Tren número 19. Último viaje
El derrumbe de la línea 12 del metro en Ciudad de México deja 26 familias destrozadas y demasiadas preguntas sin resolver. EL PAÍS reconstruye las vidas rotas de 11 víctimas del accidente
Tren 19Último viaje
La lluvia empapa la herida del derrumbe de la línea 12 del metro. Cae sobre los escombros de los dos vagones partidos como un juguete roto contra el piso. Cinco días después de la tragedia que se cobró la vida de 26 pasajeros y dejó casi 80 heridos, una lluvia cotidiana e indiferente se cuela en los patios de las casas humildes del sur y sureste de la ciudad, en los salones convertidos en velatorios oscuros donde nadie entiende todavía qué pasó y a unos metros del socavón, en la frialdad del enorme cementerio de Tezonco sin mariachis ni comida —y solo 10 personas por la pandemia—, donde el dolor se ha quedado instalado para siempre. Sobre él crece estos días además la rabia. ¿Cómo es posible que a una persona que volvía de trabajar le sucediera algo así?
Se han quedado solos. El cruce político de reproches ha acaparado todas las miradas. Y el colapso del metro ha hecho saltar por los aires una campaña electoral que aprieta más que nunca al imbatible partido de López Obrador, Morena, representado en la ciudad por Claudia Sheinbaum. Pero al hermano de Immer del Águila no le cambiará la vida si el responsable fue Miguel Ángel Mancera (PRD) o Marcelo Ebrard (secretario de Exteriores) o Sheinbaum, porque los cimientos de la casa que estaba construyendo Immer para su familia siguen ahí, recordándoles que nadie la va a continuar; a la mejor amiga de Christian López, lo único que le preocupa es qué harán ahora su esposa y sus hijas pequeñas para sobrevivir en este infierno. Y en las puertas de los sepelios se reúnen parejas de abogados siniestros que buscan cómo sacar tajada para ellos, y para los familiares, de un caso a todas luces ganador. “Nadie se cree que no hubiera corrupción o negligencias”, repite uno de ellos a los padres deshechos de Immer. Ante la falta de empatía política, explican, probablemente lo único que les queda será conseguir una buena indemnización.
EL PAÍS hace un recorrido por algunas de las despedidas de los 26 muertos del accidente. El último viaje de los pasajeros del tren número 19.
Abogado de la mixteca y guerrero de la covid
Christian López Santiago tenía 41 años y venía, como casi todos, de trabajar. A las 22.22 de este lunes, López viajaba en uno de los vagones que se precipitaron de golpe sobre una de las principales avenidas de la periferia del sur de la ciudad. Aún le faltaba más de la mitad del camino hasta llegar a su casa: otras cuatro paradas y un viaje en autobús para completar un recorrido de hora y media. Igual que la mayoría de sus vecinos, cada día atravesaba la monstruosa capital mexicana casi de punta a punta para llegar desde la oficina de su trabajo hasta el Valle de Chalco, donde lo esperaban su esposa y dos hijas, de 13 y 6 años. El cuerpo de López quedó aplastado a mitad del trayecto.
López formaba parte de esa masa migrante que huye de la miseria del campo. Llegó a la ciudad desde la sierra de Oaxaca cuando solo tenía 14 años, con su esposa Claudia. Apenas hablaban español, su lengua materna es el mixteco. Y ella se pasó años limpiando casas para que él pudiera estudiar Derecho y romper con la lógica mexicana de quien nace pobre, muere pobre. Consiguió un puesto de empleado federal en el órgano administrativo de la Secretaría de Protección Ciudadana. Un trabajo por el que no cobraba más de 12.000 pesos, menos de 600 dólares al mes. No tenía coche, su único medio de transporte viable era el metro de la Ciudad de México.
