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Júbilo y misiles en la recién liberada Jersón: “Hemos esperado esto mucho tiempo”

Los habitantes de la ciudad recuperada por las fuerzas ucranias vuelven a las calles en un escenario de casas destruidas y cadáveres abandonados y con los militares rusos a solo un kilómetro

Cristian Segura

Algo inaudito sucede estos días en Jersón, la ciudad ucrania que se ha convertido en el principal símbolo del retroceso de Rusia en la guerra. Los habitantes de esta localidad del sur de Ucrania, liberada el viernes tras más de ocho meses de ocupación rusa, deambulan sonrientes por la avenida Ushakova, principal eje del municipio. Es la primera vez desde febrero que se atreven a dar un paseo, a charlar con los amigos a la luz del día mientras ven jugar a sus niños. Los vecinos de Jersón se sienten felices por haber dejado atrás el miedo que infundían las tropas rusas, pero la muerte continúa acechándolos: las posiciones rusas se encuentran a tan solo un kilómetro y el cielo retruena constantemente con el ruido de la artillería.

La plaza de la Libertad, donde se ubica la sede de la Administración provincial, es un hervidero de ciudadanos que quieren compartir su felicidad. Allí han quedado para la posteridad las banderas ucrania y de la Unión Europea que los partisanos locales colocaron el mismo día que los rusos abandonaron Jersón. También es donde el Gobierno regional ha instalado una antena de telefonía y conexión de internet. Una semana antes de retirarse de la única capital de provincia que habían conquistado desde febrero, las fuerzas rusas sabotearon el suministro de agua, electricidad y la red de telefonía. Los suministros no llegan a los hogares de Jersón, pero esto no es motivo para aguar la fiesta de Olena Dvornikova y de Jana Gutnik. “Nos da igual que no nos podamos duchar o que no tengamos luz, hemos estado esperando este momento mucho tiempo, teníamos la moral por los suelos”, dice Dvornikova. Las dos amigas acudieron el lunes a la plaza para ver al presidente ucranio, Volodímir Zelenski, en una visita sorpresa cargada de simbolismo. Mientras Zelenski hablaba, se oían de fondo los golpes de los cañones ucranios, situados a escasos kilómetros.

El presidente ucranio, Volodímir Zelenski, visita este lunes la recién liberada ciudad de Jersón.
El presidente ucranio, Volodímir Zelenski, visita este lunes la recién liberada ciudad de Jersón.OLEG PETRASYUK

La visita fue relámpago, de media hora. El mandatario tuvo tiempo de responder algunas preguntas, presidir una ceremonia de izado de bandera y saludar a militares y a gente que estaba presente. Horas después de marchar, muchos vecinos todavía no se creían que Zelenski hubiera estado en la ciudad, a tan pocos kilómetros de las tropas rusas. El presidente confirmó que había asumido un elevado riesgo al acercarse tanto al frente, pero explicó que debía su apoyo a la población local y a las tropas.

Junto a Zelenski se desplazó una comitiva de dos centenares de periodistas de diferentes medios de todo el mundo, entre ellos EL PAÍS. El Estado Mayor ucranio está restringiendo de forma draconiana el acceso de los medios de comunicación al frente de Jersón, y en los dos últimos días ha retirado la acreditación para trabajar en Ucrania a varios reporteros que accedieron a la provincia sin la autorización militar, entre ellos a profesionales de las televisiones CNN y Sky News. El viaje requirió de fuertes medidas de seguridad que se demostraron justificadas: dos obuses impactaron a escasos 100 metros de los autocares de prensa durante un alto en el camino.

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Jersón sigue marcada por los meses bajo control ruso. Todavía hay multitud de carteles de propaganda de Moscú colgados en las calles proclamando la unidad nacional de Rusia y de Ucrania, además de anuncios de compañías de telefonía del país invasor o avisos recomendando a la población que solicite los pasaportes. Algunos monumentos, como el del almirante zarista Ushakov, fueron arrancados de su pedestal y trasladados a la orilla oriental del río Dniéper, donde el invasor ha situado sus líneas de defensa. La ruta hacia Jersón está salteada por impactos de misiles, columnas de humo, casas destruidas y restos de blindados calcinados. Pelotones de soldados rastrean la zona buscando munición rusa abandonada, para ser aprovechada, y los equipos de desactivación de minas trabajan sin cesar. También es fácil toparse con escenas macabras, como la de una gasolinera bombardeada en el acceso occidental a Jersón en la que yacía un cadáver abandonado.

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La ciudad es ahora el frente de guerra y un portavoz del Alto Mando Sur de las Fuerzas Armadas Ucranias confirmaba a este diario que la evacuación de los barrios próximos al río es una posibilidad: “Dependerá del momento de las operaciones militares”. Esta misma fuente aseguraba desconocer qué porcentaje de la población continúa en Jersón. En verano, el ejército ucranio afirmaba que la mitad de sus 300.000 habitantes habían abandonado el municipio, aunque la cifra puede ser más elevada por el traslado de 60.000 personas hacia territorio controlado por Rusia. El Gobierno de Kiev afirma que miles de ellos fueron llevados a la fuerza. Dvornikova y Gutnik, que tienen a sus hijos en Alemania, niegan conocer a nadie que se haya desplazado obligatoriamente a territorio ruso, aunque aseguran que sí ha sido así.

