Nadie quiere la noche
Miles de personas se acomodan en las literas de emergencia - Ancianos, enfermos y niños conviven ejemplarmente en los campamentos de emergencia
Lorca se preparaba ayer para pasar su segunda noche a la intemperie. Los más, los que tienen familiares o amigos en otras localidades, optaron por alejarse unos días de la ciudad. No obstante, varios miles de vecinos se agolpaban en filas para conseguir una litera en alguna de las tiendas de campaña montadas por los servicios de emergencia. Uno de los campamentos parecía ayer un amable zoco: colas interminables, mantas en la tierra, niños jugando, ancianos matando el tiempo, sirenas de militares, helicópteros, filas de antenas parabólicas de las cadenas de televisión...
A la puerta de una de las tiendas verdes montadas por los militares de la Unidad Militar de Emergencias se ha organizado una tertulia. José Martínez Jiménez, de 70 años, trabajador jubilado de una serrería, charla con Antonio García García, su compañero por azar de tienda.
"Unos 60 vecinos pasamos la noche por la calle, dándonos mantas"
A un hombre con marcapasos le bajó del piso a hombros un joven transeúnte
Hay colas muy largas para obtener cama, pero sin altercados
"Con el rumor de más seísmos, no paramos de bajar a la calle"
La conversación, como la mayoría en la explanada de la feria de Lorca: los dos terremotos, el mayor de ellos de magnitud 5,2 en la escala de Richter. Los lorquinos se encuentran y se cuentan cómo lo vivieron. "Eso no hay que contarlo. Hay que pasarlo", sentencia José, que viste un chándal y está sentado en una silla de plástico viendo el atardecer. Tras él, junto a una de las hamacas del Ministerio de Defensa está su hermano, Antonio, que tiene dos años menos que él pero que tiene una botella de oxígeno que le ayuda a respirar. "El tabaco", explica José, que dormirá en la tienda después de pasar una noche al raso. "Anoche estuvimos unos 60 vecinos paseando en la calle, con los coches, dándonos mantas. Apenas dormimos". Su casa no tiene casi daños, pero teme volver bajo el techo. Por las réplicas.
A su lado, Juan comenta que él no puede regresar. "Mi casa es una granada. Todo destrozado. El frigorífico estaba en la cocina y ahora está en el salón", cuenta. Relata que el primer temblor le pilló en casa y bajó a la calle. "Como tengo un marcapasos y vivo en un quinto, tomé el ascensor". Después de un rato y al ver que la tierra parecía quieta, subió a ver cómo estaba su casa. Mala elección. Le sorprendió el segundo seísmo. "Pegó un petardazo y crujió todo el edificio. El piso parecía una nube de granizo, con polvo y todo cayendo". Pidió auxilio desde el balcón y un joven al que no conocía subió y le bajó a hombros.
En Lorca, todos resaltan la camaradería con la que los vecinos han afrontado el terremoto. En la explanada hay colas larguísimas para apuntarse, por ejemplo, para conseguir una litera, pero no hay altercados. Las tiendas de Defensa tienen cinco literas verdes a cada lado. En total, 20 compañeros improvisados. De las 20.000 personas que aproximadamente se han quedado sin casa, miles de ellos buscaban una de esas literas.
El Ministerio de Defensa desplazó a más de 520 militares (entre miembros de la UME, del Ejército de Tierra y médicos del hospital militar Gómez Ulla de Madrid). Estos instalaron un hospital de campaña similar a los que usa en Afganistán, un campamento para 1.500 personas y tiendas para otras tantas. Además, había tiendas de Cruz Roja, de Protección Civil y de otros servicios de emergencia, cada una de su color. En total, más de 2.000 personas de equipos de emergencia demostraban ayer a simple vista que Lorca es una ciudad en estado de alarma. Solo los militares desplazaron 147 vehículos, según Defensa. El comandante Latorre, portavoz de la UME, señaló con orgullo: "Ya estamos repartiendo comida caliente".
Muchos de los que esperaban su turno eran inmigrantes, ecuatorianos y africanos, muy numerosos en la comarca pues trabajan en el campo. Kiré, de Costa de Marfil, cuenta que llegó a Igualada (Barcelona) en 2005 pero que la fábrica en la que trabajaba cerró y que hace un año bajó a Lorca "a cortar lechugas". "Ayer no trabajamos y hoy, tampoco. Todo está muy mal. Hoy, al menos, nos dan agua", explica. A su lado, varios temporeros de origen africano asienten aunque prefieren no revelar su nombre.
Junto a ellos, una decena de ecuatorianos aguardan en sillas de plástico alrededor de una manta en la que hay comida. Uno de ellos relata que pasó la noche del miércoles con sus cuatro hijos -de 9, 8, 3 y año y medio- en el suelo, entre las mantas. "No sabemos si hoy conseguiremos dormir aquí, pero a casa no podemos volver. Está derruida", dice el padre, que llegó a Lorca en 1998. El menor de sus hijos, Bradley David, saluda en su silleta. Sus hermanos se han quedado sin colegio hasta nuevo aviso.
En el campamento también paseaban vecinos de Lorca en busca de familiares. Era el caso de Isabel Carrillo, una lorquina cuya casa había resistido el seísmo. "Tras el primer terremoto fui al locutorio a llamar a mi hermana a Águilas, a ver si estaba bien. A la vuelta, en una calle muy estrecha pensé que los edificios se me caían. Iba con mi hija de 25 años y nos abrazamos muy fuerte pensando que íbamos a morir. Ni siquiera vimos que había una cochera por la que podíamos haber salido. Nunca había abrazado tanto a mi hija", cuenta Carrillo en tono atropellado, a toda velocidad.
La noche cae e Isabel se prepara para ir a su casa. "Con los rumores de que viene otro terremoto, estamos todo el día subiendo y bajando a la calle". La noche anterior la pasó en la vía pública, incluso con su madre, de 83 años y enferma de Alzheimer. Ayer no sabía si tendría valor para dormir bajo tejado. Como Isabel, pocos en Lorca querían que llegara la noche.
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