haga falta con tal de durar y vencer. Nadie como Chirac ha conseguido ser más imprevisible, cambiar de opiniones y posiciones en tantas ocasiones.

Ha sido laborista a la francesa, y luego, liberal thatcheriano. Llegó al Elíseo para luchar contra la 'ruptura social' y luego encargó a Alain Juppé un programa de reformas liberales. Ha jugado la carta del soberanismo gaullista en contra de Bruselas en numerosas ocasiones, pero aprobó el Acta Única y el ingreso de España y Portugal en 1986, contribuyó al en el referéndum a Maastricht en 1992 y ha metido a Francia en el euro. Reanudó las pruebas nucleares francesas en 1997, pero ha eliminado la mili obligatoria. Participó en la primera cohabitación como primer ministro de Mitterrand con la intención de reducir la presidencia de la República a un cargo protocolario y ahora ha vencido en su segunda elección presidencial para evitar la cohabitación y con el propósito de recuperar todos los poderes presidenciales.

Lleva 35 años seguidos en la primera fila de la política francesa, y con su reelección el pasado 5 de mayo, enfila, a los 69 años y si la salud no le falla, cuatro décadas enteras de una carrera fascinante. Ya en 1967 fue nombrado secretario de Estado de Asuntos Sociales del Gobierno que encabezaba Georges Pompidou como primer ministro y presidía Charles de Gaulle, el fundador de la República y del movimiento al que ha dado nombre. Desde entonces ha sido secretario de Estado del Presupuesto, ministro delegado de Relaciones con el Parlamento, ministro a título pleno de Agricultura y de Interior, dos veces primer ministro, alcalde de París durante 17 años y presidente de la República, el cargo por el que ya combatía en su juventud, y sobre todo, caudillo de los suyos, la enorme y cuarteada banda de la derecha francesa, legendaria por sus divisiones entre clanes y jefes indómitos y personalistas como el galo Astérix. Ha participado en ocho elecciones legislativas, unas europeas, tres municipales y cuatro presidenciales. Y como los grandes equipos de fútbol, cuenta con muchos trofeos en la vitrina y sólo unas pocas, y eso sí, muy amargas, derrotas. Toda su vida ha transcurrido en coches oficiales y apartamentos de función, a cargo del presupuesto y con fondos reservados que no exigían liquidación ni justificantes hasta que Jospin terminó con todo ello.

Hace 30 años, siendo un ministro casi desconocido, consiguió llamar la atención del semanario de sátira y de denuncia Le Canard Enchainé por su peculiar declaración de la renta, ejemplo muy prematuro de optimizador fiscal. Compró un castillo, una ruina histórica por una cantidad módica, que un mes más tarde era declarado monumento histórico y permitía deducir los gastos de restauración de la declaración fiscal hasta llegar a la devolución de impuestos. Los affaires (los asuntos) no le han abandonado desde entonces, aunque nunca se han concretado en la justicia, por financiación ilegal de su partido, uso privado de fondos reservados, empleos ficticios para sus militantes y concursos de obras públicas amañadas. Para los guiñoles del Canal Plus francés, Chirac ha sido hasta su reelección Supermenteur. 'Antes el bribón que el fascista', fue una de las consignas para la segunda vuelta utilizadas por la izquierda para pedir el voto para Chirac frente a Le Pen. Pero su reelección es un éxito enorme, que extiende su inmunidad penal a los cinco años próximos.

'El gremio de los políticos es el único que no tiene por objetivo la defensa de sus miembros, sino su desprestigio, incluso su ruina', ha dicho recientemente alguien que sabe mucho de este negocio como es Jordi Pujol. Chirac, que es el jefe de su gremio en Francia, preside un ejército de heridos y liquidados de su propia mano y exhibe no pocas heridas de fuego amigo. En 1974, a la muerte de quien fue su mentor, Georges Pompidou, puso todo de su parte para que el candidato gaullista Jacques Chaban Delmas fuera derrotado. Él mismo no estaba maduro para alcanzar el Elíseo a la edad de 42 años, pero sí lo estuvo, fuera de planes, otro joven tecnócrata considerado como un parvenu por los gaullistas, Valéry Giscard d'Estaing, que también cayó bajo su puñal, en 1981, cuando Chirac dejó libertad para que sus votantes dieran el poder a Mitterrand. Edouard Balladur, amigo de 30 años, cayó también en 1995. Y muchos otros detrás: Philippe Seguin, Charles Pasqua, Nicolas Sarkozy, unos muertos y otros, como este último, sólo ligeramente heridos.

Su actual apoteosis no es fruto únicamente de la habilidad. La suerte que exigía Napoleón antes de nombrar a sus mariscales también le ha acompañado y ha conseguido compensar muchos de sus errores y de sus reacciones impulsivas. La disolución prematura de la Asamblea en 1997, que abrió las puertas del Gobierno a los socialistas para cinco largos años de cohabitación, fue como dispararse contra el pie. Suerte que Jospin ha ido más lejos y se ha pegado un tiro en cada pie, hasta liquidar su carrera política y arruinar a la izquierda. El otro brazo de la suerte es Le Pen. Sin el coco que asustó a los franceses y al mundo el 29 de abril pasado Chirac no podría hoy disfrutar con tanta seguridad de las mieles de una mayoría a medida para sus próximos cinco años.

Durante mucho tiempo había soñado con toda esta enorme carga en sus brazos: presidencia, gobierno, las dos cámaras, la mayoría de los consejos regionales y todos los altos organismos del Estado, cuyo nombramiento depende de su firma. Pero ahora que lo tiene todo y que la política se ha alejado del corazón de los ciudadanos, habrá que ver qué hacen con ello Chirac y su Unión para la Mayoría Presidencial.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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