Oleksander Koshkin sí tiene familiares que voluntariamente se refugiaron en Crimea este otoño, cuando los bombardeos se intensificaron a medida que las Fuerzas Armadas Ucranias se acercaban a Jersón. Koshkin y su mujer habían preparado el lunes té, kompot caliente (una bebida casera de frutas típica de algunos países del Este), pan con embutido y queso para repartir entre los soldados. La gente se arremolinaba en torno a las tropas para hacerse fotos con ellas y obsequiarles con lo que podían. Koshkin admitía tener miedo por lo que les podía deparar el futuro, ahora que se encuentran en la línea cero de la guerra, pero decía sufrir más por su hermana, en Crimea: “Si nuestras tropas consiguen proseguir con la ofensiva, cruzando el río, Crimea quedará aislada de Ucrania y ella no podrá volver”.

En la plaza mayor se reúne gente para cargar la batería de sus móviles en generadores instalados por el Ayuntamiento. También corretean niños detrás de los soldados para que les regalen identificaciones de los diferentes batallones destacados en la ciudad. Danil, un adolescente de 14 años, ha conseguido 10 escudos de diferentes regimientos; su favorito es el blanco y negro de una conocida unidad de las fuerzas especiales que lleva el nombre y símbolo de un personaje cinematográfico, Predator, el alienígena cazador. Danil replica cuando se le pregunta si pedía los emblemas al ejército ruso: “¡Por supuesto que no!”.

Oleg Timkov, periodista local y poeta, cuenta que vio a unidades chechenas, a los cuerpos de élite rusos y a multitud de batallones de las regiones asiáticas de Rusia. “Yo, como todo el mundo, los evitaba, los observaba y escuchaba, pero los esquivaba, infundían terror”. Los peores, afirma Timkov, eran los ucranios prorrusos separatistas de Donetsk. “En Jersón tenían colaboradores que delataban dónde podían encontrar a veteranos de la guerra en Donbás, a mi edificio vinieron y se llevaron a unos cuantos; no los hemos vuelto a ver”. “La gente no salía de casa por miedo, sobre todo las mujeres y las chicas de mi edad”, recuerda Anna Voloshena, de 17 años. Ella prosiguió sus estudios a distancia; solo las escuelas que instauraron las autoridades ucranias colaboradoras de los rusos, con temario de ese país, podían dar clases presenciales. “Pero solo duraron abiertas un mes”, afirma Voloshena, “porque nadie iba a ellas, por miedo y porque era algo extraño”. Los ucranios que más se significaron en su cooperación con la ocupación rusa fueron evacuados a la orilla oriental del Dniéper, a zonas de la provincia de Jersón todavía bajo control de las fuerzas del Kremlin.

El enemigo, a un kilómetro

Los vecinos que residen cerca del río admiten que sufren por su vida. Dvornikova y Gutnik tienen sus hogares cerca del puente Antonov, dinamitado por las tropas rusas en su retirada. Las dos amigas coinciden en que las jornadas de evacuación de los soldados invasores fueron las peores porque las fuerzas ucranias bombardeaban la zona prácticamente las 24 horas. Admiten que no se acercan a la orilla; también el adolescente Danil reconoce que no le permiten acercarse al Dniéper. Natalia Molchan, una mujer jubilada que reside en los barrios más occidentales, explicaba que el domingo fue a pasear a las playas del río, para comprobar si podía ver a los rusos en la otra orilla: “Están muy lejos, el río es muy ancho, un kilómetro. No hay más peligro allí que en el resto de la ciudad”.

Representantes del ejército y analistas militares advierten desde la semana pasada de que Jersón corre un serio peligro de quedar arrasada si las defensas rusas deciden bombardearla. Thibault Fouillet, militar francés y experto de la Fundación para la Defensa Estratégica, detalla en una entrevista telefónica que si el Estado Mayor ruso decide bombardear Jersón, no será una decisión lógica desde el punto de visita militar: “En el núcleo urbano no se ubican de momento las fuerzas ucranias; si atacan la ciudad, como han hecho en otros lugares durante la invasión, es por una decisión política”. Fouillet concluye que lo más sensato, en el caso de que Ucrania decida proseguir la contraofensiva al otro lado del Dniéper, será evacuar Jersón para evitar víctimas civiles y facilitar el movimiento de unidades militares. “Pero son necesarios varios meses, por lo menos, para que acumulen suficientes unidades y armamento para lanzar una ofensiva así, porque cruzar un río es quizá la operación bélica más difícil para un ejército”.

“Si yo viviera en Jersón y no fuera militar, saldría de allí cuanto antes, esa ciudad es el frente”, añade Fouillet. Sus ciudadanos no opinan como él. “Hemos sufrido mucho, estaremos un mes celebrando esta victoria”, afirmaba la médica Marina Maksimchuk. Ella y su hija ondeaban banderas nacionales mientras desde la periferia de Jersón llegaba el estruendo de la artillería ucrania: la guerra para ellas continúa a las puertas de su casa.

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Sobre la firma

Cristian Segura
Escribe en EL PAÍS desde 2014. Licenciado en Periodismo y diplomado en Filosofía, ha ejercido su profesión desde 1998. Fue corresponsal del diario Avui en Berlín y posteriormente en Pekín. Es autor de tres libros de no ficción y de dos novelas. En 2011 recibió el premio Josep Pla de narrativa.

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