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El pueblo que perdió en el mar a 11 jóvenes de una misma familia

Gantour, en el norte de Senegal, llora a los chicos que murieron de hambre y sed en un cayuco: “Se van los que no se conforman”

Fatou Gueye con sus hijos Fatou Dieye y Babacar, en brazos, en el pueblo de Gantour (norte de Senegal).Vídeo: J. NARANJO
José Naranjo

Fue el 31 de octubre. Un móvil sonaba en Gantour, un pueblo del norte de Senegal. “Están muertos, están todos muertos”, decía una voz al otro lado del teléfono. La noticia fue saltando de boca en boca, de casa en casa, recorrió las calles de arena como una serpiente. Dicen que los gritos de desesperación y el llanto impedían escuchar las palabras y que a los padres y madres les bastaban las miradas para comprender. Mohamed, el hijo de Aminata; Modou, que deja mujer y dos hijos; Baye Djibi, Alioune, Serigne Modou, Souleymane, Abou... 11 jóvenes miembros de la misma familia, primos, tíos y sobrinos, de entre 18 y 30 años, todos murieron en un cayuco rumbo a Canarias y sus cuerpos fueron arrojados al mar por sus compañeros de travesía a medida que sucumbían al hambre y la sed.

Pape Ousmane Mbengue, de 22 años, regresaba al pueblo tras cada curso escolar para cultivar la tierra de su padre. Con mucho esfuerzo había hecho lo más difícil, terminar su bachillerato científico y conseguir plaza en una universidad francesa. Por eso no se esperaba que le denegaran el visado para ir a Francia. Cuando escuchó que sus primos y amigos se marchaban a España en un cayuco no se lo pensó dos veces y puso su vida en manos de Dios. Todo por terminar sus estudios. Fuera como fuera. Su madre, Khady Gueye, se enteró de que se había ido con aquella llamada. Aún no se lo puede creer.

“Es muy duro. Pape Ousmane era nuestra esperanza, teníamos mucha confianza en él. Su muerte me ha desbordado. A veces cuando estoy sola me paso el tiempo llorando. Estoy decepcionada y abatida, estábamos seguros de que iba a triunfar, esto ha sido una gran decepción”, asegura. Modou Mbengue, padre del joven, se sienta en una silla de plástico en la puerta de la casa familiar mientras los niños corretean a su alrededor. “Era un chico valiente, venía cada verano a echarnos una mano en el campo y con los animales. No pudimos evitar que se fuera, no lo sabíamos”, se lamenta.

Entre las casas de bloques a medio hacer de Gantour, encaramadas a una colina, circula aún el aire frío del amanecer y la joven Fatou Gueye ya está haciendo la colada en un barreño. Su marido, Modou Dieye Fall, es otro de los fallecidos. “Era agricultor, pero en este pueblo el campo ya no da para vivir. Estaba cansado y quería una vida mejor para todos nosotros”, revela. Sus dos hijos pequeños, Fatou Dieye, de seis años, y Babacar, de tres, observan ajenos a la tragedia. “Cuando crezcan les contaré que su padre murió en el mar por ellos”, añade la joven.

Si hay alguien que puede narrar bien lo ocurrido ese es Pape Abou Mbengue, de 20 años, uno de los dos únicos supervivientes de Gantour que iban en el cayuco. Fue él quien hizo la llamada desde Mauritania contando que los demás habían muerto. En lo alto del pueblo hay un grupo de chavales charlando en torno a unos vasos de té. “Salimos de Mbour, sobre las doce de la noche, pero desde que comenzamos a navegar empezamos a tener viento y mala mar, pasamos muchas dificultades”, recuerda.

La embarcación, que zarpó el 15 de octubre, llevaba unas 150 personas a bordo. Solo sobrevivieron 27. “Tres o cuatro días más tarde la gente empezó a morir, luego nos perdimos en el mar y no sabíamos a donde ir. Es muy duro ver a tus amigos irse delante de ti, pero no puedes hacer nada, los coges y los tiras al mar. Y eso es todo. Se nos había acabado el agua y la comida y bebíamos del océano. Fue Dios quien me salvó”, añade con un gesto de resignación. Casi dos semanas después de su partida tocaban tierra en el norte de Mauritania. El resto de jóvenes asiente con la cabeza. Ellos también han pensado alguna vez en lanzarse a la aventura. “Yo mismo volvería a intentarlo”, comenta Pape Abou Mbengue, “aquí no hay trabajo, no hay futuro, no hay nada”.

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Mantani Mbengue es el jefe del pueblo, la autoridad local. En un descampado que hace las veces de plaza se sienta bajo un árbol junto a su esposa, que vende bolsitas de aceite y de café sobre una ajada alfombra. Por delante de sus ojos cansados ha pasado casi de todo. Su nieto Abdou, de 19 años, es otro de los desaparecidos. “Si aquí hubiera trabajo no se irían. Ven cómo sus amigos se marchan a España y les va bien mientras ellos no tienen nada. No les ayudamos a coger el cayuco, pero los entendemos”, comenta.

Asomada a esta especie de plaza, entre la ropa tendida, los corderos y las casas a medio hacer, destaca una vivienda singular con toda la fachada recubierta de azulejos con formas geométricas. Es el hogar de un modou modou, de un emigrante. “En 2006 hubo mucha gente del pueblo que se fue a Canarias”, asegura Arona Mbengue, padre de Abdou, “hoy son los que hacen cosas en el pueblo, se construyen casas bonitas y tienen coche. Tú, que decidiste quedarte, estás en el mismo sitio. Mi hijo era obediente y trabajador, pero sabía que la solución era irse. Los que fallecen son aquellos que sueñan con triunfar, los que no se conforman”. Apenado, muestra el pasaporte que le estaba tramitando a su hijo para que se fuera por vías legales. Cuando llegó el documento, Abdou ya se había ido.

En las colinas de arena que rodean a Gantour hay decenas de campos de cultivo. Los situados más abajo están abandonados, los que se encuentran en lo más alto están plantados con cebollas. “Cada año notamos cómo disminuye la calidad del suelo”, asegura Mamadou Gueye, “mi hijo Serigne Modou trabajaba mucho, pero el rendimiento de la cosecha no es bueno. Por eso se fue al encuentro de la muerte, porque no veía otra salida. Cuando yo era joven teníamos paciencia y conseguíamos casarnos y construir una casa; ahora los chicos tienen prisa por triunfar, pero esta tierra ya no ayuda a quienes están apurados”. Se calcula que unos 600 senegaleses fallecieron entre septiembre y noviembre intentando llegar a Canarias en embarcaciones de fortuna.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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