Patricia Churchland, la filósofa que se fija en las neuronas
La neurofilósofa canadiense es pionera en el estudio de la relación entre el cerebro y nuestras ideas
Patricia Churchland, una de las mayores expertas en neurofilosofía del mundo, llega a la cita después de una mañana ajetreada al teléfono con otros colegas. Noam Chomsky había publicado un ensayo en The New York Times sobre los puntos débiles de ChatGPT, la herramienta de inteligencia artificial. La propia Churchland (Oliver, Canadá, 79 años) expone sus críticas. “Sus limitaciones no son la cantidad de información que puede manejar, sino ten...
Patricia Churchland, una de las mayores expertas en neurofilosofía del mundo, llega a la cita después de una mañana ajetreada al teléfono con otros colegas. Noam Chomsky había publicado un ensayo en The New York Times sobre los puntos débiles de ChatGPT, la herramienta de inteligencia artificial. La propia Churchland (Oliver, Canadá, 79 años) expone sus críticas. “Sus limitaciones no son la cantidad de información que puede manejar, sino tener metas, empuje o preocupaciones. Y probablemente muchos aspectos de la toma de decisiones o el aprendizaje morales. Carece de lo que todos los mamíferos tienen, básicamente, que es la capacidad de cuidar de los demás”, señala la profesora emérita de la Universidad de California en San Diego.
En su más reciente libro, Conscience: The Origins of Moral Intuition (2019), Churchland abordaba cómo el conocimiento biológico del cerebro explica que somos seres conscientes. Los humanos compartimos la forma como está conectado nuestro sistema nervioso, pero nuestras opiniones del bien y del mal pueden diferir más allá de nuestra experiencia. Años antes, la científica ya se fijaba como objetivo tender un puente entre lo que es la mente y nuestro cerebro. En El cerebro moral, publicado en español en 2012, Churchland habla de la importancia de la oxitocina, la molécula que es crucial para mantener la presión de la sangre y el balance de líquidos. Pero no sólo. También ha sido asociada a la confianza, la tolerancia a los demás y su capacidad para reducir el miedo.
Churchland creció en Canadá, en una granja de la Columbia Británica. En su casa no había televisión. El entretenimiento principal en la pequeña comunidad de menos de 4.000 personas al oeste canadiense estaba en las conversaciones que tenían su padre, un granjero que también editaba un pequeño periódico, y su madre, una enfermera devota. Ninguno había acabado el instituto, pero eran curiosos y se hacían grandes preguntas sobre el medio ambiente, la vida y la religión.
Patricia llegó a la universidad queriendo ser abogada, pero en los primeros años se interesó en la filosofía. Pensó que, si queremos entender la naturaleza del conocimiento y la memoria, debemos entender el cerebro. Y que iba a encontrar en la universidad a mucha gente que le preocupara eso mismo. “Por supuesto que no fue así”, ríe Churchland. En Pittsburgh, donde se especializó, encontró a un compañero que tenía la misma curiosidad, además de bases científicas y de ingeniería. Su nombre era Paul Churchland, quien es hoy su esposo y uno de los líderes en el campo de la neurofilosofía junto con Patricia.
En la Universidad de Manitoba, adonde llegó para hacerse cargo de su primera cátedra, Patricia Churchland fue testigo de una escena protagonizada por un antiguo decano. Un tipo ya mayor, muy distinguido, que comenzó a hablar unos minutos cuando de pronto, y sin aviso, comenzó a llorar. Lloró de la forma más horrible. De repente paró. “Yo estaba muy interesada en todo ello cuando el profesor dijo: ‘Lo lamento, sufrí un golpe en el tronco encefálico y de pronto se estimula el circuito que provoca el llanto. Parezco triste, pero no lo estoy”, recuerda Churchland, a quien le llamó la atención cómo una reacción física estaba desprovista de sentimiento.
Aquella escena fue determinante. A partir de ahí, Churchland comenzó a acudir a las mismas clases que los estudiantes de Medicina de primer año. Estudió Anatomía y diseccionó un cerebro humano para aprender de las neuronas y las sinapsis. La experiencia le sirvió para dar forma a Neurofilosofía, el libro pionero que publicó en 1986 y en el que disecciona las novedades científicas sobre las funciones cerebrales, y que ha resultado determinante para la disciplina.
En El error de Descartes (1994), Antonio Damasio, reputado neurocientífico, habla de un fenómeno común entre los pacientes con lesiones cerebrales. Muchos de ellos consideran que sus síntomas son afectaciones a su ser consciente, cuando no es así. En su obra, Damasio cita el trabajo de los Churchland como prueba.
Las revoluciones que Churchland preveía hace casi 40 años ya están en desarrollo. La primera es la optogenética, un proceso descubierto por Karl Deisseroth, profesor de Bioingeniería en Stanford, que ha permitido manipular la conducta de ratones mediante estímulos lumínicos enviados al cerebro. “Ha probado que podemos hacer algo que sabíamos que necesitábamos en la neurociencia: encontrar qué hace una población de células”, señala la académica. La magia del cerebro no está en las células individuales, sino en grupos. “En ellos se representa la idea de que la Tierra es redonda o que está lloviendo afuera. Pero sin una técnica para acceder a estas poblaciones era difícil saberlo”, asevera.
El otro frente es el de las redes neuronales, una inteligencia artificial compuesta de algoritmos y fórmulas matemáticas que emulan al pensamiento humano. Las redes han dado a la ciencia modelos matemáticos más certeros para proyectar cientos de millones de parámetros, similares a las células humanas (en el caso de ChatGPT se trata de miles de millones de parámetros). “No es muy claro lo que saldrá de la unión entre la neurociencia y las redes neuronales, pero será algo muy diferente a lo que los científicos estudiaban hace 20 años”.
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