‘Saltburn’: todos somos Oliver Quick

El último estreno de Amazon interpela a quienes se rinden fascinados a las existencias liofilizadas de la Preysler o los Pombo y les deja claro que sólo podrán acceder a esas vidas que no merecen pasando por encima de sus cadáveres

El actor Jacob Elordi, en una escena de la película 'Saltburn'.MRC Film (ZUMAPRESS.com / Cordon Press)

El casting puede cambiar un guion, es una obviedad. Sigo dándole vueltas a ese Andreas de Un amor “menudo” y “rematadamente local” que acabó interpretando el nada menudo y mucho menos rematadamente local Hovik Keuchkerian. Dudo que la Nat de la novela hubiese actuado igual ante el atractivo gigantón armenio-libanés.

Durante la promoción de ...

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El casting puede cambiar un guion, es una obviedad. Sigo dándole vueltas a ese Andreas de Un amor “menudo” y “rematadamente local” que acabó interpretando el nada menudo y mucho menos rematadamente local Hovik Keuchkerian. Dudo que la Nat de la novela hubiese actuado igual ante el atractivo gigantón armenio-libanés.

Durante la promoción de Saltburn, Jacob Elordi bromeó con Barry Keoghan sobre la posibilidad de que Timothée Chalamet hubiese sido el primer candidato para su papel. Con él habría sido otra película más de la categoría “un extraño llega a una familia y trastoca su vida”, un subgénero que lo mismo abarca Teorema que La mano que mece la cuna y cuyas variaciones son infinitas, pero con una constante: el extraño es canónicamente deseable. Sería comprensible que los Catton recibiesen a Chalamet con —parafraseando a Sofía Vergara, heroína de la semana— “los brazos abiertos y los pantalones abajo”, pero que lo hagan con un Keoghan que mantiene, digamos, una relación complicada con la belleza, es la gracia de una película que, por otra parte, no va más allá de un Retorno a Brideshead para fans de Euphoria.

A Oliver Quick no lo adorna ningún don, no es un seductor sofisticado, un Ripley o un Frank Abagnale, y su engaño es vago y fácilmente desmontable porque la intención de su creadora no era realizar una sátira sobre las clases sociales y menos ridiculizar a los Catton, con quienes comparte alcurnia, sino reflejar a ese espectador que como Quick se acercará a su película deslumbrado por las 127 habitaciones de Drayton House. El mismo que se rinde fascinado a los realities de millonarios y sigue con curiosidad de entomólogo las existencias liofilizadas de la Preysler o los Pombo. Lo que Emerald Fennell quiere dejarles claro es que sólo podrán acceder a esas vidas que no merecen pasando por encima de sus cadáveres.

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