Lo que sería mejor no descubrir

Ya avisan los mitos y los cuentos antiguos que la iniciativa y la curiosidad humanas pueden ser en ocasiones catastróficas, porque hay saberes y técnicas que tienen más efectos destructivos que beneficiosos

Fran Pulido

He conocido a personas que vieron en su juventud cosas inauditas. Hay un motivo generacional para eso: nací cuando solo habían pasado 17 años desde el final de la Guerra Civil española, y apenas 11 de la Segunda Guerra Mundial. La mayor parte de quienes habían atravesado esos tiempos con lucidez suficiente para recordar eran todavía adultos vigorosos cuando yo empecé a sentir la curiosidad de escucharlos. Habían participado en la guerra, y se acordaban de la época de Primo de Rivera, y de la llegada de la República, y habían oído a los veteranos de la guerra de África, y hasta a algunos de la ...

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He conocido a personas que vieron en su juventud cosas inauditas. Hay un motivo generacional para eso: nací cuando solo habían pasado 17 años desde el final de la Guerra Civil española, y apenas 11 de la Segunda Guerra Mundial. La mayor parte de quienes habían atravesado esos tiempos con lucidez suficiente para recordar eran todavía adultos vigorosos cuando yo empecé a sentir la curiosidad de escucharlos. Habían participado en la guerra, y se acordaban de la época de Primo de Rivera, y de la llegada de la República, y habían oído a los veteranos de la guerra de África, y hasta a algunos de la de Cuba. Los relatos de otros extienden la memoria viva y la imaginación hacia regiones del pasado que de otro modo serían inaccesibles en sus detalles más valiosos. Por eso no me cuesta nada imaginar la alegría y el asombro de Pérez Galdós cuando en los primeros tanteos para los Episodios Nacionales, hacia 1873, conoció a un anciano que de niño había sido grumete en la batalla de Trafalgar. El relato histórico adquiría de golpe la vehemencia de una voz humana. Bajo los párpados de aquel hombre viejísimo había unos ojos vivaces que habían visto lo que para Galdós eran grabados antiguos y cuadros de batallas. Habría sido como hablar con Cervantes y pedirle que evocara sus recuerdos de Lepanto.

Personas que ya han muerto me legaron historias que mientras las iba escuchando me despertaban el propósito de poder contarlas a otros yo mismo. Mi remordimiento es que no pregunté tanto como hubiera debido, y que muchas veces, sobre todo cuando era muy joven, ni pregunté ni puse demasiado interés en lo que me contaban, diciéndome a mí mismo que ya habría tiempo, que esas personas tan repetitivas en sus evocaciones seguirían estando siempre disponibles. Pero llega la muerte, o el deterioro de la memoria, y aquella posible biblioteca oral desaparece como después de un incendio súbito.

En 1998 el profesor Roger Shattuck me habló en Madrid del día de agosto de 1945 en que sobrevoló, con el avión de caza que pilotaba, las ruinas todavía humeantes de Hiroshima. Era muy joven entonces, y venía de participar como aviador en la batalla del Pacífico. Desde el mes de julio habían sabido que se preparaba el asalto final al Japón, que iba a ser extremadamente sanguinario, y en el que el joven Shattuck estaba seguro de que iba a morir. Entonces llegó la noticia de las explosiones nucleares en Hiroshima y Nagasaki, y de la rendición de los japoneses. Gracias a la bomba atómica, Robert Shattuck tuvo la certeza de que iba a vivir más allá de su primera juventud. Lo decía tantos años después con el mismo estupor que debió de sentir aquel día de agosto.

El recuerdo de la devastación apocalíptica de Hiroshima no lo abandonó nunca. Medio siglo más tarde fue esa mezcla de horror y vergüenza sin alivio la que le llevó a escribir el libro gracias al cual yo lo conocí, Conocimiento prohibido. Una gran editora de ensayo, María Cifuentes, lo publicó en España, y gracias a ella me fue posible aquella conversación en Madrid. Shattuck había tenido una carrera prestigiosa como especialista en la literatura francesa de la primera modernidad, entre Baudelaire y Proust. En Conocimiento prohibido se apartó de la filología para indagar en una idea que no había dejado de obsesionarle desde que sobrevoló Hiroshima y tuvo plena conciencia de que gracias a la bomba atómica Japón se había rendido antes de la batalla final y él había salvado la vida. El dominio de la energía nuclear era una consecuencia extrema de la capacidad humana de conocimiento, disciplinada por la ciencia. Hasta entonces nadie había puesto en duda la bondad del progreso científico. Gracias a él, a la iniciativa de Einstein, al liderazgo de Robert Oppenheimer en el proyecto Manhattan, la bomba atómica había otorgado una supremacía abrumadora a Estados Unidos y acelerado la derrota del fascismo y el final de la guerra.

