Trincheras eternas en Guerrero
La desconfianza vertebra la vida en las comunidades de Chilapa, donde policías comunitarios pelean con grupos criminales en una guerra sin fin ni objetivos claros
Memo dice que ya son 13 los tiroteos que ha vivido, uno de los cuales quedó fijado en su antebrazo izquierdo, restos de un plomazo mal dado. El último ocurrió el 30 de enero, cuando integrantes del grupo criminal Los Ardillos atacaron a la policía comunitaria en Tula, municipio de Chilapa. “Era tempranito, como las siete”, recuerda, “iba yo a la tiendita y empezaron a tirar. Me vine corriendo para acá”, añade. Memo se refiere a las trincheras de Tula, dos casas a medio construir en lo alto de una colina. A sus 29 años, ha pasado los últimos nueve en batalla.
Nadie usa su verdadero nombr...
Memo dice que ya son 13 los tiroteos que ha vivido, uno de los cuales quedó fijado en su antebrazo izquierdo, restos de un plomazo mal dado. El último ocurrió el 30 de enero, cuando integrantes del grupo criminal Los Ardillos atacaron a la policía comunitaria en Tula, municipio de Chilapa. “Era tempranito, como las siete”, recuerda, “iba yo a la tiendita y empezaron a tirar. Me vine corriendo para acá”, añade. Memo se refiere a las trincheras de Tula, dos casas a medio construir en lo alto de una colina. A sus 29 años, ha pasado los últimos nueve en batalla.
Nadie usa su verdadero nombre en las trincheras. Por eso transcurre un buen rato hasta que Memo se descubre como Guillermo Hilario Morales, hermano de Pablo, policía comunitario desaparecido hace unas semanas, en un extraño evento en Atlixtac, municipio vecino de Chilapa. El 25 de enero, policías municipales de aquel pueblo lo detuvieron junto a otro compañero y desde entonces nadie ha sabido de ellos. Su desaparición es el último capítulo de la guerra en el centro de Guerrero, amparada en complicidades tan antiguas como cambiantes, cuyos objetivos resultan difíciles de entender.
A veces, las palabras fallan para describir la batalla en Chilapa. Se quedan cortas. La guerra arrecia, los enfrentamientos se recrudecen, sus intensidades aumentan. Criminales tirotean, someten, matan y hieren. Policías comunitarios resisten, contraatacan, protestan. Todo eso es cierto, los verbos atinan, pero no acaban de describir la situación. Puerta entre dos regiones, el municipio guerrerense, el tercero más importante del Estado, vive hundido en el cruce de certezas sobre la maldad relativa de los bandos enfrentados. Así, la verdad ya no existe, solo las versiones. Y mientras tanto, los muertos siguen cayendo. La policía comunitaria de la región, la CIPOG-EZ, cuenta 38 muertos y 18 desaparecidos desde 2015. De todos los casos culpan a Los Ardillos.
Las guerras inician porque alguien -un país, una milicia, un ejército- quiere algo. Pero en Chilapa no está claro qué quieren Los Ardillos, un grupo criminal de largo historial delictivo en la región, vinculado al poder político local, empeñado en acabar con un puñado de policías comunitarios en otro puñado de comunidades rurales. ¿Qué quieren Los Ardillos? ¿Por qué pelean a balazos poblados de veinte casas como Tula? Son preguntas difíciles de responder, más aún desde la caída de la economía de la amapola en 2017 y 2018. El paradigma del tráfico internacional de drogas resulta aquí tan ajeno como una tienda de Apple.
Integrantes de la CIPOG-EZ entrevistados estos días en la zona tratan de dar una explicación. Delfino Sánchez, antiguo comisario de Zacapexco, otra de las comunidades atacadas en Chilapa, argumenta que Los Ardillos “quieren controlar el agua para sembrar enervantes”. Jesús Plácido, líder regional, opina, sin embargo, que lo que quieren es “tener los ayuntamientos para controlar el recurso”. Otro compañero dice que lo que realmente quieren es despejar un corredor entre la cabecera municipal de Chilapa y el pueblo vecino de José Joaquín Herrera, famoso en el mundo entero porque allí la policía comunitaria hace desfilar a los niños con armas.
Hay quien plantea que la pregunta no es qué quieren Los Ardillos, sino qué hay detrás de los intereses de la policía comunitaria. En una entrevista con EL PAÍS hace dos semanas, el obispo de Chilpancingo y Chilapa, Salvador Rangel, planteaba que el único interés de la CIPOG-EZ es el dinero. “Las policías comunitarias están divididas por esa cuestión. En el fondo, Morena apoya esas comunidades [Zacapexco,Tula y otras vecinas] porque los que están ahorita imperando son los del PRI. Y lo que quiere Morena es meterse en esos sitios”, argumentaba, en referencia al partido que gobierna Guerrero desde finales del año pasado, con Evelyn Salgado y su padre Félix al frente.
Rangel, que en estos años ha tenido comunicación constante con Celso Ortega, líder de Los Ardillos, acusaba además a la CIPOG-EZ de haber cometido asesinatos y culpar luego al grupo criminal. Es más, Rangel asegura que Guerrero ni siquiera es económicamente importante para ellos. “Los Ardillos no fabrican droga. Su negocio no está ni siquiera en Guerrero. Lo tienen fuera”, decía en la entrevista. El tema, dice él, es la política. Y, por tanto, el control territorial.
