La guerra sume a la agricultura israelí en la mayor crisis de su historia
Las cosechas se pudren cerca de Gaza y Líbano. Las autoridades traen a toda prisa trabajadores de la India, Malaui y Sri Lanka para suplir la marcha de tailandeses, el veto a palestinos y la llamada a filas de israelíes
Amos Trabelsey nos sugiere dejar de lado la timidez y arrancar directamente de la rama todos los tomates que queramos llevarnos a casa. “Se van a acabar pudriendo, si no. No hay nadie para recogerlos”, cuenta con más pragmatismo que autocompasión en su hoy vacío invernadero en el moshav (cooperativa agrícola) Sharsheret, a 14 kilómetros de Gaza y en una larga llanura considerada “la huerta de Israel”. Unas 45 personas trabajaban para este pequeño empresario agrícola hasta el ataque de Hamás el 7 de octubre, que llegó a las puertas de Sharsheret ...
Amos Trabelsey nos sugiere dejar de lado la timidez y arrancar directamente de la rama todos los tomates que queramos llevarnos a casa. “Se van a acabar pudriendo, si no. No hay nadie para recogerlos”, cuenta con más pragmatismo que autocompasión en su hoy vacío invernadero en el moshav (cooperativa agrícola) Sharsheret, a 14 kilómetros de Gaza y en una larga llanura considerada “la huerta de Israel”. Unas 45 personas trabajaban para este pequeño empresario agrícola hasta el ataque de Hamás el 7 de octubre, que llegó a las puertas de Sharsheret y lo cambió todo.
Miles de trabajadores extranjeros (sobre todo tailandeses, aunque también nepalíes o tanzanos) regresaron a su país tras el asesinato o secuestro de decenas de sus compatriotas. Los jornaleros palestinos ―la otra mano de obra clave― vieron revocados (los gazatíes) o paralizados (los cisjordanos) sus permisos de ingreso. Y muchos israelíes que trabajaban en la agricultura fueron evacuados a otras zonas del país o llamados a filas como reservistas. Unas y otras ausencias dejan hoy en los alrededores de Gaza terrenos vacíos, tractores aparcados y un silencio que permite oír con aún más claridad los bombardeos a pocos kilómetros e ilustra “la mayor crisis para la agricultura del Estado de Israel desde su creación”, en 1948, como la ha definido en el Parlamento el director general del ministerio del ramo, Oren Lavi.
El Gobierno está intentando llenar el vacío con voluntarios, incentivos económicos para quienes se atrevan a trabajar cerca de Gaza o Líbano (donde caen más proyectiles) y, sobre todo, trayendo a toda prisa mano de obra, principalmente de la India, Malaui y Sri Lanka, que ha compensado notablemente las ausencias, pero sus condiciones preocupan a las asociaciones de derechos humanos. Un trabajador indio murió el mes pasado por un proyectil antitanque lanzado por la milicia Hezbolá. Era una zona fronteriza evacuada de residentes por seguridad, pero en la que él y otros indios y tailandeses estaban contratados en un vergel.
Trabelsey, de 66 años, muestra las ramas secas de los tomates y los espacios que normalmente estaría preparando para berenjenas y pimientos. La implacabilidad de los ciclos de siembra, cuidado y recolección, explica, casan muy mal con la incertidumbre de una guerra que ha superado ya los cinco meses y sin un final claro.
“Para esto hacen falta unas 30 personas. Yo solo no puedo”, cuenta. Acaban de llegar cinco de Malaui. Hosea Tchawango, de 34 años, hace una pausa en la faena para contar que se enteró de la oportunidad laboral en su iglesia local. “Antes de llegar, no tenía claro que fuese a trabajar tan cerca de Gaza”, admite. “Sí sabía que venía a una zona de guerra… De todos modos, a mí me han garantizado que es seguro y yo les creo”, dice con más dudas en su rostro que en sus palabras. En Malaui, añade, ganaba 200.000 kuachas (unos 110 euros) mensuales; aquí, unos 6.000 séquels (1.500 euros).
La zona en torno a Gaza ―fértil y salpicada de kibutzs como los atacados el 7 de octubre― es pequeña, pero genera el 25% de los cultivos nacionales. En algunos productos, aún más: de ahí procedían el 60% de las patatas, el 57% de la cebada, el 47% de los tomates y el 38% de los repollos. Sus precios han subido en los supermercados, pero no están desbocados.
