Tribuna:

El hueco de las palabras

La concesión del Premio Nacional de Poesía a Y todos estábamos vivos (Tusquets, 2006), de Olvido García Valdés, corona oficialmente el empeño de una autora cuya obra se asienta en la retórica del silencio: una retórica al revés que, aunque en ciertos epígonos sólo haya producido naderías pretenciosas, en algunos nombres como el suyo se ha convertido en cauce de alta poesía. El que firma es, más que agnóstico, ateo con respecto a la capacidad de un Estado para dictaminar qué libro es el mejor de los publicados a lo largo de un año. Sin embargo, a veces los reconocimientos van unidos a la...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

La concesión del Premio Nacional de Poesía a Y todos estábamos vivos (Tusquets, 2006), de Olvido García Valdés, corona oficialmente el empeño de una autora cuya obra se asienta en la retórica del silencio: una retórica al revés que, aunque en ciertos epígonos sólo haya producido naderías pretenciosas, en algunos nombres como el suyo se ha convertido en cauce de alta poesía. El que firma es, más que agnóstico, ateo con respecto a la capacidad de un Estado para dictaminar qué libro es el mejor de los publicados a lo largo de un año. Sin embargo, a veces los reconocimientos van unidos a la calidad; o así me lo parece. Es lo que ha ocurrido con este libro, el último, por ahora, de un trayecto que se inició en 1986 con El tercer jardín, cuando la autora avistaba ya la madurez y estaba en plena vigencia la poesía de la experiencia, contra cuyas expresiones más banales, confesionales y acomodaticias se ha situado García Valdés. Aquí reside la paradójica madre del cordero: el retrato más conocido tanto de unos, los del silencio, como de otros, los de la experiencia, ha sido trazado no por los teóricos literarios, sino por los impugnadores o por acólitos con más devoción que talento; y ya se sabe que éstos son más perniciosos que aquéllos, por lo mismo que un abogado defensor necio es más perjudicial para su defendido que un abogado del diablo inteligente.

Desde sus primeros compases, Olvido García Valdés ha acompañado la tarea lírica con la reflexión sobre otras artes, la pintura en especial, y participado en labores de dirección en revistas que alentaron los encuentros -alguna vez los encontronazos- entre los diversos modos de entender la poesía. De esas publicaciones, es necesario citar Los Infolios y El signo del gorrión, radicadas ambas en Valladolid. Lo que se proponía en estas revistas no era una estética monolítica o unitaria, aunque sí había referentes negativos compartidos, entre ellos el realismo superficial y el confesionalismo seudorromántico. En ella, los pájaros (1994), García Valdés alcanzaba una primera cima, caracterizada por el despojamiento extremo y una exactitud ajena a todo tipo de impre(ci)sionismo. Otros títulos posteriores, como caza nocturna (1997) o Del ojo al hueso (2001), intensificaron un mundo poético desde perspectivas inéditas o recónditas, conciliando la sustancia emocional y el rigor lingüístico. En esta línea de admirable coherencia discursiva, Y todos estábamos vivos es un punto de llegada en un camino peculiarizado por la dicción fragmentaria, la sincopación expresiva, la yuxtaposición de los materiales verbales y una simbiosis entre el espíritu y la materia constitutivos de lo que llamamos realidad.

Ángel L. Prieto de Paula es catedrático de Literatura Española de la Universidad de Alicante y crítico literario.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En