¿Pueden los científicos ayudar a la democracia?

El conocimiento puede hacer más manejable las diversas crisis, el reto es cómo contribuye a diseñar políticas concretas

Quintatinta Con Foto De Getty Images

Nunca como ahora se había dispuesto de tanta información y de tanto conocimiento acumulado, y, sin embargo, las democracias afrontan una significativa falta de acuerdo sobre el diagnóstico de los problemas que las aquejan. La dificultad de contrastar lo que en cada momento aparece como noticia proyecta un velo de incertidumbre y desconfianza que no propicia un debate fiable sobre causas, efectos y decisiones a tomar. La combinación de riesgos, amenazas y problemas enquistados, que algunos denominan policrisis, ...

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Nunca como ahora se había dispuesto de tanta información y de tanto conocimiento acumulado, y, sin embargo, las democracias afrontan una significativa falta de acuerdo sobre el diagnóstico de los problemas que las aquejan. La dificultad de contrastar lo que en cada momento aparece como noticia proyecta un velo de incertidumbre y desconfianza que no propicia un debate fiable sobre causas, efectos y decisiones a tomar. La combinación de riesgos, amenazas y problemas enquistados, que algunos denominan policrisis, está haciendo cada vez más difícil saber por dónde orientar las políticas a desplegar por parte de los poderes públicos. No es solo que se desconozcan las respuestas a los retos planteados, es que resulta sumamente complicado definir y delimitar con exactitud cuál es el problema específico que se quiere afrontar.

Decía Jorge Wagensberg, en uno de sus célebres aforismos, que la historia de la ciencia es la historia de las buenas preguntas, mientras que la historia de las creencias es la historia de las buenas respuestas. Sirva la cita para poner de relieve que ciencia y política tienen objetivos y orientaciones distintas. Sirve también para explicar, en parte, las dificultades en que se encuentran los sistemas políticos de todo el mundo a la hora de tratar de dar respuesta a los retos urgentes que, de manera unánime, la ciencia ha planteado. Unos, los científicos, muestran evidencias, acumulan estudios e investigaciones, señalan los riesgos de que se alcancen puntos de inflexión que no permitan ya remedio alguno. Otros, los políticos, estarán más o menos de acuerdo con el diagnóstico según sean los valores que les guían, pero su día a día es navegar entre todo tipo de dificultades, intereses y presiones, buscando respuestas que puedan aprobarse en el seno de las instituciones legitimadas para decidir en nombre de todos.

El entonces presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, dijo en 2007 que “todos sabemos lo que hay que hacer, lo que no sabemos es cómo conseguir ser reelegidos una vez lo hayamos hecho” (The Economist, 15-3-2007). Es una manera clara de exponer cómo los problemas que responden a retos globales y de medio y largo plazo son a menudo postergados por otros quizás de menor rango, pero mucho más significativos a corto plazo para mantenerse en el poder, en ese constante tejer y destejer de las contiendas electorales.

Más allá del “politics as usual

Hay cada vez menos espacio para seguir con el “politics as usual” (la “política de siempre”). La pluralidad social ha ido en aumento (se discuten más los objetivos), y por otro lado, ha aumentado la incertidumbre sobre los efectos no deseados que la respuesta puede acabar generando. No es fácil seguir trampeando con medidas incrementalistas, cuando no puede darse por supuesto que se dispondrá de más recursos y, sobre todo, cuando la reiteración y pervivencia de los problemas no resueltos los acaba convirtiendo en “problemas malditos”. En esta situación de incertidumbre extrema, las alternativas que se generan desde la esfera política no resultan muy halagüeñas. Por un lado, están los que se atrincheran en la negación de los problemas, aludiendo a la falta de consistencia científica de los diagnósticos emitidos, al hecho de que las propuestas que se plantean son poco realistas e inalcanzables o, incluso, al hecho de que responden a una suerte de conspiración internacional global para menoscabar la libertad. Otros prefieren generar maniobras de distracción que sitúen la atención en aspectos que disparan prejuicios colectivos que identifican en “los otros” todo lo malo que nos pasa. Lo cierto es que cada vez queda menos tiempo y menos espacio para “esperar y ver qué pasa”.