“Sin nuevos trabajadores, será el fin”
Ilan Yojanan sigue trabajando en el moshav Ein Habsor, a siete kilómetros de Gaza, pese al recuerdo de combatir aquel día con milicianos palestinos ―que les disparaban con lanzagranadas― para impedir que entrasen. Opera al 40% de actividad por falta de manos. Siete de los 32 tailandeses que cultivaban sus lechugas se han quedado. Ha contado además con el apoyo de voluntarios israelíes y, durante mes y medio, de jornaleros de Sri Lanka. “Si no viniesen los voluntarios, estaría directamente arruinado. Pero, honestamente, si no llegan nuevos trabajadores será el fin. A los voluntarios les pido cosas más técnicas, de mantenimiento, porque hay otras que pueden parecer fáciles vistas desde fuera, pero no lo son. Es muy duro físicamente plantar una lechuga para quien no lo ha hecho en su vida”, señala.
Nurit Gil, de 42 años, sí sabe plantar lechugas, aunque está más acostumbrada a organizar grupos para protestar contra el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, así que coordina desde hace cinco meses un minibús de voluntarios, como ella, para ayudar a los agricultores. Han madrugado para llegar desde Tel Aviv y ensamblan las enredaderas en el invernadero con más voluntad que maña. Al principio, el Estado financiaba el transporte; ahora, una ONG, Lev Ehad. “Como todo Israel, el 8 de octubre estaba en estado de pánico. Tuve el instinto activista de hacer algo, también por salud mental”, cuenta al final de la jornada. Gil admite que su aportación es “bastante pequeña”, pero nota el agradecimiento de los agricultores. “Soy muy crítica con lo que hace el ejército en Gaza y siento la necesidad de dar algo a la sociedad, así que esta es mi batalla”, resume. Tiene tiempo, porque es arquitecta y la guerra tiene la construcción a medio gas.
Antes de la guerra, 29.900 extranjeros trabajaban en la agricultura israelí; la mayoría, tailandeses. Al comenzar, cerca de 10.000 regresaron a sus países de origen. Además, entre 10.000 y 12.000 palestinos quedaron vetados. Cientos de miles de israelíes fueron reclutados como reservistas, “no se presentaron a trabajar por miedo” o fueron evacuados (justo de la “huerta de Israel”), lo que les hace “muy difícil llegar al lugar de trabajo”, explica el Ministerio de Agricultura.
Las autoridades han tomado medidas que algunos agricultores ven como parches. Por una parte, un acuerdo bilateral con Sri Lanka. Con el resto de países, contrataron unas 3.000 personas a través de empresas privadas de personal. Además, han eliminado temporalmente el tope de cinco años de estancia de los trabajadores extranjeros. Normalmente, al llegar ese momento, se tienen que ir o quedarse de manera irregular, en una política destinada a mantener la mayoría demográfica judía. Para los israelíes que trabajen en las zonas fronterizas, hay un incentivo de 2.000 séqueles (500 euros). Se estima que hay ya el mismo número de trabajadores extranjeros que antes de la guerra, pero la mesa no se sostiene porque le faltan las otras dos patas: palestinos e israelíes.
También se apela al nacionalismo. En los cajones de los supermercados se pueden ver frutas y verduras marcadas con la bandera nacional y una frase animando a comprar producto israelí. “No quiero que el consumidor tenga que dudar entre un tomate del Aravá [sudeste de Israel] o de Turquía”, dijo Lavi en el Parlamento, después de que el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, pasase de buscar fecha para una visita oficial de Netanyahu ―semanas antes de la guerra― a describirle como “peor que Hitler”.
Ayal Kimhi, profesor de economía agrícola en la Universidad Hebrea de Jerusalén y vicepresidente del Instituto Shoresh de Investigación Socioeconómica, recuerda que el sector también sufrió en los Altos del Golán (territorio sirio ocupado por Israel desde 1967) en la Guerra del Yom Kipur de 1973 y por los cierres al acceso de trabajadores palestinos, sobre todo en la Segunda Intifada (2000-2005), pero nunca ha vivido una crisis similar. Teme más, sin embargo, los riesgos de que la situación se prolongue. No por el impacto en la economía, que ―como en el resto de países desarrollados― apenas supone un 2% del PIB, sino por la seguridad alimentaria. “Ya la pandemia de la covid puso de relieve su importancia. E Israel no puede depender de que un país como Turquía decida frenar las exportaciones en una situación como esta”, señala. “Traer trabajadores de otros países no es una solución a largo plazo”, concluye.
