Haití, un país atrapado en la tragedia

El terremoto del 14 de agosto se suma al drama del país más pobre de América, que ha sufrido en poco tiempo desastres naturales, un caos político interminable, crisis económica y de salud y hasta un magnicidio, y que resiste a la espera de que su suerte cambie

Haití, un país atrapado en la tragedia

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Quienes lo han perdido todo en el terremoto de la semana pasada en el suroeste de Haití, por no tener, no tienen ni lágrimas. En el hospital de Port Salut, en la zona más afectada por el sismo, un herido tumbado sobre un cartón en el suelo grita de dolor mientras Chovel Arcy, un cirujano ortopédico voluntario que ha llegado de la otra punta del país, le endereza su pierna fracturada. ¡Aaaaiiiiiiii¡, ¡aiaiaiaiaiaiaiiiii!, ¡mezanmi!, ¡mezanmi! (¡oh querido!, ¡oh querido!), grita el paciente en la sala atestada y con olor a orín, mientras su mujer le pone una toalla mojada sobre el rostro. Pero no llora. A unos 30 kilómetros de allí, en el hospital de Los Cayos, una mujer de 25 años con la pierna quebrada, Ylet Gertha, cuenta que en el sismo perdió a una hija de 10 años, a sus padres y a una hermana. Pero no llora. “Dios sabe lo que hace”, dice. Y pregunta: “¿No tienen algo para comer?”.

Heridos por el terremoto y sus familiares, en una sala del hospital de Los Cayos.
Heridos por el terremoto y sus familiares, en una sala del hospital de Los Cayos. Mónica González

Nadie llora en el campamento improvisado en el campo de fútbol de Los Cayos, convertido ahora en el epicentro de la tragedia, ni entre las carpas levantadas en la barriada de Jubilet, a las afueras de esa ciudad, donde cientos de familias que ya tenían muy poco han perdido ese poco y ahora viven bajo estructuras hechas con palos, plásticos, chapas y telas. “Los niños comen y duermen en el suelo”, lamenta Bosmand Sinal, una mujer de 27 años con dos hijos, antes de mostrar una de las carpas donde una madre y su bebé, nacido este mismo viernes, descansan en un colchón. Pero no llora. Afuera, entre las pilas grises de escombros y las casas derruidas que ha dejado el terremoto en toda la región, pululan escuadrones de hombres que escarban en los destrozos con la esperanza de encontrar varillas para reciclar o algo que aún sirva. Pero ninguno llora.

Un trabajador del Hospital de Port Salut limpia la sala donde se atiene a los heridos del terremoto que el 14 de agosto golpeó al suroeste de Haití. | En video: Un recorrido por el hospital Port Salut.Foto | Video: Mónica González

En todos lados hay indignación, hay gritos desesperados y reclamos por una ayuda que no llega. Y hay, sobre todo, invocaciones a Dios. Pero no hay lágrimas. “¿Sabes cuando uno presiona y presiona mucho sobre un botón y, a veces, cuando presionas no pasa nada?, explica Dieunord Saint Louis, el director médico de un hospital en el sureste de Haití que ha venido a Port Salut con un equipo de doctores y enfermeras a ayudar a los afectados. “No es porque no duele, es porque quizás hay tanto dolor que ya no sabes cómo reaccionar”.

El terremoto del sábado 14 de agosto, que golpeó a la península suroeste del país más pobre de América Latina, no hizo más que aumentar la presión sobre un territorio que, en poco más de una década, ha sido azotado por terremotos como el que en 2010 dejó más de 200.000 muertos y sembró la destrucción en la capital, Puerto Príncipe; por huracanes como Matthew, que en 2016 se cobró la vida de unas mil personas en esta misma región; y ha padecido una serie interminable de crisis económicas, sanitarias y políticas que tuvieron su penúltimo episodio el mes pasado con el magnicidio del presidente Jovenel Moïse, torturado y asesinado en su propia habitación por un grupo de mercenarios colombianos.

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“Hay tanto dolor que ya no sabes cómo reaccionar
Dieunord Saint Louis

El sismo de este mes, que ha dejado casi 2.200 muertos, más de 12.000 heridos, al menos 300 desaparecidos y más de medio millón de personas con necesidades humanitarias urgentes en los departamentos Sur, Nippes y Grand’Anse, vuelve a evidenciar todos los males que asolan a un país que parece condenado a un ciclo interminable de tragedias. “Es como si la naturaleza o los acontecimientos no nos dejaran descansar”, dice Saint Louis. “Pero en medio de todo esto, muchos de nosotros tenemos fe. Parece que es nuestra cultura. A pesar de que la noche es muy oscura, esperamos que el día va a llegar”.