La familia se había gastado todos sus ahorros en enfrentar la covid que quebró a López hacía apenas unas semanas. Cayó enfermo y se puso grave muy rápido. Contrataron oxígeno, médicos internistas y estuvo más de dos meses sin poder trabajar, esta era su segunda semana de vuelta a su vida normal. Su sueldo era el único sustento de su familia. “Es increíble que a una persona trabajadora se le haya arrancado la vida por una ineptitud”, cuenta su mejor amiga, Marisela Alvarado.
Parque Las Antenas
Nancy Lezama, de 23 años, cobró su último salario el lunes 3 de mayo. Hacía cosa de un mes que trabajaba en una tienda de ropa del Parque Las Antenas, un centro comercial a pocas estaciones de metro de casa. Conocía bien aquel lugar, el empleo en la tienda era el segundo que encadenaba allí, después de laborar durante más de un año en McDonalds. De hecho había sido allí, en la hamburguesería, donde conoció a su novio.
El lunes por la mañana, Nancy fue a trabajar. Tanya, su hermana pequeña, había cumplido años el 29 de abril. Con el salario que iba a recibir, Nancy quería comprarle un regalo, así que las hermanas convinieron que se verían en Las Antenas por la tarde, después del trabajo. Tanya llegó cuando ya anochecía. Las dos buscaron un regalo. Su madre, Bernarda, no sabe qué fue: “Todo se perdió en el accidente”, dice.
Las hermanas cenaron con el novio de Nancy y luego él las acompañó al metro. Se despidieron. Nancy le habló a Bernarda y le dijo que ya iban para casa. Esa fue la última vez que oyó su voz antes de que el metro se derrumbara. Solo Tanya sobrevivió.
El hojalatero que no llegó a la cena
Durante 30 años José Luis Hernández Martínez, de 62, había trabajado como hojalatero en el mismo lugar. Todos los días desde que se inauguró la Línea 12 del Metro, hace menos de una década, hacía el mismo camino para ir y volver a su casa. 12 paradas separaban el tramo. La noche del lunes salió del taller y tomó el tren, pero solo alcanzó a realizar la mitad de su camino. Su mujer, con quien llevaba 34 años casado, le esperaba, como cada noche, para cenar juntos.
José Luis nunca llegó. En su lugar, sonó la llamada más temida y aquella cena quedó intacta sobre la mesa. “Que le digan a mi mamá de buenas a primeras que mi papá ya estaba muerto, no es algo fácil”, dice a este periódico Luis, uno de los hijos, de 31 años. José Luis fue uno de los primeros en ser identificados entre los fallecidos de la tragedia. Padre de tres hijos, su salario en el taller de hojalatería era el único sustento de la casa, donde viven su esposa, su hija menor y el único nieto que tenía.
Este hombre, originario de Orizaba (Veracruz) había llegado a la capital hacía décadas, en busca de una vida mejor. Este miércoles, entre la indignación y el dolor, su familia reclamaba en el funeral el descuido de las autoridades. Sentían que el sur de la ciudad “no le importa a nadie”. La negligencia que mató a José Luis, dicen, podría haberse evitado. “No hicieron nada, y ahorita se murió mi marido”, lamentaba la mujer.
Una última porra para el Toluca
En uno de esos municipios rurales y pobres de la Ciudad de México, que parece imposible que siga formando parte de la capital, San Andrés Mixquic, a 40 kilómetros del centro, varias personas esperan en fila para ser rociadas con desinfectante antes de entrar al patio de una casa y despedirse para siempre de Immer del Águila Pineda, de 29 años. El pueblo, emblemático por la celebración del Día de Muertos, se vestía de negro antes de lo previsto.
