Yo es otro

En la era de la información desatada, el lujo de leer sobre gente que no existió ni existirá se ha reducido al mínimo

Cadáver de una mujer asesinada a tiros en Culiacán (México), en agosto pasado.RASHIDE FRIAS (AFP / GETTY)

Cada año los libros más leídos y mejor criticados del año suelen ser la historia de un duelo personal, la muerte de un padre, madre o abuela, una dictadura o una transición democrática contada desde el prisma personal de un niño o adolescente que tiene el mismo nombre y apellido del autor. No pocos de esos libros van más allá del testimonio sincero, obras complejas y extrañas que ejercitan de manera personal la modestia de no poder contar más que lo vimos. Se enfrentan a esa literatura en yo menor los que aún creen en la “novela-novela”, es decir, una novela en que el universo de la ficción se...

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Cada año los libros más leídos y mejor criticados del año suelen ser la historia de un duelo personal, la muerte de un padre, madre o abuela, una dictadura o una transición democrática contada desde el prisma personal de un niño o adolescente que tiene el mismo nombre y apellido del autor. No pocos de esos libros van más allá del testimonio sincero, obras complejas y extrañas que ejercitan de manera personal la modestia de no poder contar más que lo vimos. Se enfrentan a esa literatura en yo menor los que aún creen en la “novela-novela”, es decir, una novela en que el universo de la ficción se independiza del testimonio usando, como Bolaño, la riqueza de la tradición literaria para construir ficciones que no son más que combinación de mitos.

Emiliano Monge pertenecía hasta hoy a este segundo grupo. Soy testigo de cómo Emiliano Monge, uno de los escritores más cultos de su generación, se rebeló largamente contra la aparente facilidad de esa literatura del yo. Pero esa misma rebeldía instintiva no lo cegó a la hora de descubrir que no tenía una historia más compleja, más completa, más mexicana y más universal que la suya. Esa es la verdad ante la que nos enfrentamos todos los que hemos terminado convirtiendo a nuestros padres, amigos o hermanos en personajes. Aceptamos tarde, mal o nunca que la única historia que nos importa es la nuestra, que es justamente la única que le interesa al lector.

Quizás esa victoria de la biografía sobre la ficción pura y dura dice algo más profundo sobre nuestra forma de leer, es decir, escribir, el mundo hoy. La ficción novelesca es, después de todo, un accidente breve en la historia de la literatura. A Homero y a Esquilo, a Shakespeare o a Montaigne no se les hubiese ocurrido nunca contar una historia que fuese completamente inventada. Puede ser que el lujo de perder el tiempo en historias que no pertenecen a la historia es como la ópera, las pelucas o el rapé: una señal de distinción de una sociedad burguesa que dejaba así en claro lo lejos que estaban de sus preocupaciones las necesidades de supervivencia. En la era de la conexión global y la información desatada y de crisis perpetua, el lujo de leer sobre gente que no existió ni existirá jamás parece haberse reducido al mínimo. El pacto entre el lector y el libro no soporta hoy otra tinta que no sea la sangre del autor que certifique de alguna forma que lo que aquí se escribe es urgente de leer como fue urgente de escribir.

En No contar todo, Emiliano Monge sigue el recorrido de una estirpe de impostores. Una serie de hombres atados por algo más que la sangre en común, que una y otra vez se inventan vidas y muertes para huir de la responsabilidad de ser ellos mismos. Una genealogía de mentiras, piadosas sólo a veces, que terminan por engendrar un escritor, es decir, alguien que vive a plena luz del día la impostura que sus padres y abuelos arrastraron en la sombra. Alguien, en suma, que tiene permiso para mentir y que decide decirnos de pronto toda la verdad.

La historia de los Monge, en la que se cruzan la política, el narcotráfico (nada menos que el nacimiento del cartel de Sinaloa), la revolución y la literatura, es suficientemente rica para ser contada en primera persona del singular. Pero esa tentación, la de la autoficción, tan socorrida para los escritores de la generación de Emiliano, es justamente el toro con el que el autor de este libro, en tanto sentido ejemplar, torea, librándose a toda suerte de verónicas y semiverónicas hasta la estocada final.

En No contar todo no hay ficción más allá de la natural ficción de la memoria, pero tampoco hay puro y simple testimonio. Las voces de personajes con nombres y apellidos “reales” son tratadas con todo el rigor de la ficción, con una ambición totalizadora que recuerda más a la literatura del boom que a la literatura del yo posmoderna. Es quizás eso lo que hace No contar todo, además de un placer, un hito, una forma propia de responder la pregunta a la que nos vemos enfrentados todos los que escribimos novelas desde que empezó el siglo XXI: ¿qué puede un lector hoy creer y querer al mismo tiempo? ¿Se puede aún hoy, en que nada es total, intentar la novela total, la que da cuenta completa de un mundo?

¿Cómo contar las paradojas del México de ayer cuando se tiene apenas tiempo para absorber el río de cadáveres de esta mañana? Emiliano Monge eligió abrazar a sus muertos, a sus muertes, para contarlas con todo el virtuosismo y la ambición con que ayer se inventaban novelas. El resultado es un asombroso juego de sombras y luces personales que constituyen sin disimulo un fresco en carne viva de la historia de México. Es también una historia de hombres solos y de padres también solos que enfrentan de manera siempre insólita y propia las obligaciones de la herencia.

‘No contar todo’. Emiliano Monge. Literatura Random House, 2018. 328 páginas. 17,49 euros.

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