El VAR como acto de fe
El posible error de una máquina nacida para sustituir la torpeza humana abre un hilo de esperanza después del terror sembrado por Deep Blue en 1997, la computadora que ganó al ajedrez a Kasparov y abrió la veda para la Inteligencia Artificial
El 11 de mayo de 1997, un ordenador programado por IBM, certificó el desastre que vendría años después. Deeper Blue, una supercomputadora de 13 toneladas que mejoraba a Deep Blue, su versión anterior, derrotó a Gari Kaspárov, ganando el encuentro a seis partidas por 3,5-2,5. Fue el primer ordenador que tumbaba a un campeón del mundo vigente y a una de las mayores inteligencias de la historia para ese deporte, en un encuentro con ritmo de juego de torneo estándar. El nivel de programación del apara...
El 11 de mayo de 1997, un ordenador programado por IBM, certificó el desastre que vendría años después. Deeper Blue, una supercomputadora de 13 toneladas que mejoraba a Deep Blue, su versión anterior, derrotó a Gari Kaspárov, ganando el encuentro a seis partidas por 3,5-2,5. Fue el primer ordenador que tumbaba a un campeón del mundo vigente y a una de las mayores inteligencias de la historia para ese deporte, en un encuentro con ritmo de juego de torneo estándar. El nivel de programación del aparato, la primera criatura creada por humanos jugando a ser dioses, era un picnic comparado con la actual inteligencia artificial que va a terminar escribiendo esta columna y, sobre todo, la de los sistemas aplicados hoy al deporte de élite. Kaspárov, antes de rendirse, miró a su madre descompuesto y se tapó el rostro con las dos manos, tal y como hizo media humanidad ante esa derrota.
El partido del domingo entre la Real Sociedad y el Barça, sin necesidad de invocar un nuevo ludismo deportivo, deja algo de esperanza ante ese panorama apocalíptico. Las máquinas que llegaron para corregir al hombre, no contentas con destruir 400.000 empleos en la próxima década, ahora podrían equivocarse. Eso, o también son del equipo rival, como durante años temimos los culés antes de que apareciera Negreira en nuestras vidas. Porque, después de lo del sábado, ¿a quién le echamos la culpa? ¿A un ordenador? ¿A un algoritmo? Si una máquina se equivoca, ¿no se convierte entonces en un humano? La falta de respuestas en un asunto tan primario deja un angustioso vacío interior en el aficionado.
El fuera de juego semiautomático funciona con 12 cámaras que se instalan bajo la cubierta del estadio. Los dispositivos captan los movimientos del balón y hasta 29 puntos de datos de cada jugador, 50 veces por segundo. Así calculan sus posiciones exactas sobre el terreno. Los 29 grupos de datos recopilados incluyen las extremidades y partes del cuerpo que se emplean para señalar una posición antirreglamentaria. A esto hay que sumarle un balón que manda 500 señales por segundo y permite determinar el momento exacto en el que se produce el último pase. Parecería suficiente para competir con la atención distraída del espectador en su casa después de tomarse dos cervezas, pero no fue exactamente así: aunque el Comité Técnico Arbitral diga que nos mostraron el frame equivocado y que el bueno lo vieron en la sala del VAR.
Lo interesante es que a absolutamente ningún humano le pareció fuera de juego en la tele. Pero todos invocaron el mismo mantra: “Yo confío en el semiautomático”. También el árbitro, en el túnel de vestuarios a comienzos de la segunda parte: “¿Por qué nos vamos a inventar un fuera de juego?”, le espetó Cuadra Fernández a un Flick bastante cabreado para sus estándares emocionales. En la tele estaban todos aterrados ante la grieta metafísica que se abría: “Hemos de creer en el semiautomático”, insistían Álvaro Benito y compañía en el pospartido de Movistar, como si se tratara de un acto o de fe, o más bien de contrición, que se agrandaba con cada repetición de la imagen. O Lewandowski tenía un 58 de pie o ahí pasaba algo. Daba igual, porque ahora al fútbol se juega con microscopio y lo que vean los humanos es menos relevante.
La derrota de Kaspárov —aunque él mantuviese que la máquina había hecho trampas y pidiese un informe de jugadas que nunca se le entregó— se interpretó en su momento como el final de una época. Si Dios había creado al hombre al sexto día de trabajo y luego se había echado una siesta el domingo, el humano iba a poder hacer lo mismo desde entonces. Lo malo, claro, era si nunca más volvía a ser lunes. Larga vida a la torpeza de las máquinas.