Immer había estudiado Ingeniería en Sistemas y trabajaba en la aduana del aeropuerto Benito Juárez desde hacía unos siete años. Esa mañana, su hermano pequeño, Jair, lo había acompañado hasta la parada del metro Tláhuac, la primera de un recorrido de más de dos horas para llegar a su puesto de trabajo. “Él no tenía que estar en ese tren, salió antes del trabajo y un compañero lo acercó en coche hasta la parada de Tezonco, eso nos contaron ayer”, explica Jair junto al ataúd de su hermano. Tezonco fue la última estación que el tren número 19 pisó antes de desplomarse justo al alcanzar la siguiente, Olivos.
El patio de la casa de los Del Águila se ha ido llenando de familiares y hermanos de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, a la que pertenecen desde hace generaciones. Un grupo de jóvenes uniformados con pañoletas come un guisado de cerdo en salsa con arroz que unas mujeres de la misma comunidad han preparado desde temprano para el funeral. De fondo suena Aleluya. Immer era también director de una de las congregaciones de los Guías Mayores Fénix en Mixquic, una asociación religiosa similar a los boy scouts.
Pero sobre todo, cuenta Jair, su hermano “era un gran fanático del Toluca”. El club Los Diablos de Toluca se enteró a través de las redes sociales de que Immer era un gran aficionado del equipo de su padre, originario de esta ciudad, capital del Estado de México. Y el día de su funeral enviaron una corona de flores y una camiseta oficial con el número 10 estampado y el nombre de Immer del Águila. “No sabemos por qué el 10, pero justo ese número lo llevaba uno de sus jugadores favoritos, Sinha [Antonio Naelson Sinha]”, cuenta Jair. Detrás de la capilla improvisada, a la izquierda del ataúd, se observan los bloques de hormigón y las varillas de la casa que estaba construyendo Immer para sus padres: “Ese era su sueño ahora mismo. Duele mirar para allá y recordar que ya no está”.
Payaso de rodeo
Cuando había fiesta, Angélica Segura, de 43 años, preparaba tamales oaxaqueños para todos. Y parece que le salían muy buenos, porque su hermano Jesús los recuerda sin dificultad, como si la palabra fiesta fuera asociada a esa imagen, ese olor. “No platicamos demasiado la última vez que la vi, pero es que nos veíamos con frecuencia”, cuenta Jesús.
La familia Segura festeja con cierta regularidad. Les gusta reunirse y asar carne en cualquiera de sus casas, en Valle de Chalco. Un primo de Angélica recuerda la última, quince días atrás. “Estuvimos bailando Payaso de rodeo”, dice, esa canción de vaqueros bailarines que acelera y acelera… “Estaba contenta, porque casi acababa de pagar un terrenito que se había comprado”.
Angélica trabajaba en una zapatería en el centro desde hacía 15 años. Madre de dos hijos, sus dos hermanos hablan de ella como lo harían los primeros: fue la persona que los crio. “Se casó joven e hizo su vida”, dice Jesús. El 9 de mayo, el hijo pequeño de Angélica cumple 18 años. Pensaban juntarse y festejar al día siguiente, 10 de mayo, Día de la Madre. Un gran festejo. Con baile.
La historia se repite para los Díaz
La familia de Juan Luis Díaz Galicia, de 39 años, no le pudo esquivar a la tragedia, que ocurrió más de una vez. Él y su hermano se quedaron huérfanos de pequeños. Su padre falleció de forma inesperada cuando tenía solo 26 años. Su madre, apenas quedó viuda, tuvo que salir a pedir trabajo a una empresa textil para sacar adelante su truncada familia.
Juan Luis se casó hace 18 años con Juliana, una mujer que conoció en su barrio en la periferia de Tláhuac, en unas callecitas angostas que casi caen fuera de los límites de la ciudad. Un año después del matrimonio tuvieron un niño. Tal como aprendió de su madre, Juan Luis consiguió un trabajo de chófer en una empresa refresquera y se volvió el sostén económico de la familia.
