Las 6.000 tribus musicales
Spotify pierde al visionario que buscaba enriquecer nuestra dieta sonora y ampliar nuestra visión de la realidad musical
Permítanme retroceder a los primeros tiempos del Diario Pop. El informativo nocturno de Radio 3 acogía casi todos los días a un grupo nuevo. O habría que decir novísimo: llegaban con una maqueta bajo el brazo o, en el mejor de los casos, con un disco flamante. En la entrevista consiguiente siempre había un momento incómodo. Preguntabas cómo deberíamos definir su música y la mayoría juraban que era inclasificable, que no se parecía a nada. Y tú ponías cara de póquer cuando resultaba ev...
Permítanme retroceder a los primeros tiempos del Diario Pop. El informativo nocturno de Radio 3 acogía casi todos los días a un grupo nuevo. O habría que decir novísimo: llegaban con una maqueta bajo el brazo o, en el mejor de los casos, con un disco flamante. En la entrevista consiguiente siempre había un momento incómodo. Preguntabas cómo deberíamos definir su música y la mayoría juraban que era inclasificable, que no se parecía a nada. Y tú ponías cara de póquer cuando resultaba evidente que escuchaban intensivamente a los Ramones, Leño, Kraftwerk o The Police.
Oigan, no es una maldad: puede que realmente creyeran en su singularidad. Pero el locutor, el periodista en general, se sentía obligado a etiquetarlos como banda de punk, tecno, rock o funk, para organizar el programa y sintetizar su militancia esencial. Igual hacían en las revistas, los fanzines, las tiendas o en las propias discográficas. De esta forma, el rótulo dichoso les ayudaba a llegar a su público potencial. Luego, una vez afincados, podían evolucionar hacia una expresión más personal, como ocurrió con Radio Futura o Gabinete Caligari.
Hablo naturalmente de tiempos de escasez e incertidumbre, cuando la música podía propiciar el acercamiento a una identidad grupal. No se categorizaba por vicio: se buscaba facilitar las conexiones. Era tribalismo pero ayudaba tanto a los oyentes como a los artistas. Hoy, ya saben, dependemos de las empresas de streaming, que nos guían mediante sus algoritmos. Obra de máquinas, pero con aportes de humanos. En esta zona de misterios operaba Glenn McDonald.
¡Glenn McDonald, una puta leyenda! El analista de datos de Spotify es un maestro en la taxonomía musical: ha identificado más de 6.000 géneros presentes en la plataforma. Debo puntualizar que no todos son pop: incluyen centenares de categorías folclóricas (sí, está la jota aragonesa) y otras tantas de lo que, por falta de mejor denominación, englobamos como música clásica o música culta, incluyendo cantos religiosos y vanguardias diversas. También conviene saber que McDonald valora el origen geográfico: aparecen dos docenas de variedades del ska, aunque me cuesta imaginar diferencias sustanciales entre el ska chileno y el ska indonesio.
En contra de lo que podíamos imaginar, McDonald no pretendía encerrar al oyente en uno o unos pocos géneros. Al detectar patrones de escucha a una escala (casi) global, localizaba nuevas comunidades y facilitaba con playlists la apertura a otros sonidos, sin prejuicios esnobistas o falsos sentidos de propiedad. Garantizaba la difusión de híbridos frescos al designarlos, generalmente recogiendo denominaciones usadas por los propios músicos o por plumillas en busca de the next big thing. Aseguraba la pervivencia de géneros históricos al fusionarlos o rebautizarlos, asumiendo que son tan fluidos como nuestros propios hábitos de escucha.
Los mapas de Glenn McDonald se hicieron tan populares que generaron ropa y otros objetos de merchandising. Puede que incluso revelara demasiada información en su página particular, everynoise.com. A principios de diciembre, Spotify decidió recortar gastos despidiendo al 17% de la plantilla, unos 1.600 trabajadores; entre ellos estaba Glenn McDonald. Pasmo general. La compañía prescindía así de un verdadero musiquero, alguien que creía que Spotify, aparte de dar un servicio, también podía ser una fuerza positiva. Es un (mal) signo de los tiempos.