Arquitectura y prisión: la difícil tensión entre “necesidad de confinar” y la “ética de la libertad”

Los sectores sociales más punitivistas o la presión por reducir el gasto público han hecho de las cárceles modernos lugares más hostiles y deshumanizantes que las antiguas

La barcaza Bibby Stockholm, una prisión flotante en la británica Isla de Portland, con capacidad para algo más de 500 personas y diseñada por el gobierno de Reino Unido para recluir a migrantes irregulares.Dan Kitwood (Getty Images)

La prisión: símbolo del poder del Estado moderno sobre sus ciudadanos, punto de observación privilegiado desde el que asistir a las transformaciones sociales y culturales de los últimos tres siglos, dispositivo en el que se ensayan los procedimientos disciplinarios y de control que más tarde se aplicarán en todos los ámbitos, objeto de especulación filosófica, protagonista de acalorados debates políticos y escenario de innumerables ficciones.

Pero mucho antes (antes también de considerar su transformación en negocio o industria y, eso sí, sorteando u obviando el problema central: su nat...

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La prisión: símbolo del poder del Estado moderno sobre sus ciudadanos, punto de observación privilegiado desde el que asistir a las transformaciones sociales y culturales de los últimos tres siglos, dispositivo en el que se ensayan los procedimientos disciplinarios y de control que más tarde se aplicarán en todos los ámbitos, objeto de especulación filosófica, protagonista de acalorados debates políticos y escenario de innumerables ficciones.

Pero mucho antes (antes también de considerar su transformación en negocio o industria y, eso sí, sorteando u obviando el problema central: su naturaleza punitiva), la prisión es el hogar de la población reclusa que, en España y según datos del Poder Judicial de diciembre de 2022, está compuesta por algo más de 55.700 personas. 51.780 hombres y 3.971 mujeres que se adaptan como pueden a la falta de libertad y a las condiciones (grado de tratamiento, centro penitenciario, módulo, programas y recursos a los que pueden acceder…) en que la viven.

Las prisiones son espacios enormemente complejos que parecen concentrar y contener todas las tensiones y contradicciones de las sociedades que las construyen. Para nombrar este fenómeno, es decir, para referirse a ciertos lugares que reflejan y son necesarios para el orden social, pero que a la vez le resultan incómodos o subversivos, el filósofo Michel Foucault introdujo, en 1967, el término “heterotopía”. Desde entonces, este concepto, ilustrado casi siempre mediante la prisión, ha resultado fundamental para la obra de muchos arquitectos contemporáneos. Es solo un ejemplo más: la reflexión sobre la prisión, desde su concepción moderna como alternativa al suplicio a finales del siglo XVIII, ha rebasado los límites del derecho penal para mezclarse también con la práctica de la arquitectura y la filosofía. Sin embargo, a pesar de tanta literatura, más allá de su invocación casi totémica al final de ciertos procesos penales, si no es mediante una experiencia muy cercana, poco sabemos sobre lo que sucede en el interior de los centros penitenciarios que nos cruzamos al viajar, tan alejados del centro de las ciudades.

Contradicciones

“Nada en prisión es realmente banal. Los inconvenientes de la vida cotidiana adquieren una importancia enorme en una institución cerrada”, escribió Stephan Shaw, famoso defensor del pueblo británico. Cualquier detalle importa cuando se está obligado a ocupar los mismos espacios cerrados durante meses, algo que el grueso de la población descubrió en 2020 cuando, a consecuencia de la pandemia, se avivó la discusión sobre los espacios domésticos.

La arquitecta y académica Elena M. Millana estudia “las tensiones y contradicciones de la domesticidad a través de las viviendas de aquellos que no han tenido a la familia como referente, considerando formas de vida colectiva habitadas por personas solas, pero dentro de una comunidad”. Durante su investigación, Millana se ha topado con varios casos como el de la Institución Penitenciaria Over-Amstel en Ámsterdam, comúnmente conocida como Bijlmerbajes, y construida entre los años 1972 y 1978 con un diseño sin rejas muy parecido al de las viviendas de los alrededores. “Aquello suscitó un amplio rechazo”, explica la arquitecta. “Y yo me pregunto: ¿Por qué la gente se ofende si las prisiones se parecen a sus viviendas? ¿Acaso los presos tienen que vivir en sitios peores? ¿O lo que les indigna es que entonces perciben sus viviendas como prisiones?”.

Las seis torres de la cárcel de Bijlmerbajes (Ámsterdam), fotografiadas en 2017, un año después del cierre de la prisión.