Un bautizo sepultado

El sábado 14 de agosto tenía que haber sido un día de fiesta para Samson Stephene, un niño de 4 años con la cabeza rapada y unos ojos negros brillantes de los que en los últimos días sí que han salido lágrimas. A las 8.29 de la mañana, cuando la tierra se estremeció, al pequeño lo estaban bautizando en la iglesia de la Inmaculada Concepción de Les Anglais, en el suroeste de Haití. El templo construido en 1902 no soportó el terremoto. La fachada se desplomó sobre los asistentes y una veintena de ellos fallecieron, entre ellos dos primas del niño —de 2 y 16 años— y otros tres familiares.

Samson sobrevivió, pero los escombros le provocaron una herida abierta en un pie que le causó una necrosis, además de una fractura en el brazo y rasguños en la cara. Este jueves, el equipo de médicos voluntarios al que pertenecen Saint Louis y Arcy tuvieron que amputarle un dedo del pie afectado. Ahora, en la misma sala saturada donde hace unas horas el cirujano ortopédico alineaba la pierna fracturada de un hombre con sus manos, el niño se despierta de la anestesia tumbado en una cama. Su madre, Lowfy Pierre, le abanica con una toalla, le acaricia la cara y le quita las moscas que se posan sobre su cuerpo.

Los medicos Reginald Maluvision y Chovel Alcy amputan un dedo del pie al pequeño Samson Stephen, en el hospital de Port Salut.
Los medicos Reginald Maluvision y Chovel Alcy amputan un dedo del pie al pequeño Samson Stephen, en el hospital de Port Salut.Mónica González

Está concentrada en su labor. No quiere que el niño sufra, pero por su cabeza pasan otras preocupaciones. La familia, que vive a varias horas del hospital, también ha perdido la casa, y llevar al niño a que se haga las curaciones recomendadas por los doctores significará perder su trabajo lavando y planchando ropa. “Necesitamos dónde vivir y comida”, dice la mujer, que tiene dos hijos más.

“Aunque sea anestesista, uno tiene que hablar con los pacientes para ver cómo puede ayudarlos, cómo puede mejorar las cosas para esa gente y a veces tienes que darles esperanza”, dice otro de los médicos voluntarios, Reginald Malvoisin. El hombre de 41 años es de Puerto Príncipe: ya conoce el trauma que dejan los terremotos. Hace 11 años vivió el sismo que destrozó la capital. “Sabemos que la gente va a necesitar ayuda médica y ayuda psicológica. Por eso vinimos”.

Al igual que Saint Louis y Arcy, Malvoisin habla español con acento cubano. Los tres hombres estudiaron hace años en Cuba como parte de un programa del Gobierno de ese país que les ofrecía formarse como médicos de manera gratuita con la condición de regresar a Haití a trabajar en las comunidades más remotas. Ahora todos pertenecen a un programa implementado por la ONG estadounidense Higgins Brothers Surgicenter for Hope, que ha abierto un hospital en la ciudad suroriental de Fond Parisien, en la frontera con República Dominicana, para ofrecer operaciones quirúrgicas económicas a quienes las necesiten. Una oportunidad para que el personal sanitario haitiano no se vaya al extranjero.

El sábado pasado, cuando se enteró de que un terremoto había golpeado Haití, el fundador del proyecto, Ted Higgins, cogió el teléfono desde Kansas City y llamó al hospital de Fond Parisien para enviar una misión a los lugares afectados con el equipo que mejor podía atender las lesiones típicas de un sismo: cirujanos, traumatólogos, un anestesiólogo y una enfermera especializada en recuperación, además del director médico, que se encargó de la logística. El viaje se puso en marcha mientras la depresión tropical Grace pasaba por el sur de Haití y enlodaba los campamentos donde dormían los damnificados del terremoto. “Durante la tormenta ellos empacaron los equipos y suministros y los trajeron a Puerto Príncipe. Me recogieron en el aeropuerto y condujeron por las montañas para evitar a las bandas criminales”, cuenta Higgins, que es cirujano cardiovascular.

Reginald Malvoisin sostiene a Samson Stephen al término de la cirugía.
Reginald Malvoisin sostiene a Samson Stephen al término de la cirugía. Mónica González

Como ellos, muchos médicos, rescatistas y voluntarios se han encontrado con un problema a la hora de llevar la ayuda a las zonas más afectadas por el terremoto. Para llegar al suroeste desde la capital, el camino más corto es pasando por Martissant, un barrio a las afueras de Puerto Príncipe que en los últimos meses ha sido tomado por bandas armadas que han perpetrado ataques y secuestros y han hecho cada vez más difícil el transporte de personas y mercancías. La tragedia en el suroeste también ha sacado a la superficie la crisis de seguridad y llevó a Naciones Unidas a pedir que se estableciera un corredor humanitario para ayudar a las víctimas.

Las pandillas que operan en esa zona anunciaron una tregua por el terremoto. Pero eso no ha impedido que dos médicos de la capital fueran secuestrados esta semana, entre ellos uno de los pocos cirujanos ortopédicos del país, Workens Alexandre. Eso provocó que el hospital en el que trabajaba en Puerto Príncipe, al que habían enviado a medio centenar de las víctimas del sismo, cerrara sus instalaciones durante dos días a modo de protesta. El viernes por la noche se anunció que el doctor especializado en traumatología había sido liberado.