El nuevo judío con un azadón en la mano
La agricultura, un importante sector económico de Israel tras su creación, ha perdido mucho peso, pero retiene una importante dimensión simbólica: los pioneros sionistas ensalzaban en cárteles el trabajo de la tierra (que los judíos tuvieron vetado poseer en Europa durante siglos) y retrataban al “nuevo judío”: decidido, musculoso y con un azadón en la mano.
La crisis no afecta solo a la “huerta de Israel”. También a la frontera con Líbano, la zona con más evacuados (unos 80.000). Concentra el 40% de los cultivos de frutas de hoja caduca y subtropicales, principalmente aguacates, uvas para vino, ciruelas y mangos, según datos del Ministerio de Agricultura. Todos los días caen allí proyectiles, en un creciente conflicto entre Israel y Hezbolá opacado por la magnitud de la destrucción y el hambre en Gaza.
Uno de ellos mató el pasado día 4 a uno de estos nuevos trabajadores extranjeros despachados a toda prisa para salvar la agricultura nacional. Patnibin Maxwell, indio de 31 años, había llegado dos meses antes para mandar dinero a su mujer embarazada y su hija de cinco años. La Embajada india en Tel Aviv exhortó a sus nacionales a “reubicarse en zonas seguras” del país, “especialmente los que trabajan o visitan zonas fronterizas en el norte o en el sur”.
Orit Ronen, coordinadora de agricultura en Kav LaOved, ONG israelí que defiende los derechos de los trabajadores extranjeros, explica por teléfono los problemas que afrontan: “Tienen que pagar 1.000 dólares [915 euros] para poder venir y nunca perciben el salario mínimo. De lo que veo, no estoy segura de que tengan claro adónde han venido. Algunos acaban a cinco kilómetros de Gaza o en el norte. Además, los israelíes suelen tener coche; ellos, no, y se frustran al descubrir que en esas zonas no hay sitios abiertos para comprar comida”.
Andrew Lyman tiene 27 años, es graduado en Ciencias Ambientales en la Universidad de Lilongüe y forma parte de la primera cohorte de malauis que llegó en noviembre. “El salario reflejado en el contrato es distinto al que percibimos. Yo recibo 22,5 séqueles la hora (5,6 euros), cuando según el contrato debería recibir 35 séqueles (casi nueve euros)”, protesta. La falta de claridad sobre las condiciones ―como la diferencia entre salario bruto y neto, y lo que se pierde al pasar las remesas de séquel a dólar y, luego, de dólar a kwacha― está detrás del descontento que ha hecho que hasta 23 malauis hayan abandonado las tierras. “Algunos se han ido a trabajar a la construcción, donde cobran más”, explica el agricultor Yojanan.
El cónsul honorario de Malaui en Israel, Nir Gess, señala que hay más de 1.000 malauís trabajando en granjas del Estado judío. “Puede que en cinco años haya 50.000 malauís en Israel, pero por ahora no podemos proveer la demanda de 100.000 porque los trabajadores no están lo suficientemente capacitados”, apunta.
El país, uno de los más pobres del mundo y aliado de Israel, firmó en noviembre una serie de acuerdos para facilitar el envío de jóvenes ―a través de empresas privadas― a trabajar en el sector agrícola, una medida criticada por las organizaciones de derechos humanos y la oposición debido a los riesgos para los empleados y al secretismo de los acuerdos, que no se anunciaron sino unos días antes de que partiese el primer grupo, de 221. “Deben tener entre 23 y 35 años, un índice de masa corporal y una altura entre los parámetros demandados, estar en posesión de un pasaporte válido al menos por cuatro años y demostrar que no tienen antecedentes penales”, explica Justin Kangulu, director de Workers for Arava Farmers, una agencia de contratación que se encarga de reclutarlos.
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