Cuando un arquitecto contemporáneo proyecta una cárcel se enfrenta, además de a la polémica, a sucesivas paradojas. Algunas tienen que ver con lo anterior: un edificio con dos funciones (resocialización y retención) complejas y difíciles de mantener en equilibrio sirve, a la vez, como vivienda para cientos de personas y como centro de trabajo a decenas de ellas. Pero, como señala Roger Paez, autor del proyecto del Centro Penitenciario Mas d’Enric, en Critical Prison Design (2014), también existen contradicciones conceptuales. Los reformistas ingleses de los siglos XVIII y XIX estaban convencidos de que la forma de un espacio (desarrollada a través de la arquitectura o del urbanismo) sería capaz de influir sobre el comportamiento de sus usuarios, mientras que autores más contemporáneos, como el sociólogo Manuel Castells, afirman que “el espacio es siempre el reflejo de una sociedad”, sin demasiada capacidad para operar sobre ella.

Así, el arquitecto que aborda el proyecto de una prisión se encuentra, de nuevo según Paez, “con una necesidad programática de confinamiento junto a una necesidad ética de libertad”. Y debe hacer que “la vida emerja” dentro de los muros de la prisión siendo consciente de sus propias limitaciones y sesgos pues, a diferencia del proyectista moderno, hace décadas que sospecha del papel de la arquitectura como agente de transformación social. Millana lo explica así: “Los arquitectos hoy no creen que la arquitectura pueda transformar la sociedad. Al menos, no como lo hicieron en otros períodos históricos como el de las vanguardias. Es una pérdida aceptada en la posmodernidad bajo cuya influencia todavía estamos”.

Michel Foucault ya abordó buena parte de estas cuestiones en Vigilar y castigar (1975). En este conocido ensayo, el filósofo examina los cambios sociales que ocurrieron a raíz de la aprobación de los códigos penales modernos, en los que el castigo físico (a menudo la tortura en lugares públicos) fue sustituido para la mayoría de criminales por la pena de prisión. Como indica Foucault, estas nuevas penas destinadas a la reinserción actuarían “sobre la conciencia o el alma de los condenados y no sobre sus cuerpos”. Y, no obstante, para ejecutarse seguirían requiriendo de un espacio físico porque, como también escribe el francés: “La disciplina procede ante todo a la distribución de los individuos en el espacio.”

Desde el principio, los mismos pensadores que buscaban racionalizar e higienizar las penas, intentaron dar con la mejor de esas distribuciones en el espacio, y así, metido de lleno en el terreno de la arquitectura, el filósofo Jeremy Bentham publicó en 1780 las bases de un modelo de prisión que todavía hoy es influyente: el panóptico. El edificio panóptico, construido de forma radial, permitiría a un vigilante protegido por una torre central controlar todas las celdas a su alrededor, construidas en tantas alturas como fuera necesario. Así, un único vigilante se podría encargar de multitud de presos, que nunca sabrían en qué momento están siendo observados: una incertidumbre que equivale a un sistema de vigilancia perpetua. El propio Bentham contó con la necesidad de otros vigilantes encargados de verificar que el primero de ellos estuviera cumpliendo realmente con su obligación, estableciendo así una cadena de responsabilidades potencialmente infinita.

Con todas sus implicaciones filosóficas y hasta metafísicas, desde que Foucault lo rescató, el panóptico ha servido para explicar el funcionamiento de prácticamente cualquiera de las instituciones de lo que él llamó “la sociedad disciplinaria”: colegios, hospitales, asilos, urbanizaciones privadas… y, actualmente, en la era del “capitalismo de vigilancia” (Shoshana Zuboff), es uno de los modelos más citados en textos sobre redes sociales o tráfico de datos.

Calor y lesiones

En España, centros como la cárcel Modelo de Barcelona, inaugurada en 1904 y cuya actividad cesó en 2017, fueron construidos siguiendo, con mayor o menor precisión, las indicaciones de Bentham. En cualquier caso, lo más frecuente hoy es la construcción de macrocárceles con más de mil celdas que se distribuyen en diferentes módulos. Lo que se aplica en ellas es un sistema de segregación de presos en función de variables como su conducta que, según afirma Daniel Jiménez Franco, doctor en Sociología Jurídica, en su tesis La burbuja penal (2014), “obliga al preso no elitizado por los dispositivos selectivos a elegir entre el sometimiento a una disciplina arbitraria o la enajenación por aislamiento”.

Cuarta galería de la Modelo en 1990. La cárcel constaba de seis galerías. El complejo penitenciario ocupa dos manzanas del Eixample, entre las calles de Entença, Nicaragua, Rosselló y Provença.JOAN SANCHEZ

A pesar de que en algunos foros se ha propagado el mito de la “cárcel-hotel”, enormemente perjudicial según todos los profesionales consultados, la vida en prisión sigue sin ser fácil. Publicaciones como ¿De qué se quejan las personas presas? (2022), de Cristina Güerri y Elena Larrauri, sobre las peticiones de la población reclusa (tienen que ver, sobre todo, con el contacto con el exterior y con sus necesidades básicas) arrojan luz sobre un día a día de los internos sobre el que resulta complicado informarse.

