Ya no queda esperanza en la Albufera
El guardia civil, el bombero, la doctora y hasta el joven voluntario son el Estado; lo demás, solo ruido
Hay cosas que solo se ven cuando estás parado, cuando no tienes prisa, o cuando no puedes tenerla. Llevo más de dos horas de pie, quieto, a la orilla de la Albufera, en una carretera estrecha que lleva a El Palmar, una pedanía de apenas 700 habitantes que los fines de semana se multiplica por diez porque hay 33 restaurantes y la gente viene aquí a comer paella y a pasear en barca, aunque ahora las únicas que pueden navegar son las lanchas de salvamento de la Guardia Civil, de la UME o de los bomberos voluntarios –en este caso de Bilbao– que tratan de encontrar los cadáveres de las personas fallecidas en la riada.
—Ayer encontramos un cuerpo —cuenta un bombero mientras hace una pausa para comer un arroz todavía en su punto que les ha traído un voluntario. Lo había detectado un dron de la Guardia Civil y nos dieron el aviso. La zona era complicada, porque multitud de cañas dificultaban el acceso, pero conseguimos llegar con esas piraguas amarillas que nos ha prestado un particular. Nada más verlo, confirmamos el hallazgo: “Clave negra”.
Unos metros más allá, en un terreno propiedad del ayuntamiento de Valencia, los especialistas en actividades subacuáticas de la UME y de la Guardia Civil comparten otro embarcadero, más discreto, donde también disponen de una toma de agua para limpiar los equipos después de cada patrulla. En las lanchas (rojas las de la UME, negras las de la Guardia Civil) llevan casi siempre un perro entrenado para encontrar a las personas desaparecidas. Hay perros especializados en oler la vida, y otros, la muerte. Desgraciadamente, en la Albufera ya no hay sitio para la esperanza. Los militares de la UME y los guardias que rastrean una y otra vez cada palmo de agua, protegidos por trajes de neopreno y con botellas de oxígeno a mano por si hay que sumergirse en unas aguas sucias de lodo y desechos, saben que ya solo pueden aspirar a la triste satisfacción de devolver un cadáver para que sea enterrado, para que la familia no tenga que vivir para siempre en el limbo de la duda.
El jefe del destacamento de la UME es un militar ya veterano; el de la Guardia Civil, un joven oficial. No hacen declaraciones —habría que pedir autorización al alto mando y no son días para estar estorbando—, pero es gente educada, amable, profesional, que antes de enviar a sus equipos a la penosa tarea de buscar cadáveres en una laguna convertida en ciénaga, ha establecido una red oficial y personal de complicidades con los pescadores del entorno —gente como Pepe Caballer, 73 años, presidente de la cofradía de pescadores—; con los responsables del parque natural, que les van a poner a su disposición una máquina para despejar la selva de cañas y trazar pasillos donde puedan penetrar las lanchas semirrígidas; con los jueces y los forenses; con todos aquellos que puedan contribuir a hacer más llevadero a las familias un trance tan terrible. “Son muchos días, muchas horas, están cansados y también afectados por las desgracias que estamos viendo”, comenta el oficial de la Guardia Civil mientras se acerca una zodiac que tampoco ha tenido suerte en la búsqueda, “pero le aseguro que no hay ninguno que quiera dar un paso al lado. Mientras haya posibilidad de encontrar un cuerpo, aquí estaremos”.
No hay más que tener un poco de tiempo para quedarse quieto y mirar, aquí en la Albufera o en los pueblos todavía manchados de fango, para ver claro que estos guardias, y estos militares vestidos de neopreno, y esas dos doctoras del centro de salud de Paiporta que van de aquí para allá con un fonendo y la medicación de sus pacientes, y los 14 bomberos de Bilbao que se han venido con su zodiac a cuestas en sus días de libranza, son el Estado. Sí, ese que desapareció durante unas horas trágicas la tarde del martes de la riada porque quien tenía el honor de representarlo se olvidó de él, pero que sigue estando, encarnado también en los voluntarios —jóvenes trabajadores o estudiantes que se han venido para “lo que haga falta”—, e incluso en familias como la de Carolina Montull, que junto a su marido, a su hijo Carlos y a su amigo Hugo, no dudaron en hacer los 300 kilómetros que separan su casa en Fraga (Huesca) de Valencia.
—¿Por qué han venido?
—Porque vimos por la tele lo que sucedió, nos dio mucha pena y vinimos a ayudar.
Nos los encontramos a media mañana en medio de un puente de Valencia, con el coche averiado, esperando una grúa que tardó siete horas en llegar porque todas estaban ocupadas con la inundación y tuvo que venir una de Cuenca, que está a 200 kilómetros. Así que, si tienen tiempo y ganas, párense en una esquina y quédense ahí un rato. Todo lo que ven a su alrededor, en cuerpo y alma, es el Estado. Lo demás, incluidos los políticos ineficaces y corruptos, solo ruido.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.