Guerra para la no beligerancia
Ariel Sharon puede ser un bruto, pero no un tonto. Fue él quien provocó la chispa de la crisis del proceso de paz con su visita en octubre pasado a la Explanada de las Mezquitas, para los árabes, o Monte del Templo, para los judíos. Ya dijo en su día por qué fue allí: para demostrar que Jerusalén no es divisible. No cabe excluir que uno de sus próximos pasos sea poner ese lugar bajo control israelí, lo que desataría aún más la furia palestina. Sin embargo, pese a la astucia que se le atribuye, puede que el general se esté metiendo en un avispero, sin una clara estrategia de salida.
Roto el proceso de paz, un día, por desgracia más bien lejano, habrá, no que reanudarlo, sino reinventarlo. El propio primer ministro, en unas recientes declaraciones al diario Haaretz, consideraba presuntuoso pretender alcanzar la paz a corto plazo, y, para el largo plazo, añadía, lo más que cabe esperar es un acuerdo de no beligerancia. En las conversaciones entre Ehud Barak y Yasir Arafat, ambos llegaron a ver cuál era el posible final. Y a ninguno le gustó, ni se sintió con fuerza suficiente para aceptarlo. La consiguiente frustración general ha llevado a los palestinos a que la segunda Intifada ganara en violencia. Muerta la paz, curiosa manera la de Sharon de, a través de una guerra absolutamente desigual, intentar forzar una seguridad centrada en el fin de la Intifada y de los atentados. Es lo que prometió en su campaña electoral: acabar con la violencia palestina. Pero a los palestinos no les ofrece nada, o casi nada: la perspectiva de una negociación sobre un prolongado acuerdo provisional que no entre en el estatuto final de Palestina; un modus vivendi en el que Israel conservaría todas las llaves maestras. El efecto de las indiscriminadas acciones militares israelíes entre los palestinos está siendo el contrario al buscado por Sharon: que Arafat se refuerce entre los suyos, incluso entre sus oponentes.
Sharon se ve no sólo limitado por una compleja coalición gubernamental, sino también por una opinión pública israelí que no quiere la única paz posible, pero tampoco quiere una guerra en la que haya víctimas suyas. Arafat puede perfectamente seguir aguantando muertes palestinas. En tales circunstancias, le resultará casi imposible a Sharon alcanzar sus objetivos. Si no lo logra, puede abrirse un debate en el Likud, donde Netanyahu anda agazapado al acecho de los errores de Sharon, y en el laborismo que con su participación en el Gobierno ha hecho que no haya ni oposición ni alternativa.
La estrategia de Sharon es, evidentemente, hacer que las cosas empeoren para que luego puedan mejorar. Es de esperar que no se cumpla el vaticinio de Shlomo Ben Ami, el anterior ministro israelí de Asuntos Exteriores, hoy una voz crítica en el laborismo, de que 'sólo habrá acuerdo después de un enfrentamiento durísimo, quizá regional'. Pero no es imposible. Esta política de Sharon se ha visto favorecida por el vacío creado por el cambio de Administración en Washington, donde George Bush debe creer que con el mando a distancia bastaría para contener la situación. La Administración Bush ha tenido que pitarle tres veces a Sharon por algo más que faltas: por el ametrallamiento del automóvil del responsable de la seguridad palestina en Gaza, por el bombardeo de tropas sirias en Líbano y para obligarle a desocupar una parte de los territorios palestinos que las fuerzas israelíes habían reocupado con la intención de quedarse. El toque de silbato no va a bastar, menos cuando detrás no hay ¿aún? ninguna política de Estados Unidos hacia Oriente Próximo. Tampoco hay una europea. Todos van y vienen. Hoy le toca al jefe de la diplomacia española, Josep Piqué, que verá a las dos partes. Lo más seguro es que la situación obligue a EE UU y a Europa a intervenir más. Es lo que busca Arafat y no desea Sharon. ¿Quién gana?
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