Adicción al sexo: uso y abuso de un concepto impreciso
El comportamiento sexual compulsivo puede ser un problema cuando supone un patrón de conducta persistente que denota un fallo en el control de los deseos o impulsos
Actualmente se abusa del término de adicción para referirse a cualquier conducta placentera que se repite con frecuencia y que interfiere negativamente de algún modo en la vida de la persona. Se ha utilizado con frecuencia para diagnosticar, entre otras conductas, la sobreexposición a las pantallas y a los videojuegos o el uso abusivo de las compras y del ejercicio físico. Pero en sentido estricto la adicción implica una sobreactivación de los circuitos cerebrales del placer y genera una pérdida de control, una dependencia de la conducta afectada, una tolerancia —lo que supone la necesidad de una mayor o más frecuente estimulación para conseguir esos efectos placenteros—, el abandono de otras aficiones y un perjuicio grave en el desempeño académico o profesional y en las relaciones sociales y familiares. En algunas ocasiones se llega a contraer deudas, como ocurre en el caso del juego de apuestas, o incluso a vulnerar la legalidad.
Por ello el manual diagnóstico DSM-5-TR (2022), de la Asociación Psiquiátrica Americana, más allá de los trastornos adictivos generados por sustancias químicas, entre otras los opiáceos, la cocaína, el alcohol, el hachís o la nicotina, solo considera como adicción comportamental al juego de apuestas. En el resto de las conductas propuestas —sexo, videojuegos, compras, ejercicio físico— no hay estudios rigurosos suficientes hasta la fecha para justificar tal adscripción. Así, en el caso del sexo no se incluye como adicción para no mezclar consideraciones morales —lo que en un grupo social se considera como éticamente reprobable— con argumentos científicos ni para servir de atenuante en los dictámenes periciales cuando la conducta sexual supone un delito. Conviene, por tanto, no psicopatologizar conductas que, aun pudiendo ser claramente perjudiciales para la calidad de vida de una persona y vejatorias para otras, no constituyen propiamente un trastorno mental, sino hábitos de conducta sobreaprendidos insanos y, en algunos casos, delictivos, de los que el sujeto debe responsabilizarse.
Sin embargo, por lo que a la conducta sexual se refiere, el otro manual diagnóstico actualmente vigente, la CIE-11 (2018), de la Organización Mundial de la Salud, incluye como trastorno el comportamiento sexual compulsivo cuando este supone un patrón de conducta persistente que denota un fallo en el control de los deseos o impulsos sexuales y que comporta acciones sexuales repetitivas a pesar de las consecuencias perjudiciales para la vida de esa persona.
Sea o no un trastorno, la hipersexualidad o compulsión sexual puede describirse como una combinación problemática de pensamientos y fantasías sexuales frecuentes e invasivos que lleva a un comportamiento sexualizado que desborda habitualmente la capacidad de control de la persona. No se trata de infidelidades o de mera promiscuidad, ni siquiera de una mayor frecuencia de conductas sexuales, sino de la cosificación de las parejas e incluso de la pérdida de placer en las repetidas actividades sexuales, que resultan insaciables. Guiadas por el ansia de sexo, estas personas llevan a cabo estos comportamientos descontrolados no tanto para experimentar placer, sino para no sentirse mal emocionalmente. Se trata en estos casos de un hábito desvinculado de todo propósito de comunicación y sin el menor atisbo de ternura y de vivencia amorosa.
La hipersexualidad reviste distintas formas, desde la masturbación compulsiva y el uso incontrolado del ciberporno, en donde están presentes conductas machistas y violentas, hasta la búsqueda continua de contactos o relaciones breves con personas desconocidas en las aplicaciones de citas para evadirse de la realidad. Esta hipersexualidad figura también en quienes muestran parafilias, como es el caso de los pedófilos.
En realidad, el deseo sexual, como también ocurre con el disfrute de la comida, es muy variable de unas personas a otras, sin que se pueda definir lo que es un deseo normal. Pero cuando este está hipertrofiado, la conducta sexual, precedida de fantasías y pensamientos eróticos, adquiere una relevancia predominante, de modo que la persona dedica la mayor parte de su tiempo a la seducción y a la consecución de la conducta sexual inmediata en actos breves, frecuentemente poco satisfactorios, que se repiten a intervalos cortos y con parejas distintas. Al habituarse a los estímulos, estos necesitan ser más excitantes para experimentar el goce inicial.
A veces se utiliza el sexo no como una forma de gratificación erótica, sino como una válvula de escape de las relaciones rotas, la baja autoestima o la insatisfacción personal. No es por ello extraño que surjan en este contexto de ocultaciones y mentiras sentimientos de culpa por el daño ocasionado a las otras personas, por la traición a su pareja habitual o por el riesgo para su rol social o profesional.
La hipersexualidad puede ser comórbida con otras alteraciones, como el abuso de sustancias adictivas. El consumo abusivo de alcohol puede poner en marcha este circuito. La caña puede llevar a la raya y la raya a la conducta sexual. La cocaína dispara a nivel cerebral la dopamina, que es el mismo neurotransmisor que libera el deseo sexual. El sexo sin connotaciones afectivas, activado por el consumo de alcohol y coca, tiene un potencial adictivo alto.
Ciertos estilos de personalidad facilitan estas conductas hipersexuales. Así, son frecuentes en estos casos los rasgos obsesivos, narcisistas y de falta de empatía, así como la necesidad de autoafirmación. En concreto, la impulsividad y la búsqueda de emociones fuertes, sobre todo si van unidas a una capacidad de seducción y a la sobrevaloración de su poder a nivel económico y social, facilitan el acceso a diversas parejas y su posterior cosificación sexual. Entre las personas de riesgo se encuentran aquellas que cuentan con una baja autoestima, que muestran una insatisfacción con su imagen corporal, que presentan algún tipo de disfunciones sexuales o que tienen un historial insatisfactorio de relaciones de pareja.
En estas circunstancias la motivación para el cambio de conducta es escasa porque la compulsión sexual tiende a calificarse socialmente de conducta éticamente reprobable, no de enfermedad. Por ello, los sujetos afectados tratan de ocultar o minimizar la realidad. Lo que puede llevarlos a la búsqueda de ayuda terapéutica en fases tardías es el consumo de alcohol o de cocaína o la depresión, ligada al autorrechazo y a la desaprobación social.
En resumen, una cosa es el deseo sexual alto, que lleva a la persona a fantasear mucho con el sexo y a practicarlo con frecuencia y con una diversidad de parejas, pero que aun así es capaz de controlar sus impulsos, sin cruzar la barrera del consentimiento mutuo. Otra cosa es la hipersexualidad o compulsión sexual —llamada coloquialmente adicción al sexo—, que se caracteriza porque la conducta no es intrínsecamente sexual, sino que con ella se trata de reducir el ansia y desasosiego interno de la persona. De este modo, el sexo adquiere un carácter morboso y obsesivo, en donde las prácticas se convierten en una prioridad en la mente de la persona, hasta el punto de interferir gravemente en su vida cotidiana y meterse en un bucle del que es difícil salir. Y, por último, otra bien distinta es la conducta sexual que, sea cual sea el perfil de la persona, no cuenta con el consentimiento de la víctima, genera algún tipo de intimidación y entra de lleno en el ámbito de los delitos contra la libertad sexual.