No hay homicidios
Un aura de misterio rodea a Los Ardillos. Desarticulado el grupo rival de Los Rojos en los últimos años de la pasada administración y los primeros de esta, el grupo parece ocupar un espacio creciente en el centro del Estado, solo que ahora cerca del PRI, según el obispo, y no del PRD. El hermano de Celso Ortega, Bernardo, es uno de los líderes del PRD local, diputado en el parlamento de Guerrero y antiguo presidente del Congreso del Estado. “Solo que ahora están distanciados”, asegura el religioso.
La pregunta es cómo han hecho Los Ardillos para evitar el latigazo de las autoridades estos años, si no de las estatales al menos de las federales. Apenas hace un mes, militares y guardias nacionales catearon varias casas en su bastión, el municipio de Quechultenango, entre Chilapa y la capital, Chilpancingo. Una rareza. De cualquier manera, el operativo no acabó demasiado bien, pues una multitud de vecinos marchó contra los agentes, provocando su salida del pueblo. En los cateos, las autoridades encontraron armas, droga y tres tigres de bengala.
Sin ser algo extraño en México, la expulsión de las autoridades del municipio exhibía el poder del crimen local, en este caso Los Ardillos. Negando una reunión en Quechultenango, un vecino accedía a hablar estos días de la situación desde la capital estatal. Profesional que contacta habitualmente con el exterior, explica que “allá”, en Quechultenango, “no hay delitos. No hay extorsión, no hay homicidios”. Dice que Los Ardillos son una especie de mayoristas de la marihuana que se cultiva en comunidades serranas, caso de El Durazno o Las Palmitas. Y carga contra las policías comunitarias de la vecina Chilapa: “No son comunitarias, son redes de protección”.
Consultado igualmente por la naturaleza e intereses de Los Ardillos, un abogado de Chilapa que conoce la política local dice: “Los Ardillos están matando a todo el que huela a rojo”, en referencia al antiguo grupo rival, hoy disminuido en sus dos áreas de influencia, Morelos y Guerrero. “Allá [en Quechultenango] dicen que han pacificado la zona, que hay paz. Pero es mentira: están sometidos”, argumenta.
Para José Diaz-Navarro no hay duda del uso mafioso que Los Ardillos hacen de su poder. Maestro exiliado de Chilapa, Díaz-Navarro ha criticado con dureza al grupo criminal estos años, sobre todo después del asesinato de dos de sus hermanos, precisamente a manos de Los Ardillos. “Durante el Gobierno de [Enrique] Peña Nieto, estuve dos años escuchando a Los Ardillos”, dice. Díaz-Navarro asegura que accedió a instalaciones de autoridades del Gobierno federal, donde funcionarios realizaban escuchas telefónicas. “Ahí escuchabas todo”, dice, “sus negocios, cómo robaban carros, luego los cambiaban por droga, los asesinatos, todo”.
No hay búsquedas
En Zacapexco vive Carmela Villalba, de 30 años, esposa de Samuel Hernández, el otro policía comunitario desaparecido en enero pasado. No dice mucho sobre su ausencia que no digan sus compañeros: fueron policías municipales de Atlixtac coludidos con Los Ardillos, una amistad forjada tras el cambio en los gobiernos municipales a finales del año pasado. Nunca antes habían tenido problemas en Atlixtac, asegura.
De lo que sí habla Villalba es de la vida en común, de las dificultades habituales, de que ya bastante tienen con la pobreza como para soportar también la guerra. “Nosotros tenemos seis hijos. Ahora vamos sacando maíz de a poquito”, dice en un español con acento nahua. A su lado, Isabel Sánchez, la madre de Samuel, de 63 años, asiente y calla. Las dos mujeres tejen unas trenzas con hojas de palma, que luego venden por metro a quien pase. Con las trenzas, artesanos arman sombreros y los venden en el mercado de Chilapa. Por cada metro les pagan cuatro pesos, unos 20 centavos de dólar.
Villalba y Sánchez se preguntan por la búsqueda de Samuel y de Pablo, su compañero. En estos meses, varias reuniones mediante con la fiscalía local, nadie ha ido a buscar a los comunitarios a Atlixtac. No dan explicación alguna, porque ellas tampoco las han recibido. “Nosotras queremos ir a buscarlos, pero no podemos, porque hasta a las señoras matan y las van a tirar allá”, dice Villalba, sin referirse a ningún lugar en concreto.
La mujer no habla por hablar. En julio de 2019, una de las células de Los Ardillos bajó a dos mujeres de una furgoneta de transporte público. Los criminales las degollaron y dejaron sus cuerpos cerca de Zacapexco. El comisario suplente de la comunidad, Tomás Jiménez, de 42 años, dice que lo hicieron por puro capricho. “Como no pudieron matarnos a nosotros, pues las mataron a ellas”. No hay nadie detenido por el ataque. En Zacapexco, nadie espera que se haga justicia.
Así la situación, la búsqueda se antoja como tantas otras en México, un suplicio. A la falta de acción de las autoridades se suma una realidad difícil de obviar, la cantidad de casos de personas desaparecidas en el país, casi 100.000 ya. “La ley puede entrar allá, nosotras no”, insiste Sánchez. “Si pudiera iría yo, pero aquí me la paso llorando”.
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