Cántame otra vez, James Taylor: clásico y eterno en el Auditorio Nacional

El autor de ‘Fire and Rain’ recupera temas con medio siglo a la espalda que ahora suenan aún más bellos y verdaderos

James Taylor, el lunes por la noche en su concierto en el Auditorio Nacional, en Madrid.Jaime Villanueva

Resumámoslo en una frase. Este siglo XXI nuestro no le pertenece ya a criaturas tan maravillosas como James Taylor, pero la vigencia de su obra debe sentarles fatal a todos esos talibanes de la inmediatez. Porque llegará un día en que seamos todos no ya polvo, sino olvido, y alguien seguirá estremeciéndose con Fire and Rain de camino al trabajo. Y a ver cómo les explicamos esto a los programadores en código binario y a los apóstoles del pensamiento de vía estrecha.

Al hombre que ...

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Resumámoslo en una frase. Este siglo XXI nuestro no le pertenece ya a criaturas tan maravillosas como James Taylor, pero la vigencia de su obra debe sentarles fatal a todos esos talibanes de la inmediatez. Porque llegará un día en que seamos todos no ya polvo, sino olvido, y alguien seguirá estremeciéndose con Fire and Rain de camino al trabajo. Y a ver cómo les explicamos esto a los programadores en código binario y a los apóstoles del pensamiento de vía estrecha.

Al hombre que sublimó como nadie la trascendencia de la canción de autor en suelo estadounidense se le gastó hace años la punta del lapicero. De hecho, apenas ha entregado un par de álbumes con material propio desde que nos adentrásemos en el nuevo milenio: el adorable October Road, en el ya lejano 2002, y aquel más irrelevante Before This World, que asomó tímidamente por nuestras vidas en 2015. Tanto él como nosotros sabemos que se trata de una cosecha rácana y menguante, pero James Vernon Taylor ya se procuró la vida eterna a través de sus canciones unas cuantas décadas atrás. Y por eso aquellas viejas páginas irrefutables volvieron a erigirse en objeto máximo de culto este lunes en el Auditorio Nacional de Madrid, un escenario de insólito boato para este septuagenario que creció en la escuela de Massachusetts y el Greenwich Village neoyorquino, se amigó de los Beatles, acabó consagrándose en la escena hippy californiana y lidió tanto con la gloria y el éxito como con las tinieblas de los excesos más desaconsejables.

Lo mejor de Taylor —además de su voz y sus canciones, de la bonhomía, de una manera de tocar la guitarra que no se parece a la de ningún otro de los millones de guitarristas que en el mundo han sido— es la figura espigada y risueña, ese porte de granjero afable que se asoma a tomar el fresco en el porche tras haber alimentado al ganado lanar y dormido con un cuento al nietecito. Apareció por un extremo del escenario este autor de dos decenas de álbumes preciosos y se puso a mirar al público entre la curiosidad y el agradecimiento, como si nos encontráramos todavía ante un principiante sorprendido de que alguien acuda a verle a sabe Dios qué garito de medio pelo. Y lo que sigue a partir de ese momento es una catarata de lecciones magistrales impartidas con talante humildísimo, porque la gente verdaderamente grande suele coincidir con la alérgica a los aspavientos.

Pareció a los 74 años que este sonriente coleccionista de viseritas grises emprendía su anhelada gira europea con la voz algo más endeble y menos perfilada, como esa piedra preciosa que ve menguado el fulgor o la madera a la que se le empieza a descascarillar el barniz. Al final no es tanto eso como que ha perfeccionado aún más los márgenes para la improvisación y el matiz, para que nunca suenen igual esas canciones que llevan medio siglo acompañando a todo el que se cruza con la obra de este cronista de las vidas esforzadas y corajudas.

James Taylor, durante el concierto en el Auditorio Nacional.Jaime Villanueva

Este Taylor aún más sereno y maduro ha agudizado el apego por la quintaesencia y prescinde de cuanto le parece accesorio. Su principal recurso escénico pasa por cantar a pie, quieto o sentado en la clásica banqueta alta, en función de las revoluciones a las que transcurra el repertorio. Y ha reducido la alineación hasta un muy recatado formato de cuarteto, por aquello de arropar las canciones con seda pero sin miriñaques ni cualquier otro signo de ostentación. No se necesita más: si en tu equipo dispones de Steve Gadd a la batería o el superlativo Michael Landau con las guitarras, ya solo queda parafrasear al bueno de Ismael: abuelo, cántanos otra vez.

Un dato curioso: de las 21 canciones que desfilaron este lunes por el Auditorio, 11 provenían de aquel celebérrimo Greatest Hits de 1976 cuya portada blanquísima, manchada solo por los títulos del repertorio, se erigió desde entonces en metáfora de lo fundamental frente a lo circunstancial. La única página sacrificada de aquella antología es Steamroller, aunque algún momento hubo de armónica y guitarra eléctrica Fender Telecaster a lo largo de la comparecencia para que ese pequeño pedacito de blues en el corazón de JT también se sintiera representado. Queda, en consecuencia, poco margen para el cazador de repertorio menos trillado, más allá de que la segunda mitad del concierto comience con una brasileñizada Teach Me Tonight, el viejo estándar jazzístico que James recreó en su más reciente álbum de versiones (American Standard, 2020), seguida por la muy infrecuente Bittersweet, que solo aparecía en el The Best Of del año 2003.

Pero esta no es gira de taylorólogos impenitentes, sino de reencuentros muchas veces pospuestos y ahora ya inaplazables. Poblaba las gradas un público maduro, pero con no pocos vástagos acaso invitados por sus progenitores y tan entusiasmados como ellos. Y en primera fila, más absorto aún de lo que ya siempre fue, acertamos a divisar a uno de nuestros pilares mayores de la canción, Pablo Guerrero, escoltado por el fotógrafo o retratista de almas Enrique Cidoncha, los dos vetándose a conciencia el derecho al parpadeo. Porque la capacidad de que nos conmueva lo bello es del todo intergeneracional, se pongan como se pongan.

Llegó un momento en esa memorable segunda parte, a partir de Fire and Rain, Carolina In My Mind y Mexico, en que los cuerpos ya se despegaron de los asientos y el abrazo se volvió cálido y ardoroso, monumental y eufórico, eminentemente colectivo. Nunca tuvimos claro que esos descansos de 20 minutos les sienten bien a los conciertos de pop, pero a James Taylor le funcionan, quizá porque permiten regodearse en el paladeo y evitar que al espectador se le sacie el apetito. Al final, el bueno y viejo James solo deja la alternativa de quererlo, más aún si hace escala en sus dos cantos superlativos sobre la distancia, Long Ago and Far Away y, para concluir, Song For You Far Away. Le añorábamos más de lo que podíamos imaginar y le esperaremos antes de lo que él planee volver.

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