Carlos Saura frente al espejo: las memorias inacabadas del gran director
Aunque Carlos Saura siempre sostuvo que no perdería el tiempo redactando sus memorias, al final lo hizo. ‘De imágenes también se vive’ es el relato, en texto e imágenes (procedentes del archivo personal del cineasta), de una vida de pasión por el cine, por la fotografía la pintura y la música...
Aunque en alguna ocasión aseguró que no perdería el tiempo escribiendo sus memorias, Carlos Saura se acabó traicionando a sí mismo y tres años antes de su muerte (falleció el 10 de febrero de 2023, a los 91 años) empezó a redactarlas. En su descargo hay que decir que seguramente no lo hubiese hecho sin el insospechado desafío de una pandemia. La ...
Aunque en alguna ocasión aseguró que no perdería el tiempo escribiendo sus memorias, Carlos Saura se acabó traicionando a sí mismo y tres años antes de su muerte (falleció el 10 de febrero de 2023, a los 91 años) empezó a redactarlas. En su descargo hay que decir que seguramente no lo hubiese hecho sin el insospechado desafío de una pandemia. La soledad impuesta, especialmente cruenta con los ancianos, colocó al cineasta ante su propio espejo. Saura tituló esas memorias, que ahora se publican, De imágenes también se vive (Taurus). Trabajó en ellas hasta sus últimos días, aunque no las acabó. Su estilo fragmentado responde al propio carácter de su autor, a su vida entre sueños, y a que, como su hermano, el pintor Antonio Saura, tenía “la manía de llenar tableros de corcho de una iconografía particular”.
Creador incansable que se implicó en proyectos escénicos y documentales hasta el final de su vida, a Saura le gustaba bajar a Madrid desde su casa de Collado Mediano en el tren de Cercanías, pero con las alas cortadas por la alarma sanitaria global solo le quedó volar por la memoria, repasando álbumes y textos en el ordenador de su abigarrado estudio, un lugar repleto de cámaras, apuntes, postales, dibujos y fotografías. Una habitación con vistas que era el corazón de una casa y ese tablero visual de una vida: “Ese tablero se renueva de vez en cuando”, escribe Saura en su libro, “no solo cuando una convulsión sentimental da al traste con años de vida en común y por lo tanto de recuerdos fotográficos, sino porque de vez en cuando surge la imperiosa necesidad de renovar la iconografía y ponerla al día”.
En ese lugar, donde nunca faltaron animales y niños, el cineasta empezó a desempolvar rincones de su infancia y primera juventud, médula de una existencia plena marcada por la sombra de la Guerra Civil, pero iluminada por los recuerdos de un hogar que sorteó con música y juegos las terribles circunstancias. Saura recuerda cómo su padre, vinculado al Gobierno de la II República, cuando el sitio de Madrid ya no daba tregua, improvisó una hoguera en el salón con la madera de las puertas de la casa. Creció asustado por las bombas, pero bajo el amoroso amparo de sus padres, Fermina y Antonio; la complicidad y camaradería con su hermano mayor, Antonio, enfermo y postrado en la cama durante casi toda su adolescencia, y el afecto de sus hermanas, María Pilar y Ángeles.
En uno de los mejores pasajes de su libro, resume así su paso por el mundo: “Con el estado de ánimo de quien reconoce que la vida ha sido amable, y que sería un desagradecido si no reconociera que hasta ahora los momentos placenteros han superado con creces aquellos otros dominados por la amargura y la desesperación, ahora me encuentro, con 90 años en las espaldas y en otro siglo del que nací, en condiciones de reflexionar sobre la persistencia de ciertas imágenes en la retina. Esas imágenes me han acompañado para recordarme que sí hay una respuesta a las grandes preguntas: ¿de dónde vienes y adónde vas? Vengo de allí, de la guerra. Voy allá, hacia la muerte, y entre medias la vida de cada día”.
Desde muy joven, Saura mostró su interés por diferentes disciplinas artísticas. La fotografía, la pintura y la música formaban parte del calor familiar. Pero la pasión por el cine nació en la calle, cuando en el Madrid pobre y apaleado de la posguerra el pequeño se escapaba a las sesiones de los cines de barrio cercanos a su casa familiar de la avenida de Menéndez Pelayo para ver una y otra vez la versión de los años treinta de El prisionero de Zenda.
