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Los niños, rehenes de la guerra

Un misil de media tonelada cayó a 30 metros de un parque infantil de Kabul y a 700 metros de un cuartel talibán

Guillermo Altares

Los militares estadounidenses escribían en sus bombas, destinadas a Afganistán, frases como Jódete Osama. A veces, es verdad que le daban de lleno a las bases talibanes o de Al Qaeda. Pero otras no. Quizás la bomba que mató a Nasila, de cinco años, o el misil que hirió a Maiwan, de 16 años, y a Koshbao, de 10, llevaba escrita una expresión de este tipo. Estos niños tuvieron la mala suerte de vivir en el barrio de First Microrayón, de Kabul, a cientos de metros de una base donde los talibanes escondían tanques y artillería pesada, y también tuvieron la mala suerte de que Estados Unidos decidiese bombardear a mucha altura -ni siquiera oyeron el avión- y con escasa puntería.

En una calle de este distrito de Kabul, construido por los soviéticos en los años setenta para sus funcionarios, hay un agujero de unos cinco metros de diámetro, con agua verdosa y encharcada al fondo. El misil destruyó por completo una parte del sistema de canalizaciones del barrio y dejó a unas treinta casas sin agua corriente. Pero eso es lo de menos. La bomba cayó a las doce de la mañana a unos treinta metros de un parque infantil. Sus columpios azules son una de las poquísimas cosas nuevas que se pueden ver en la destrozada capital afgana, y el parque está lleno. Hasta dentro de cuatro meses no vuelven a empezar las clases y en las calles de la ciudad hay siempre niños por todas partes.

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'Estábamos por aquí cuando cayó la bomba. Escuchamos una enorme explosión', relata Suman, una niña guapísima de 12 años que lleva de la mano a su hermana más pequeña. 'Teníamos mucho miedo'. Otra de sus hermanas, Koshbao, pasó una semana en el hospital en estado grave porque recibió en la cabeza dos impactos de metralla y una pedrada que salió disparada como efecto de la explosión, que convirtió en fosfatina los cristales de las casas de alrededor. Ahora las ventanas están cubiertas con plásticos, y de noche en Kabul el termómetro alcanza temperaturas inferiores a cero grados.

'Ahora estoy contenta, porque, cuando empiecen las clases, podré ir al colegio. Los talibanes no dejaban ir a las niñas al colegio', sigue narrando Suman con mucho desparpajo. Maiwan, el otro niño que resultó herido por la explosión, se acerca y también tiene ganas de contar su historia. 'Estaba por aquí, como todos los días, cuando cayó la bomba. Me hice una herida en la cabeza', afirma. Maiwan y Koshbao tardaron una hora en ser evacuados a un hospital cercano porque no consiguieron encontrar un coche con el que trasladarlos. 'Estuve sólo un día en el hospital. Una piedra me dio en la cabeza', repite. ¿Y cuándo ocurrió esto? 'Hace un mes'. 'No', le interrumpe su hermano mayor, Walid, de 18 años, en inglés. Primero pregunta si hay algún periodista que necesite un traductor y luego relata que el misil cayó a las doce de la mañana de hace 25 días. 'Muchos bloques se quedaron sin agua. Menos mal que la Cruz Roja lo ha arreglado', dice antes de preguntar sobre cuándo abrirán la embajada estadounidense para pedir daños y perjuicios.

Pero la bomba de la carretera no fue la única que dio en el blanco equivocado esa mañana. A unas cuantas manzanas de allí, al pie de uno de los inconfundibles bloques soviéticos, cayó otro misil sólo un cuarto de hora antes. '¿Quién va a pagar todo esto?', se pregunta Abdulá, un ingeniero electrónico de 50 años que estudió en la antigua URSS y ahora está desempleado.

Allí los niños, de nuevo, cuentan lo que ocurrió. Estaban en la calle cuando estalló la bomba, que provocó una enorme explosión y les dio mucho miedo. Ellos, por lo menos, pueden contarlo. Nasila, de cinco años, murió aplastada por una piedra. Tampoco había vehículos para evacuarla y, cuando consiguieron uno al cabo de una hora, ingresó cadáver en el hospital.

La explicación a tantos daños colaterales se encuentra a 700 metros, en un cuartel donde los talibanes habían estado almacenando tanques y artillería, esperando que los aviones de Estados Unidos no se atreviesen a bombardear un barrio de civiles. Las casas que rodean el recinto militar, lleno de chatarra y basura, con los edificios reventados por las bombas, tienen también los cristales rotos. Allí tuvieron más puntería.

Nadie sabe todavía cuántos muertos hubo en Kabul durante los ataques, y la ONU se limita a decir que tardará un mes en desactivar todas las bombas que no han hecho explosión.

Un niño afgano transporta agua en un descampado rodeado de ruinas del centro de Kabul.
Un niño afgano transporta agua en un descampado rodeado de ruinas del centro de Kabul.ASSOCIATED PRESS

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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