Pese a que el envío de equipos y ayuda humanitaria por parte de diferentes países se ha multiplicado en los últimos días, en las comunidades afectadas la sensación es la de que están abandonados, especialmente en las zonas rurales y las áreas alejadas de las dos mayores ciudades afectadas, Jérémie y Los Cayos. “¿Qué vamos a hacer? Aquí no tenemos Gobierno. Nos ayudamos entre nosotros. Es lo que tenemos como cualidad en Haití, aun cuando no tenemos nada”, decía el miércoles Charly Gonouse, un ingeniero jubilado de 72 años que perdió su casa en la comuna de Cavallion. El terremoto lo dejó sin hogar, sin comida y sin agua potable, una situación que los expertos de salud temen que pueda desembocar en una crisis de salud o una epidemia como la de cólera que se desató en el país tras el terremoto de 2010.

Voluntarios de la Cruz Roja llegan al hospital Port Salut con un herido por el terremoto.
Voluntarios de la Cruz Roja llegan al hospital Port Salut con un herido por el terremoto. Mónica González

Haitianos para los haitianos

En 2016, antes de dejar su cargo, el entonces secretario general de Naciones Unidas, Ban ki-Moon, pidió perdón a Haití por la propagación del cólera tras el sismo de 2010. Era la primera vez la ONU reconocía su responsabilidad de manera tan cruda y abierta, y le había llevado cinco años hacerlo: para 2011, una investigación del Centro de Control de Enfermedades de Estados Unidos concluyó que habían sido los cascos azules procedentes de Nepal los que causaron la reaparición de la enfermedad. Además de causar una epidemia, el aluvión de ayuda internacional que el país recibió hace once años derivó en una serie de escándalos de abuso sexual y despilfarro por parte de algunas misiones extranjeras que sembró desconfianza entre los haitianos.

“En el Sur se sabe que la capital está lejos y que la ayuda internacional está al servicio de sí misma. Es una lección aprendida a través de los lustros”, escribió el redactor jefe del diario haitiano Le nouvelliste, Frantz Duval, en una columna de opinión publicada el lunes pasado, dos días después del último sismo. “Para levantarse, las zonas destrozadas deben abrir bien los ojos para que no sean robadas dos veces”.

Un niño posa para la cámara en el campo de fútbol de Los Cayos, convertido en refugio de aquello que perdieron sus casas por el terremoto.
Un niño posa para la cámara en el campo de fútbol de Los Cayos, convertido en refugio de aquello que perdieron sus casas por el terremoto.Mónica González

Chovel Arcy, el cirujano especialista en traumatología que en dos días ha operado a seis heridos del terremoto, es consciente de la cantidad de problemas que tiene el país. “Todo el mundo lo sabe”, dice, “pero lo más importante es que, cuando hay necesidades, uno tiene que estar. Aunque haya problemas, los dejamos para ayudar al pueblo del Sur porque ellos necesitan de nuestro apoyo”.

Para Higgins, “ver a haitianos ayudando a otros haitianos es maravilloso. Porque no tienen muchas cosas que dar, no tienen muchos materiales o equipos, pero dan lo que pueden”. Que después de todo lo que han pasado los haitianos no se den por vencidos es algo que lo sorprende. Y no esconde su orgullo por haber impulsado un proyecto que funciona allí donde todo parece condenado a la tragedia. “Es casi un oxímoron: tenemos algo que funciona en Haití”, dice.

Un niño y una mujer recogen las bolsas de agua que han llevado las organizaciones de ayuda en el centro del estadio de fútbol de Los Cayos.
Un niño y una mujer recogen las bolsas de agua que han llevado las organizaciones de ayuda en el centro del estadio de fútbol de Los Cayos.Mónica González

Dieunord Saint Louis cree que proyectos como este pueden enseñar que con la unión pueden conseguirse muchas cosas buenas para el futuro del país. “Tenemos recursos, pero hay que saber ponerlos juntos, unirnos mejor y aprovechar el potencial de lo que tenemos”, asegura.

En los hospitales saturados que estos días reciben a los heridos, como el de Port Salut, todas esas palabras se vuelven cimientos de algo, carne contra el cinismo. Los haitianos que ya se han quedado sin lágrimas, que tienen menos que nada que perder, todavía tienen a otros haitianos: una procesión que acompaña a una embarazada en su paseo entre otros pacientes para ayudarla a romper aguas antes de dar a luz; familiares que abanican a sus enfermos en medio de salas abarrotadas y sofocantes; un voluntario de la Cruz Roja de 19 años, Stephen, que ha perdido su casa y va cada mañana a cargar pacientes en una camilla.

Este miércoles, en el hospital general de Los Cayos, dos enfermeras jóvenes envolvían en una sábana el cuerpo de una anciana que acababa de morir de diabetes, en medio de una sala donde cuidaban a varios recién nacidos: habían llegado al mundo pocas horas después del terremoto. Cada uno de sus llantos era una buena señal.

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