Sin embargo, diversos testimonios de antiguos reclusos y trabajadores con años de experiencia permiten identificar ciertas quejas recurrentes relacionadas con las instalaciones penitenciarias en España. Un antiguo recluso, consultado por ICON, lamenta que la ausencia de aire acondicionado en las celdas hace especialmente duras las noches de verano y dificulta la convivencia entre los ocupantes del mismo espacio. Varias fuentes coinciden en señalar que, en los espacios comunes, utilizados simultáneamente por decenas de personas, cualquier sonido (incluso el murmullo de las voces) termina por resultar muy molesto. Faltan paneles de absorción (como los que se instalan en bares y restaurantes), quizá deliberadamente: cuanto más incomode cualquier ruido, menos posibilidades existen de que se genere alboroto. Por otro lado, el pavimento de hormigón, habitual en varios centros penitenciarios, puede acabar ocasionando dolencias en las articulaciones. Del mismo modo, la vista se resiente por la falta de horizontes amplios y el predominio de luz artificial, tal y como demostró la experiencia del confinamiento durante la pandemia.

Fachada del Centro Penitenciario de Ocaña. Europa Press

Curiosamente, también hemos podido saber que muchos internos prefieren las prisiones más antiguas (el Centro Penitenciario de Ocaña, en Toledo, sigue funcionando y se inauguró en 1883) y, por lo general, más incómodas, pero “de ambiente más familiar” al ser más pequeñas. Otra ventaja que mencionan es la de que estas prisiones se encuentran más cerca de los núcleos urbanos, lo que facilita el transporte desde y hacia ellas tanto para las visitas como para las salidas durante el tercer grado.

La prisión neoliberal

Toda prisión es un reflejo de la sociedad que la construye y, puesto que durante los últimos años el neoliberalismo ha extendido la lógica del mercado, el contrato y el beneficio económico a todo tipo de instituciones y servicios (la educación y la sanidad, por ejemplo), las instituciones penitenciarias también se han transformado. En España, 69 centros penitenciarios dependen del Ministerio del Interior, mientras que 14 lo hacen del Departament de Justícia de la Generalitat de Catalunya. Aunque, por tanto, la gestión continúa siendo pública, cada vez más servicios (como la seguridad exterior) se externalizan.

La población penitenciaria del Estado español creció enormemente entre 1995 y 2009 (cuando llegó a haber una veintena de cárceles al doble de su capacidad). Aunque a partir de 2009 la tendencia es descendente, entonces se generó un problema de sobrepoblación que todavía no ha desaparecido. Para remediarlo, se puso en marcha el Plan de Amortización y Creación de Centros Penitenciarios, ejecutado por la SIEPSE (empresa pública encargada de los equipamientos penitenciarios y de seguridad) que describe así los centros de reciente construcción: “Se puede hablar de un núcleo urbano autosuficiente, constituido por un conjunto de minicentros residenciales, dotados con servicios que cubren todas las necesidades de los internos, disminuyendo los traslados. (…) Las áreas residenciales resueltas en módulos independientes permiten aislarlos en caso de conflicto, impidiendo que este se extienda al resto del centro”.

Contra la falacia instalada en el imaginario social sobre “el alto coste que pagamos por cada preso, como si fuesen ellos los que se embolsan el presupuesto empleado en encerrarlos”, estudios como el ya citado La burbuja penal, de Daniel Jiménez, indican que la construcción y gestión de centros penitenciarios ha llegado a ser un lucrativo negocio también en España. El investigador, que estima en 36.000 euros anuales el precio de cada plaza, cree que “al menos la mitad de ese dinero se convierte en beneficio para los grupos empresariales encargados de la construcción y el equipamiento de los centros penitenciarios”.

Imagen de la barcaza Vernon C. Bain Correctional Center, en 2020 en Nueva York.David Dee Delgado (Getty Images)

Si bien en España ni siquiera existe un debate sobre su completa privatización, esto es algo común en países como Reino Unido (con alrededor del 15% de los presos en centros privados) o Estados Unidos (con un 8% de sus reclusos en ellos). Hace algunos meses, la barcaza Bibby Stockholm, una especie de prisión flotante propiedad de una compañía de operaciones marítimas, causó revuelo porque el gobierno británico encerró en ella a unos 500 migrantes. El episodio, que recuerda a la situación previa a la reforma penal del siglo XVIII, cuando viejos y destartalados navíos de guerra eran usados para retener prisioneros, no es, sin embargo, el primer caso de prisión flotante en los últimos años. La ciudad de Nueva York ha encarcelado a condenados en una barcaza de 200 metros de eslora desde hace 30 años. El Vernon C. Bain Correctional Center parece un buque más en los muelles del East River pero es en realidad el hogar de más de 800 prisioneros.

Si durante décadas, el esfuerzo de juristas, arquitectos y filósofos por mejorar las condiciones en prisión había topado con la resistencia de los sectores sociales más punitivistas, parece que hoy choca contra la demanda de reducción del gasto público a toda costa. La prisión: de símbolo de la magnanimidad de los estados modernos a engranaje de sus políticas de austeridad.

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