Kemonito: “Todavía me puedo mover en el ring. Los doctores dicen que cómo he aguantado tanto”
El luchador repasa su vida: trabajar desde los 10 años, el circo y las caravanas de artistas, la fama y la pelea por los derechos de su personaje, la madurez y la obligación de salir al ring para poner comida en la mesa pese al deterioro físico
A Jesús Juárez Rosales se le conocen dos caras y ninguna es la suya. La más famosa es la de un changuito azul radioactivo al que él llamó Kemonito, en cuya piel se metió 22 años. Los 22 años anteriores, en un alarde de simetría, fue Alushe, una especie de yeti en miniatura de pelo blanco inspirado en un duende maya que cuida las cosechas y a los niños. Ambos personajes eran sus álteregos cuando se subía al ring de lucha libre. Antes tuvo otros nombres y profesiones. Los “chaparritos” de su barrio, en el centro de Ciudad de México, le llamaban El Centavito. Cuando trabajó en el circo, los payasos le pusieron de apodo Tantito. “No sé ni qué tantas cosas fui”, suspira.
Sus piernas ya no son las que eran. A sus 62 años aún puede caminar, pero sus rodillas no resisten demasiado tiempo en pie. Su hija Joana, de 16, arrastra su silla de ruedas. Él reserva las fuerzas para los combates. “Todavía me puedo mover algo en el ring y aguantar, aguanto. Los doctores me dicen que cómo he aguantado tanto porque mi columna está así”, y dibuja una S en el aire. Jesús Juárez Rosales quiere dejar la lucha libre después de 44 años en el cuadrilátero, pero tiene poco dinero y una familia que mantener.
Su historia es común: en la lucha libre se gana poco y se envejece mal. A menudo, tiene que elegir entre tratarse o poner comida en la mesa. “Tengo que pensar en mi familia primero. Una resonancia está como en 5.000 pesos, luego pagarle al doctor, medicamentos… El tiempo que dure el tratamiento no voy a trabajar, ¿y de dónde va a salir? Si se resolviera ahorita todo esto tendría más tranquilidad, pero así no se puede”.
Todo esto: Juárez Rosales rompió, tras dos décadas de la mano, con el Consejo Mundial de Lucha Libre (CMLL) en 2023 entre acusaciones de acoso laboral y ahora batalla por los derechos de Kemonito, el personaje que él creó, pero que legalmente pertenece al CMLL. Desde entonces sobrevive en el circuito independiente. Vive esperando una sentencia.
Un accidente genético
El hombre al que todo México conoce como Kemonito nació en la capital en 1962. Era un bebé de casi cuatro kilos y 53 centímetros, dentro de los márgenes de lo considerado normal. “Los doctores nunca supieron qué pasó conmigo. Muchos dijeron que era un accidente genético”. Aquel despiste de la ciencia comenzó a notarse al año y medio. Su padre, carpintero, trabajaba siempre en su mesa. El niño se metía debajo a jugar. Un día, el hombre preguntó a su esposa: “Oye, tu hijo ya cuánto tiempo tiene y no pasa la mesa”.
Por descarte, le diagnosticaron con acondroplasia, lo que popularmente se conoce como enanismo. “La mayoría que tiene acondroplasia desde pequeños en el vientre se les ve, los miden y traen los bracitos, o las piernitas. Yo no. Mi mamá, pues no tenía estudios, era de un pueblo, trató de que creciera, me llevó a muchos hospitales, pero ahí nada más me agarraron de conejillo de indias. Me sacaban sangre, me metían medicina, vitaminas y me hacían rayos X, pero nunca supieron exactamente qué fue lo mío”. Así, no llegó a aprender por qué es más pequeño que los demás. “Después de tanto tiempo para qué investigar, ya no tiene caso”.
Tuvo la infancia feliz de los niños pobres que aprenden a hacer un juguete de lo que sea. “Había más libertad, más inocencia”. Su madre era vendedora ambulante y le enseñó a cocinar y a coser, aprendizaje que luego usaría para bordar a mano los disfraces de Alushe y Kemonito. “Creo que eso fue parte de la felicidad porque hasta la fecha sigo enseñándole a mis hijos que se tienen que valer por ellos”.
Tenía siete hermanos, ninguno con acondroplasia. Los niños del barrio se burlaban de su estatura. “Yo era muy cohibido por mi tamaño, hasta mis hermanos me hacían ver que ellos podían salir y yo no. Entonces mi papá me agarró con mi mamá y me dijo: ‘Vamos a ver, tus hermanos están grandes, pero usted tiene pies, manos, cabeza, sabe pensar, no por el tamaño se va a detener’. La pena se me fue quitando, empecé a ver que si no alcanzaba a prender la luz, bueno, un banquito y la prendo. Empecé a ver todo diferente y dije: ‘Si me puedo enfrentar a mí mismo puedo enfrentar cualquier cosa’”.