La tragedia de la Línea 12 ha hecho que la historia se vuelva a repetir para los Díaz. La muerte de Juan Luis deja a una viuda y a un hijo de 17 años inmersos en el dolor y en un futuro económico incierto. “Aún no sabemos qué va a pasar con ellos”, dice el tío. La preocupación no cala, realmente, porque la familia ha salido adelante de un golpe parecido y sabe que lo volverá a hacer esta vez. “Pero es muy duro”, agrega.
La desdicha no les quita a los Díaz Galicia la actitud. El miércoles decidieron despedir a Juan Luis entre llantos y cantos, intentando recordarlo como un amante de la salsa y un loco por las Chivas, cuyos colores pintan las paredes de su casa. “El día que yo me muera, no voy a llevarme nada. Hay que darle gusto al gusto, la vida pronto se acaba”, cantaba un grupo de mariachis a las puertas del panteón.
El geek que quería conocer el mundo
De niño, Mario Alberto Bautista Sánchez, de 25 años, solía desarmarle los aparatos electrónicos a su padre para ver qué había dentro. “Decía que me los iba a arreglar, pero en vez de eso me los descomponía”, cuenta José María con una sonrisa triste. Al llegar a la universidad, Mario decidió estudiar Ingeniería en Computación. Era su pasión, y se tomaba el tiempo de compartirla con su familia, a quienes les enseñó todo lo que saben de la tecnología.
Consiguió su primer empleo en una empresa de soporte técnico en el barrio de Polanco. Después de un año como irregular, le habían avisado hacía unos días de que finalmente en mayo le iban a dar su primer contrato. Lo que tanto había esperado había llegado: quería juntar dinero para comprar una casa más grande con sus padres. Celebraron la noticia el pasado 1 de mayo, el día de su cumpleaños, en familia. Comieron pastel, cantaron las mañanitas y bailaron con su madre hasta el cansancio.
Dos días después de la fiesta, Mario Alberto volvía a su casa de la oficina. Tenía dos horas de viaje, y a mitad de camino envió un mensaje a sus padres para avisar que ya iba de vuelta. Tomó el tren de la tragedia, aquel que truncó su sueño de abrir un emprendimiento tecnológico. De tener su primer contrato, de comprar una casa y de irse a vivir un tiempo fuera de México, de conocer el mundo.
A pocos minutos de su casa
A Liliana López García, de 37 años, unos metros le arrebataron la vida. Le faltaban menos de dos paradas: Olivos, Nopalera. Poco antes de llegar a la penúltima estación, el vagón en el que viajaba se abrió en dos. Su cuñada Guadalupe no podía entender por qué estaba el martes frente a las puertas de la morgue improvisada en unas instalaciones de la Fiscalía en Iztapalapa (al sureste de la capital) esperando a que les entregaran el cadáver de la esposa de su hermano. Hacía solo unas horas estaba convencida de que aparecería en algunos hospitales de la lista.
Liliana era gerente en una tienda de ropa en una plaza comercial en Aragón, cuenta Guadalupe a este diario, y como cada día, cruzaba la maldita Línea Dorada —así se le conoce también a la Línea 12— para llegar a cenar con su esposo y su hijo de 15 años. Tenía un horario de 10 de la mañana a nueve de la noche, pues era la encargada de abrir y cerrar el establecimiento. “No le quedaba nada para llegar a casa. Estamos hablando de, ¿qué le gusta, unos minutos?”, cuenta espantada Guadalupe.
El marido de Liliana tuvo que reconocer el cuerpo de su esposa en una de las ambulancias instaladas en la Fiscalía para la identificación de los cadáveres. La noche del accidente estaba en Monterrey por un viaje de trabajo. Su celular comenzó a sonar poco antes de la media noche. Los vídeos del derrumbe del metro y la posibilidad de que Liliana estuviera en ese vagón precipitaron su regreso de madrugada en avión con la esperanza de dar con ella herida y que todo esto fuera solo una terrible pesadilla. No fue así, a las 6 de la mañana les confirmaron que el cadáver de Liliana había sido uno de los 26.
