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Joe, el patriarca infernal

La violencia y la intimidación psicológica eran las armas del líder del clan Jackson. Víctima principal fue el más frágil de los niños, Michael

Joseph Jackson, con un doble disco de platino, en 1982.Vídeo: Michael Ochs Archives (GETTY IMAGES) | EPV
Diego A. Manrique
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Según la famosa denuncia del sociólogo Daniel Moynihan, publicada en 1965, el gran problema de la minoría negra en Estados Unidos es la ausencia del padre en millones de familias. Moynihan, sin embargo, se olvidaba de otras patologías: padres inflexibles que sí estaban presentes, convirtiendo en un infierno la vida de los seres cercanos, quizás tras interiorizar la visión de Booker T. Washington, que exigía esfuerzos supremos a los descendientes de esclavos para demostrar su humanidad frente al racismo dominante.

Tal vez estemos dignificando excesivamente a Joseph Joe Jacksonal integrarle en esa tradición de sacrificio. El padre de los Jackson se incorporó tardíamente a la Gran Migración que abandonó los Estados sureños para buscar realizarse en el Norte industrial. Llegó demasiado tarde y no le funcionaron los atajos del deporte (fue boxeador) ni la música (estuvo en una banda de blues). Terminó manejando grúas en una fundición de Gary (Indiana).

La ciudad había sido territorio mafioso desde los tiempos de Al Capone; Joe decidió aplicar el máximo rigor a sus nueve hijos para que no cayeran en las tentaciones. Dicen que se le encendió la bombilla tras azotar a Tito, tercero de los hermanos, por tocar la guitarra paterna. Dado que no tenían envergadura de boxeadores, quiso transformarlos en músicos y cantantes con un implacable régimen de ensayos y actuaciones.

La violencia y la intimidación psicológica eran las armas de Joe Jackson. Víctima principal fue el más frágil de los niños, Michael. Mientras sus hermanos mayores desarrollaron picardías que les permitieron un mínimo de autonomía, sobre todo en las salidas fuera de Gary, Michael se conformó con construir un mundo interior que prefería no compartir con nadie.

Encerrados en una casa diminuta, donde convivían 11 personas, aquello tenía mucho de cárcel. La madre, Katherine, se refugiaba en la religión y aparentaba no ver las libertades que se tomaba Joe con Rebbie y La Toya, entonces las únicas chicas del rebaño. Sí lo veían los hermanos, que ya sabían que su padre era débil en cuestiones sexuales.

Con 40 años, el grupo era la última oportunidad para Joe. Ya habían sacado discos en un sello local, sin gran impacto. Pero tenían un as en la manga: Michael, dinámico en sus bailes e intenso en sus interpretaciones vocales. A la hora de hacerles una prueba, en vez de una maqueta, los tipos listos de Motown grabaron una cinta de vídeo y Berry Gordy Jr., el capo de la compañía, dio su aprobación.

Tras los primeros éxitos en Motown, Joe Jackson se sintió reivindicado: aquello justificaba la disciplina, las palizas, las infancias robadas. Al mismo tiempo, su omnipotencia fue puesta en entredicho: sus hijos pasaban a manos de unos equipos que tomaban decisiones musicales y profesionales. Joe fungía como mánager, pero su margen de actuación era mínimo. De todos modos, su presencia era un recordatorio del poder de los vínculos en las familias negras. Los hijos aceptaron su jerarquía simbólica, pero rompieron amarras. Intentó montar su propia discográfica, Ivory Tower, que no prosperó. En algún momento, se confesó incapaz de jugar en aquella liga. Como recomendaría a Michael, la solución estaba en aliarse con “hombres blancos” (es decir, los ejecutivos judíos, tan presentes en el show business). Por su parte, Michael se reservó la venganza final: no le mencionó en su testamento.

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