El lado oscuro de tu freidora de aire

A la pregunta de “bueno, ¿cómo están los máquinas?”, la respuesta es clara: están que arden

FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty

La semana pasada, el primer despegue de prueba de un cohete SpaceX Starship, el vehículo de lanzamiento más poderoso construido por el hombre, terminó en un espectáculo fabuloso de fuegos artificiales sobre el golfo de México. Por otro lado, sin importar lo que digan las clasificaciones y listas oficiales del gremio editorial, pasada la gran fiesta de los libros y las rosas de la Diada de Sant Jordi en Catalunya, los grandes vencedores a nivel de ventas, año tras año, son los recetarios de la airfryer, nuestra amiga la freidora de aire.

Ella, más que el Starship, es el trasto de la década, sin lugar a dudas. El enjambre de libros de cocina que zumban a su alrededor lidera la lista de más vendidos en Amazon desde que la fiera salió al mercado. Las máquinas lo petan, pido disculpas por el chiste, y son capaces de despertar en nosotros una fascinación semejante a la que provocan los faros de un coche en las retinas de un zorro cruzando de noche una carretera comarcal.

Las máquinas, y su compromiso de sacarnos de la cocina, del tedio de lo cotidiano; las máquinas, y su promesa de un futuro ilusionante, lejos de la debacle conocida, de nuestro planeta doméstico. Las máquinas, y el horizonte de tiempo libre que profetizan.

De entre las grandes cuestiones fundamentales que turban la paz de espíritu del ser humano, una de las más apremiantes es la de necesitar alimentarse unas tres veces al día, básicamente a diario, durante unos 80 años de vida. Pero lo que nos preocupa y martiriza de este hecho, hoy día y en la parte privilegiada del mundo occidental en la que vivimos, no es la urgencia de saciar el hambre física para seguir vivos. El hambre que nos quita el sueño no es la de la base de la pirámide de Maslow: todos aquí y ahora sabemos que nunca moriremos de hambre.

La promesa de la freidora de aire es la misma que en su momento fue la de los grandes éxitos que la precedieron, como el instant pot u olla a presión eléctrica programable, la crock pot u olla lenta, o hasta el microondas: la de presionar un botón y olvidarse de la cocina, la de la automatización definitiva de la alimentación doméstica, para abrazar la modernidad de un nuevo paradigma de multitarea y libertad.

Pero pese a prometer más tiempo libre abiertamente, el hambre que sacian los recetarios de la freidora de aire es otra: la de los tercer, cuarto y quinto pisos del triángulo de Maslow: afiliación, reconocimiento y autorrealización.

Con el artilugio en cuestión recién comprado bajo el brazo, cada dichoso nuevo propietario se sumerge en una comunidad en línea que le recibe con los brazos abiertos y un fondo de contenido infinito que incluye desde tutoriales para principiantes hasta trucos de experto, y donde cada aportación es debatida y celebrada. Entre este ir y venir constante de comentarios y abrazos virtuales en foros y páginas de Facebook, estos depósitos de recursos colaborativos enseñan a millones de personas los conceptos básicos del dispositivo y ayudan a convertir el aislamiento de la preparación de las comidas familiares en una actividad comunitaria y colectiva.

Una de las claves del éxito de esta suerte de herramientas, pues, bebe de las mismas fuentes que alimentan Facebook, Instagram, Filmaffinity o Twitter: la necesidad de pertenencia a una comunidad y la de reconocimiento; y sus mecanismos de recompensa a la publicación de un truco útil, una receta exitosa, o un meme brillante, en forma de respuestas, likes y retweets, funcionan activando los resortes más antiguos de nuestros cerebros primitivos, que saben que la supervivencia es cuestión de grupo y que la soledad equivale a la muerte.

Lo curioso del caso, y aquí está la trampa de este juego amañado, altamente lucrativo para unos pocos, es que aumentar la eficiencia en las tareas domésticas parece no ser garantía de ganar tiempo libre personal. Resulta que lo que nos ahoga y nos deja sin tiempo libre es otra cosa.

Como explica Anne Helen Petersen en su exitoso libro No puedo, un análisis del fenómeno burnout o “estar quemado” de la generación milenial, la más productiva de la historia, “cuanto más trabajo hacemos, cuanto más eficientes hemos demostrado ser, peores se vuelven nuestros trabajos: tenemos salarios más bajos, peores beneficios, menos seguridad laboral”, escribe. “Nuestra eficiencia no ha supuesto un aumento de los salarios; nuestra constancia no nos ha hecho más valiosos”. Trabajar mejor no nos ha hecho poder trabajar menos y tener más tiempo libre.

Saltear unas verduras con un chorrito de aceite en una sartén ya es más rápido, más bueno, más bonito y más barato que comprar el trasto de turno, usarlo un par de veces y guardarlo en ese armario de encima de la nevera junto a la yogurtera, la panificadora y la máquina de hacer pasta fresca, y digo yo que tampoco está el precio del metro cuadrado de alquiler como para usar la cocina como almacén. La cocina ya es camino de pertenencia a una comunidad, a una de una multitud de posibles, vibrantes y diferenciadas; no a una codificada en recetarios sin contexto, ni carácter, ni historia, iguales para todos.

Que no les embauquen. Lo que quieren tanto Elon Musk como los fabricantes de toda esta ristra de chismes es que metan más horas en sus trabajos precarios, con sus horarios descabellados, que le echen la culpa de la falta de tiempo a la cocina, y que para solucionar tanto el tema del tiempo como el de la necesidad de contacto humano fuera del trabajo se compren el trasto y lo compartan en redes.

No pasarán.


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