Saura evoca con precisión los primeros días de la guerra: los desfiles de milicianos con el puño en alto, las canciones, las ventanas de la ciudad cerradas y los juegos inocentes en un descampado contiguo a su edificio. También el hambre y los muertos. Una experiencia traumática que acabará reflejada de forma alegórica en películas tempranas como La caza (1966), El jardín de las delicias (1970), o La prima Angélica, filme de 1974 seleccionado para el Festival de Cannes que hablaba de la contienda desde la memoria de los vencidos y que se convirtió en diana mediática para la olla a presión de la agónica dictadura. La película provocó tal revuelo que acabó con el cese de dos ministros y algunos altercados ultras, incluida una bomba en la entrada del cine Balmes de Barcelona y un intento de robo de varios rollos de la película en otro cine, el Amaya de Madrid. Según Saura, que escribió el guion con Rafael Azcona, fue una conocida frase de Valle-Inclán la que le dio la clave narrativa que perseguía: “Las cosas no son como las vemos, sino como las recordamos”.
Mucho antes de aquel suceso clave en la historia del cine español, la fotografía le permitió ganarse la vida muy pronto y configuró su manera de documentar la realidad y, por tanto, de filmar. Es imposible trazar el multifacético legado cinematográfico de Saura sin el eje de su ojo fotográfico. Su filmografía, más de medio centenar de largometrajes y mediometrajes, responde a épocas y tentativas muy dispares, con aciertos y tropiezos, éxitos internacionales incontestables y un homenaje final un día después de su muerte, el Goya de Honor, que sirvió de colofón para catalizar la admiración e influencia de su obra en las nuevas generaciones de cineastas.
Fue vanguardista por vocación, con un oído desprejuiciado que conectaba con las raíces y modas populares y un instinto que le permitía avanzar sin miedo a cambiar y equivocarse. Entre sus prácticas para el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, embrión de la Escuela Oficial de Cine, destaca el cortometraje que le valió el título de fin de carrera, La tarde del domingo. Como en Los golfos (1960) o en Deprisa, deprisa (1981), a Saura le atraía el desasosiego y frustración juvenil, su inmediatez emocional. Rodada en 1956, la película se detenía en una criada, interpretada por Isana Medel, que combate su insignificancia dentro de una sociedad gris con el sueño de cada domingo, salir con sus amigas e ir a uno de los locales de baile que entonces había en Madrid, concretamente, a uno de los más concurridos, situado en los bajos del cine Salamanca. Saura sacó a la calle una cámara de 35 milímetros, algo excepcional en la España de entonces, y archivó la realidad de aquel lugar, como dos años después haría con los documentales Cuenca o con su participación en el malogrado Carta de Sanabria.
Su obra está además ligada a la colaboración con las mujeres de su vida. Su primera esposa fue la profesora, escritora y directora Adela Medrano, madre de sus hijos mayores, Carlos y Antonio; la actriz Geraldine Chaplin, madre de su tercer hijo, Shane, trabajó estrechamente en una etapa crucial de su cine, aportándole un importante bagaje intelectual y cultural; con Mercedes Pérez tuvo a sus hijos Manuel, Adrián y Diego, y con su compañera en las últimas décadas, la actriz Eulalia Ramón, a Anna, su única hija y el ojo derecho de su padre hasta el final.
Aunque en su trayectoria hay de todos los géneros, él picoteaba entre los hitos de su filmografía sin demasiado interés en mirar atrás. Ese sabio desapego, como su curiosidad de aprendiz con lo nuevo y desconocido, le dotaban de una generosa naturaleza, algo que apreciaban muchos de los actores y colaboradores que trabajaron con él. La preparación de sus memorias no fue una excepción. Durante los últimos meses de su vida, Saura compaginó pasado y futuro mientras terminaba el documental Las paredes hablan y los ensayos de Lorca por Saura con los recuerdos de casi un siglo recogidos ahora en De imágenes también se vive.