Cruz Azul y un cigarro
Desde hacía 35 años, Lorenzo Islas, de 60, trabajaba en la misma empresa, una fábrica de productos de limpieza de Iztapalapa. Como jefe del área de llenado de botellas, entraba a las 13.00 y salía a las 21.30. Luego volvía a casa. Por eso cuando sus hijos escucharon que el metro se había caído, pensaron que su padre podría estar en problemas.
Lorenzo era un hombre de rutinas. Por las mañanas, antes de ir a la fábrica, trabajaba de albañil. Por las noches, cuando llegaba a casa, iba directo al baño, fumaba allá dentro un cigarro, tomaba una ducha, se vestía, cenaba y se sentaba en la cama a ver una de esas novelas del narco que le ayudaban a dormir.
Su hijo Juan José le recuerda delgado y chaparrito, siempre bien afeitado, los zapatos boleados. Y muy del Cruz Azul, el equipo de los obreros de la capital. Su hija Nayeli evoca sus últimos tiempos, cuando por fin, después de una vida de trabajo intenso, tenía tiempo y dinero para invitar a su esposa a desayunar los domingos. Nayeli dice que su padre sentía orgullo por ello. “Lo que no pudo hacer de joven, lo estaba haciendo de viejo”, dice.
La canción que nunca sonará
El sueño de Alejandro Mendoza Vega, de 53 años, era aprender a tocar la batería. Le había hecho prometer a uno de sus hijos, músico, que algún día le enseñaría a tocar Paranoid, la canción de Black Sabbath. Una apuesta que no intimidaba al amante del rock and roll. “Él tenía la ilusión y las ganas, y eso es todo lo que se necesita, pero ya no habrá oportunidad”, dice su hijo menor.
Alejandro, un hombre alegre y muy simpático, como le recuerdan sus hijos, trabajaba como contador público en la Fiscalía General de la República. Pero lo que de verdad le gustaba eran las mascotas. Solía montar en su casa un refugio para animales que encontraba abandonados en la calle. Les rescataba y los alimentaba hasta encontrar a alguien que los pudiera adoptar.
Padre soltero, había criado a sus hijos, Alejandro y Kevin, entre discos de música y animales por doquier. De pequeños les llevaba cada fin de semana a las charreadas, un espectáculo que combinaba sus dos pasiones. Los dos perros y los siete gatos adoptados que no entienden de realidades aún esperan su regreso a casa. Un lugar donde la música tardará en volver a sonar.
La avaricia de unos pocos
Entrada la noche, las líneas del metro se vuelven el camino de regreso a casa para miles de trabajadores de la capital. Para ellos no existe pandemia que les encierre en el hogar. No ir a trabajar no es una alternativa, sencillamente porque alguien tiene que pagar la comida. Ese era el caso de Santos Reyes Pérez, de 31 años. La noche de la tragedia volvía de su trabajo como albañil en una obra en construcción. No era el empleo de sus sueños, pero era lo que llevaba el alimento a la mesa.
Con el humilde sueldo que ganaba, a veces más, a veces menos, mantenía a su esposa y a sus hijos. Nació en San Luis Potosí y la necesidad de un trabajo más estable lo arrastró a Ciudad de México varios años atrás. La covid le puso trabas a su precaria economía, pero en ningún momento dejó de pelearla, cuenta su prima Jessie Jazmín. “Pese a la situación de la pandemia, luchaba por salir adelante”, dice.
El lunes 3 de mayo salió de su casa y nunca regresó. “Es triste y sentimos mucha impotencia, por la avaricia de unos perdió la vida no solo un buen padre, esposo y primo, sino un excelente ser humano”, afirma su prima. El pedido de justicia por esa vida robada, como en muchas de las familias de las víctimas fatales de la tragedia, se alza con dignidad. “No solo por él, sino por todas las personas que perdieron la vida esa noche”.
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