A los 10 años ya trabajaba. Primero aprendió carpintería con su padre. Fue ayudante de mecánico, vendedor ambulante. Un día lo fichó una caravana de artistas. Salía al escenario a interpretar —“decía que cantaba, pero yo creo que namás aullaba”—versiones de Cornelio Reyna. Hizo propaganda para tiendas, colaboraciones en películas, eventos infantiles. Trabajó en el circo.
—¿Qué hacía en el circo?
—Uy, qué no hacía. Era payaso, me hacía cargo del sonido, salía a la batua [cama elástica], al alambre, a los elefantes y llegué a ser hasta hojalatero de los carros.
—Suena divertido.
—Pues suena, pero no—, y se ríe.
—¿No fue una buena experiencia?
— Sí, porque me enseñó muchísimo, viajaba y, como dicen los del teatro, empecé a agarrar tablas. Pero es poco lo que se ganaba, uno tiene que pagar su hospedaje, su comida.
Y entonces llegó Tinieblas.
De una patada voladora al estrellato
Manuel Leal Peña, Tinieblas, fue uno de los luchadores más famosos de su tiempo. Juárez Rosales nunca había tenido demasiado interés en el ring: había ido alguna vez al Coliseo, había visto las películas, pero ahí quedaba la cosa. Conoció a Tinieblas por casualidad, en un cine de barrio a mediados de los setenta. “Fui a una función y entré con mis amigos. Yo no sabía, quién iba a saber, que a ese cine iba Tinieblas. Claro, iba sin máscara, quién lo iba a conocer. Me vio, se quedó asombrado y en ese tiempo andaba buscando una mascota para subir con él al ring”.
Él no quiso. En ese momento, lo que le gustaba era el cine, participar en cachitos de películas —“me gustaba ir a ver cómo lo hacían”— y las manualidades —“pintaba cerámica, armaba barquitos de esos de escala”. Tinieblas le convenció. Hace 44 años saltó por primera vez al cuadrilátero como Alushe. Al principio solo salía y saludaba, pero a la gente le gustó aquel hombre pequeño y disfrazado. Los promotores presionaron: “Que salga y se quede ahí en la esquina paradito contigo”. En una pelea se emocionó y tiró “unas patadas voladoras”. “Uuuy la gente. Desde ahí ya no pude salir del ring”.
Lo primero que le viene a la cabeza al recordar aquellos años son los golpes. Como aquella vez en la Arena de Toluca en la que dos gemelos muy gordos saltaron sobre él. “Yo no sé cómo aguanté, sentí el peso, dije: ‘Ya, aquí quedé’”. O cuando se volvió costumbre que los luchadores más grandes lo lanzaran contra el contrincante o fuera del ring. “En una de esas agarran y me avientan, quedé a un tanto así con la cabeza del suelo, por poco y no sé qué pasaría”.
—¿Qué pasaba por su cabeza cuando estaba en el aire?
—Temor hay un poco, pero más que nada, caer bien, porque cayendo un poco mal, puede ser fractura. Por eso en la lucha lo enseñan a uno a caer.
Con Tinieblas se hizo famoso y se ganó el amor del público, que lloraba cuando le pegaban, le daba regalos. Una vez, una mujer le hizo un pastel de cumpleaños y le dijo que quería tener hijos con él. Viajó por todo México, Estados Unidos e incluso Japón, pero acabó aburriéndose. Habían pasado dos décadas y necesitaba un cambio. Nació Kemonito.
—¿Qué significa Kemonito para usted?
—Es una etapa más en mi vida, un personaje que le ha gustado a la gente y que me ha dado realce para seguir sobreviviendo. Mucha gente ha llegado y me ha dicho: ‘Maestro, es usted un ícono’. Yo no me considero eso. Yo me considero, y siempre lo he dicho, una persona que realiza bien su trabajo y que lo hace con gusto para usted. Siempre he tenido los pies en la tierra.
—¿Piensa en cómo será, si pierde el juicio, ver a otra persona como Kemonito?
—Sí, es lógico. Lo que quisiera es que lo apoyaran: es alguien que va a trabajar, que va a representar al Kemonito. Pero que sepa también que le debe echar muchas ganas porque si sube a quedarse quieto la gente no lo va a aceptar.
—¿Cómo se sentirá?
—Sería un poco el extrañar. ‘Ay, ojalá estuviera yo en el ring’. Pero tarde o temprano tengo que retirarme, ya son muchos años, ya son dos personajes.
Su legado sobrevivirá. Tiene cuatro hijos. Dos heredaron el accidente genético de su padre. Uno es luchador, Microman. Sus andanzas han sido retratadas por la directora Teresa de Miguel en la película KeMonito: La última caída. La gente sigue comprando su merchandising, que él mismo hace, y coreando su nombre cuando ven aparecer al changuito azul. Él ya solo quiere ganar el juicio, montar un negocio, amarrar el futuro, dedicar tiempo a su gente: “Yéndome a un viaje, no necesariamente como los ricos a Europa, simplemente a unas playas, pero ya con la calma de que no me esté esperando el juicio, de que no tenga dinero…”.