El drama silencioso de las víctimas de violencia vicaria: “Me paso la vida intentando demostrar que no estoy loca”

Amaranta Guerrero vive un momento decisivo para el futuro de sus hijos, que están a una decisión del juez de volver con el padre que les ocultó durante año y medio. Su historia ilustra la de miles de madres que intentan huir de padres maltratadores

Amaranta Guerrero, víctima de violencia vicaria, en su casa con uno de sus hijos.Daniel Alonso Viña

Sus dos hijos, de seis y siete años, corretean por la casa, jugando a quién sabe qué. El mayor agita una varita de Harry Potter mientras pronuncia frases indescifrables que lee de un libro de conjuros. “No es oficial”, dice con una mueca de tristeza. El más pequeño se entretiene con los perros, que corren como locos de un lado a otro. Hasta que suena la alarma en el teléfono. Son las seis de la tarde, hora de hacer la videollamada diaria con papá.

Amaranta Guerrero, su madre, está en una encrucijada. Su exmarido lleva sin ver a sus dos hijos desde hace mes y medio, cuando la jueza acced...

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Sus dos hijos, de seis y siete años, corretean por la casa, jugando a quién sabe qué. El mayor agita una varita de Harry Potter mientras pronuncia frases indescifrables que lee de un libro de conjuros. “No es oficial”, dice con una mueca de tristeza. El más pequeño se entretiene con los perros, que corren como locos de un lado a otro. Hasta que suena la alarma en el teléfono. Son las seis de la tarde, hora de hacer la videollamada diaria con papá.

Amaranta Guerrero, su madre, está en una encrucijada. Su exmarido lleva sin ver a sus dos hijos desde hace mes y medio, cuando la jueza accedió a dejarle pasar tiempo con ellos sin supervisión. Amaranta no se los entrega porque tiene miedo de no volver a verlos. La última vez que el padre estuvo a solas con ellos, les desapareció, dejó de contestar a las llamadas y denunció sin pruebas que Amaranta les maltrataba. Ella estuvo un año y medio separada de sus hijos, hasta que en abril de 2022, después de un proceso judicial eterno, la policía entró a la fuerza en la pequeña casa donde el padre se había encerrado con los pequeños.

La jueza del caso, después de ver las condiciones en las que vivían y la manipulación psicológica de la que fueron víctimas, devolvió la custodia de los hijos a la madre, pero mantuvo encuentros vigilados entre el padre y los niños. Ahora, un año después de aquel episodio, la jueza ha decidido que el padre puede volver a ver a sus hijos sin vigilancia. Amaranta se niega, y ha metido una apelación para que otro juez revoque el permiso.

—¿Qué garantías me están dando de que no se los va a volver a llevar? Ninguna —dice Amaranta sentada en la mesa de su sala—. Parecen incapaces de ver que está obsesionado con lastimarme.

La vida de esta madre de 30 años ya estaba torcida cuando se escapó de casa con sus hijos en junio de 2019, pero lo que no podía imaginarse es que estaba muy lejos de enderezarse. Cuenta que tomó la decisión de marcharse días después de que su exmarido la pegara delante de los pequeños. “Sufría violencia sexual, física, psicológica, me tenía encerrada en casa con cámaras en todos los cuartos. Hasta que un día logré que las desconectara, me escapé con los niños y vine hasta aquí”, dice desde la casa en la que vive ahora, al lado de la de sus padres. La única denuncia por violencia familiar que existe de este periodo de su vida la interpuso después de la última vez que la golpeó. Su exmarido fue vinculado a proceso por esa acusación y ahora mismo ese juicio está en marcha.

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Después del divorcio empezó la desconfianza constante de los juzgados. “Me paso la vida demostrando que no estoy loca. Desde el minuto uno siempre se me ha cuestionado, ‘¿verdaderamente no estabas segura en tu casa?’, ‘el señor dice que tú lo golpeabas’, ‘el señor dice que tú eras una alcohólica y tenemos que ver quién dice la verdad’. Y en ese ‘tenemos que ver quién dice la verdad’ llevo casi cuatro años de juzgados”, cuenta Amaranta.

Fue en esta época de acudir al juzgado todas las semanas cuando descubrió lo que era la violencia vicaria. “Estaba viendo TikTok tirada en la cama y me apareció una morra que empezó a contar su historia. Era exactamente lo mismo que me pasó a mí, el padre que la maltrataba se llevó a sus hijas, la denunció por violencia familiar y la apartaron de ellos”. Desde entonces ha entrado en contacto con las pocas organizaciones que hay en México.

Una de las más relevantes es el Frente Nacional contra la Violencia Vicaria (FNVV). Alexandra Volín, cofundadora de la asociación, cuenta que su labor durante estos últimos años ha sido traer el término de violencia vicaria a México, darlo a conocer. Ante la falta de datos oficiales, Volín cuenta que ya son 3.200 mujeres dentro del Frente. Cada día reciben entre tres y cinco personas nuevas. Aun así, están seguras de que hay muchas más.

“Cada vez que pasa una ley reconociendo la existencia de esta violencia en un Estado, llegan un boom de casos hasta el Frente”, cuenta por teléfono. Hasta el momento, han conseguido que 22 estados de México aprueben leyes contra la violencia vicaria. Ciudad de México, sin embargo, es uno de los que va más atrasado.

La barita de Harry Potter, el libro de conjuros y unas galletas en la mesa del salón de casa de Amaranta Guerrero. Daniel Alonso Viña

La ley busca sancionar el “modus operandi” que, según ella, maquinan padres y abogados para arrebatar a los hijos de sus madres. “Siempre es lo mismo, se llevan a los niños durante una custodia compartida, denuncian a la madre por violencia y se desaparecen. Entonces les dicen a los hijos que su mamá está muerta, que ya no les quiere, que se ha ido con otro, y cuando vuelven con ella, si es que vuelven, muchas veces esos niños ya no se recuperan”.

Juan Martín Pérez García, director ejecutivo de la Red por los Derechos de la Infancia en México (Redim), asegura que el sistema judicial “sigue siendo muy patriarcal, sigue considerando a los niños como objetos de propiedad familiar” a cargo del padre. Además, está el ejercicio de judicializar los procesos de divorcio y ahogar a los progenitores en una montaña de procedimientos que, según Pérez, supone un acto de “violencia institucional” que termina por reducir a los niños a objetos dentro de la disputa familiar, en vez de tratarlos como “sujetos de derechos propios”.

Durante el tiempo en el que investigaba sobre la violencia vicaria, Amaranta solo podía ver a sus hijos por videollamada. Y al poco de estar encerradas con su padre, las llamadas se redujeron a unos segundos. “Te odio, tú me pegas, te odio, no quiero hablar contigo”, le empezaron a decir sus hijos. “Fue una tortura”, cuenta. Después del rescate, en un peritaje psicológico que realizaron a los niños y al que ha tenido acceso este periódico, los menores cuentan que su padre les obligaba a decir eso. “Su papi les dijo que era mala, que les pegaba duro, y que cuando les preguntaran sobre su mamá dijeran que es mala”, se puede leer en el informe.

—Tienes todas las leyes que se supone que te protegen—dice Amaranta. Ha empezado a caer una lluvia torrencial en la alcaldía. El mayor de sus hijos llega mojado, con la barita de Harry Potter en la mano y una espada de madera atada a la cintura—, pero la ley es un papelito y el sistema es otro. Al final, el machismo integrado en el sistema es la verdadera ley.

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