Y al mismo tiempo había desatado una capacidad de destrucción como no había existido nunca antes, que podía aniquilar la vida sobre la Tierra. Shattuck hablaba en su libro del espanto que trastornó desde entonces la vida de Oppenheimer, arrepentido y horrorizado de su propia proeza científica. Dicen que dijo, citando un texto sagrado hindú, al ver las imágenes de la explosión sobre Hiroshima: “Ahora me he convertido en la muerte, destructora de mundos”. A partir de Hiroshima, Shattuck exploraba la antigua tradición del recelo hacia las posibilidades incontroladas del conocimiento, reflejada en el mito doble de Prometeo y Pandora. Prometeo, sobre todo desde la Ilustración, es un héroe de la emancipación humana, porque roba el fuego a los dioses y se lo entrega a los hombres, asegurando así la mejoría de sus vidas, gracias al control de la naturaleza que les permite el fuego, ejemplo y símbolo del progreso tecnológico. Los dioses imponen a Prometeo un castigo más cruel aún porque es eterno, y el héroe se convierte además en mártir. Pero el castigo en forma de regalo envenenado que los dioses entregan a los hombres es la jarra, no la caja, de Pandora: la curiosidad los lleva a abrirla, y lo que había dentro de ella es el caudal de todas las desgracias.

Para Roger Shattuck, el gran descuido de la modernidad era, es, abrazar el mito de Prometeo y olvidar el de Pandora: la soberbia de suponer que todo avance científico o tecnológico es incondicionalmente beneficioso, y toda limitación o toda cautela un lastre inaceptable, una muestra de cobardía, de conformidad con lo sabido, de oscurantismo. De lo que avisan los mitos y los cuentos antiguos es de que la iniciativa y la curiosidad humanas pueden ser en ocasiones catastróficas, porque hay saberes y técnicas que tienen más efectos destructivos que beneficiosos, y porque hay actos en principio neutros o prometedores que a medio o largo plazo acaban teniendo consecuencias tan imprevisibles como devastadoras.

El profesor Roger Shattuck murió hace ya bastantes años, no sin publicar en su vejez un libro admirable sobre Marcel Proust. Me acuerdo de él estos días, leyendo las predicciones pavorosas que están haciendo no ignorantes amedrentados siempre por la tecnología, como es mi caso, sino algunos de los mayores expertos mundiales en inteligencia artificial. Hasta hace nada, los magnates de las innovaciones digitales eran gurús bondadosos y asépticos que aparecían sacerdotalmente en escenarios desnudos y bañados de luz anunciando la buena nueva de la felicidad universal que nos depararían sus nuevos aparatos, a los que se veía descender como apariciones celestiales sobre dichos escenarios. Ahora los que hablan no han cambiado de aspecto, con sus caras pálidas de teocracia virtual y sus jerséis ceñidos de cuello alto, pero no propagan promesas de felicidad sino vaticinios de un inminente apocalipsis, implorando un límite, una pausa en el desarrollo de esa tecnología que puede, literalmente, según dicen, escapar a todo control y destruir a la humanidad. Hay descubrimientos que habría sido mejor no haber hecho. Hay otros en los que no llega a saberse si los beneficios indudables que deparan compensan el daño que al mismo tiempo están causando. Una vez roto su sello, la caja o jarra de Pandora ya no puede volver a cerrarse. Los expertos hablan, a favor o en contra de tales profecías, pero se las arreglan para que nadie pueda entenderlos. La ventaja de los mitos y los cuentos primitivos, como bien sabía el profesor Roger Shattuck, es que contienen una sabiduría que se expresa con las palabras más simples y puede entender todo el mundo.

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