En Europa, la lejanía y la relativa opacidad de los escenarios europeos de decisión han permitido elaborar “políticas sin política”, supliendo así las dificultades de los Estados miembros para alzar la vista y tomar decisiones de políticas públicas más a medio y largo plazo. Y, así, no ha sido extraño utilizar a la Unión Europea como chivo expiatorio que justificara decisiones incómodas. Pero esta distribución de roles ha ido perdiendo fuelle. Se incrementa la politización de la escena europea. Hay más gente descontenta con una globalización que la deja atrás. La restricción del gasto en la crisis de 2008 tampoco ayudó. Y a ello se añade el uso que la extrema derecha está haciendo de la erosión del estatus y de la identidad nacional que la policrisis y los movimientos migratorios generan.

El camino de la ciencia

Volviendo a Wagensberg, “complejidad más anticipación es igual a incertidumbre más acción”, y, para ello, nada mejor que acudir a la ciencia. La situación de policrisis es extremadamente compleja, ya que cada uno de sus componentes interactúa con otros y afecta a múltiples intereses y actores, situados en todas las escalas posibles, desde la global hasta la más cercanamente local. El conocimiento, la ciencia, nos pueden ayudar a hacer más manejable esa infinita complejidad, sin reducir precisamente la riqueza de matices de esa realidad. Otra cosa es que lo que nos diga la ciencia nos sirva para elaborar y poner en práctica una política concreta de respuesta.

No se trata de establecer una conexión directa entre ciencia y decisiones políticas, ya que ello implicaría socavar los cimientos del propio sistema democrático, que basa su fuerza y resiliencia en el hecho de incorporar al proceso decisional al conjunto de la ciudadanía con derecho a voto que vive precisamente en las circunstancias problemáticas que se pretenden mejorar. De lo que se trata es de entender que su propia vivencia tiene importancia y sirve para modular lo que desde una perspectiva estrictamente científica se considera relevante. Tampoco se trata de que prohibamos opinar en contra de la evidencia. El derecho a la duda es plenamente legítimo en democracia. Como lo es el permitir que se luche contra los fundamentos del propio sistema democrático si se utilizan de manera correcta los requisitos y las reglas que la democracia tiene establecidos para disentir. Lo cual no implica que los defensores de la democracia no hagamos todo lo posible para aumentar y reforzar la relación entre evidencias científicas, conocimiento disponible y solidez de las decisiones políticas a tomar frente a los retos que colectivamente tenemos planteados.

Las decisiones públicas, por técnica y científicamente sólidas que sean, no por ello son socialmente neutrales, ya que generan costes y beneficios, perdedores y ganadores. A nuestro entender, cuando se habla de Ciencia para las Políticas Públicas (Science for Policy), se quiere relacionar más intensamente conocimiento, actores, intereses y decisión, con la pretensión de mejorar la eficacia de las medidas a tomar sin menoscabar los fundamentos pluralistas y abiertos del sistema democrático.

Uno de los fundamentos esenciales de la democracia es el libre debate sobre problemas, soluciones y vías para avanzar. La ciencia ha incorporado en su forma de hacer la falsabilidad como método y ello le permite ir cambiando de opinión a medida que aumenta el conocimiento sobre la realidad. Solo son definitivas las falsedades. Lo preocupante es que hemos aumentado enormemente nuestra capacidad de generar evidencias científicamente sólidas y, al mismo tiempo, ha aumentado extraordinariamente la difusión de falsedades sin solidez alguna. Nos falta una conexión mayor entre la elaboración del conocimiento y del progreso técnico, muy centrada en los hechos, y el mundo de las decisiones políticas, que, desde los valores que informan su acción, se ocupa de los efectos que tales decisiones tendrán sobre el conjunto de la población. Relacionar mejor hechos y valores, buscando políticas que puedan articularse en el complejo mundo de las ideas, intereses y efectos, debería ser un objetivo prioritario de las democracias avanzadas.

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