Carabanchel y tus silencios

Madrid te reengancha entre galerías de arte, himnos urbanos y Blanca Portillo

Graffiti de una chulapa, obra del artista cubano Jorge Rodríguez Gerada, en Carabanchel.DAVID EXPOSITO

Vamos hacia el número 39 de la calle de Antoñita Jiménez. Uno se va perdiendo entre las esquinas y recovecos de Carabanchel. Ladrillo visto, garajes, talleres, barberías, cuestas. El barrio. Una nave, pintada de blanco inmaculado, nos espera al acecho. Uno toca el timbre, parece que nadie le escucha. Se oye, de repente, deslizarse el cerrojo y abrirse el portalón metálico. Bienvenidos.

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Vamos hacia el número 39 de la calle de Antoñita Jiménez. Uno se va perdiendo entre las esquinas y recovecos de Carabanchel. Ladrillo visto, garajes, talleres, barberías, cuestas. El barrio. Una nave, pintada de blanco inmaculado, nos espera al acecho. Uno toca el timbre, parece que nadie le escucha. Se oye, de repente, deslizarse el cerrojo y abrirse el portalón metálico. Bienvenidos.

Carabanchel lleva ya tiempo pujando por ser el centro del arte contemporáneo en la ciudad, luchando frente a frente con Lavapiés, Chueca, Malasaña y el distrito de Salamanca. Y guarda ahora, tras esa puerta, una joya emocionante. Pura sorpresa. ¡Ay, Madrid! Siempre tienes un secreto y un estímulo para engancharnos, atraparnos y recordarnos por qué estamos aquí. Para adentro, es la galería VETA. En esta antigua nave industrial, de la mano de Fer Francés, aguardan Abraham Lacalle, Matías Sánchez y Santiago Ydáñez.

Dejamos atrás el ruido de la ciudad para sumergirnos en un océano de pulsiones. Escuchamos nuestras propias pisadas pasando de sala a sala, y se deslizan cuadros entre el propio alicatado que sigue intacto. Poesía de pared. Es de esos edificios que han dejado las tripas al aire para que nos enfrentemos a lo que somos, mientras vemos aquelarres, barcos, perros, serpientes, cuchillos y rituales a las orillas de la plaza Elíptica. Porque la vida se explica en cada rincón.

Enero no para. En este Madrid sobreexcitado dos nombres se repiten a todas horas: Blanca Portillo y Juan Mayorga. Los dos forran las marquesinas al grito de Silencio. Ella, que va camino de su primer Goya por Maixabel, levanta al segundo al público de sus butacas cuando cae el telón. Una clase de interpretación en directo, de esmoquin y desfilando sus palabras entre Lorca, Sófocles y Calderón. Esta ciudad es de atiborradas palabras, pero también está hecha de muchos sigilos y pausas. Lo que nunca se dijo y lo que nunca se quiso decir.

Cada madrileño tiene sus propios silencios. El de los que corren al despertarse por el río, el de los que miran la avenida de América por las ventanas del autobús mientras van al trabajo, el que reina en un andén antes de que pase el último metro por la noche, el que sobrecoge a los amantes cuando dejan el hotel sin despedirse en la puerta, el que atormenta a los insomnes perdidos en su noche eterna, el que se imponen los opositores en las esquinas de cada biblioteca, el que exigen los políticos cuando algo no les interesa. Y ese durísimo en muchas residencias. La ciudad y sus silencios.

Los rompo ahora poniéndome a Caliza, que hace auténticos himnos sobre Madrid. Sin parar de repetir ese “te vi vagando por la Castellana, en la noche más oscura”. Y no dejo de pensar en el abajo firmante en esta página, en Eduardo Barba, cuando canta Elisa eso de “soy un jardinero, soy un jardinero, veo crecer lo más bello”. Pónganse esa canción en este domingo entre Carabanchel y tus silencios.

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