‘Blackwater’: por qué nos gustan las familias de mierda

En la crudeza de los vínculos afectivos que retrata la saga de Michael McDowell, en la oscuridad y el fango de sus aguas, se nos permite chapotear con nuestros propios dramas y al mismo tiempo salir ilesos

Combo de la saga 'Blackwater', de Michael McDowell, publicada por Blackie Books.

Nos gusta leer historias sobre familias de mierda porque es más fácil llamar, qué sé yo, ¡ladrón!, o… ¡pedófilo!, o tal vez… ¡mentiroso! a un padre de ficción ahí escondidito entre las páginas de una apasionante novela, que a ese que nos engendró y cuyo primer apellido cuelga también, y por desgracia, de nuestro nombre. Hay algo tremendamente gustoso en la lectura de dramas familiares de la novela canónica como pueden serlo Cumbres borrascosas o Anna Karenina porque, a este lado ...

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Nos gusta leer historias sobre familias de mierda porque es más fácil llamar, qué sé yo, ¡ladrón!, o… ¡pedófilo!, o tal vez… ¡mentiroso! a un padre de ficción ahí escondidito entre las páginas de una apasionante novela, que a ese que nos engendró y cuyo primer apellido cuelga también, y por desgracia, de nuestro nombre. Hay algo tremendamente gustoso en la lectura de dramas familiares de la novela canónica como pueden serlo Cumbres borrascosas o Anna Karenina porque, a este lado de la realidad, esa amalgama de cabronadas que se hacen entre hermanos, esposos o cuñados nos calma por un rato el ansia de insultar a los seres más despreciables de nuestra estirpe. Era una verdad tramposa esa de que sólo las familias felices se parecen entre ellas, porque resulta que las familias desdichadas también son universales, o lo que es lo mismo, propensas a ganarse nuestros más hondos sentimientos de identificación.

No merece la pena ponerse a enumerar ahora los títulos de esas varias toneladas de autoficción, memoria y autobiografía que la industria editorial ha generado en las últimas décadas, y en las que los protagonistas no son otros que esas abuelas por las que se hizo un largo duelo; o esos padres por los que el autor sintió que traicionaba a su clase social; o esas madres arrepentidas de haber alimentado al ángel del hogar; o esos hermanos sedientos de recibir una complicada herencia, entre un larguísimo etcétera de tramas más o menos similares, más o menos plagadas de desdichas, aunque siempre contadas “desde la verdad y la honestidad” de sus narradores.

En sus cursos de literatura europea, Vladimir Nabokov dice que el verdadero talento de un lector es el de distanciarse de la obra que lee, para no jugarlo todo a la odiosa carta de la identificación

Quien haya leído Los armarios vacíos, de Annie Ernaux, sabrá a lo que me refiero. Es que, fijaos, parece que los franceses tengan siempre la culpa de las mejores-peores modas de la historia de la literatura. Algunas décadas más tarde que la Nobel, Laura Ferrero escribiría al comienzo de Los astronautas: “Yo tenía una familia, pero nadie me lo contó”, lo cual me parece un broche perfecto a esta era del “autofamiliarismo” en la novela, porque si los escritores están ya cansados de buscar trapos sucios entre sus baúles familiares, imaginad los lectores.

En sus cursos de literatura europea, Vladimir Nabokov dice que el verdadero talento de un lector es el de distanciarse de la obra que lee, para no jugarlo todo a la odiosa carta de la identificación. Del mismo modo, para el autor de Ada o el ardor, el verdadero talento de un novelista sería el de construir un mundo propio y original, en el que “la realidad de un objeto, de una persona o de una circunstancia dependa exclusivamente del mundo creado” por sus libros. Es probable que esa abundancia de “autofamiliarismos” ajenos a toda ficción se nos haya quedado un poco atragantada últimamente, y que por eso estemos regresando con voracidad a las ficciones más o menos puras, más o menos fantasiosas y más o menos cargadas de “mundos creados” con los que poder distanciarnos, a la vez que saciarnos de una identificación que tiene que ver más con los paralelismos del sentir que con el reconocimiento absoluto con la verídica circunstancia del autor.

Si no es por eso, ¿a qué respondería entonces todo ese alboroto que en los primeros meses de 2024 se ha generado con librillos de Blackwater? Que sí. Que ya sé que en verdad la saga de Michael McDowell viene revestida con unas cubiertas alucinantes, petadas de brillantina. Y que, entre la artillería destinada a su promoción, la editorial cuenta con blurbs de Mariana Enriquez y Stephen King. Sí, sí. Ya he visto que a los libreros les hace felices tener ejemplares de Blackwater amontonados en una caja llamativa por purpurínica. Y también que en TikTok se habla cada vez más del reto de devorarse a los Caskey. Pero, del mismo modo en que para Roberto Calasso el escándalo de Lolita no era el sexo, sino la literatura misma, a mí me da la sensación de que en el caso de Blackwater el revuelo no es la parafernalia hipster, sino la literatura misma, una literatura que recupera lo mejor de esos clásicos que se volvieron canónicos no sólo por su forma o por su bella escritura, sino más bien por el modo en que presentaban las desdichas familiares con las que, desde una distancia prudencial, tanto nos gusta identificarnos.

Si nos gusta Blackwater es porque nos gusta la gente de mierda. Concretamente, porque nos gusta llamar “familias de mierda” a las “familias de mierda”. Si nos gusta Blackwater no es por la rimbombante palabra “matriarcado”, tan bien colocada en la contracubierta del primer volumen, sino porque entre sus páginas vemos a personajes femeninos más bien ajenos a la sororidad y a mujeres lorquianas que nos recuerdan que no pasa nada por detestar las actitudes opresivas de nuestra abuela. Si nos gusta Blackwater es porque, en la crudeza de los vínculos afectivos que retrata, en la oscuridad y el fango de sus aguas, se nos permite chapotear con nuestros propios dramas, y al mismo tiempo salir ilesos, pues entendemos que la enorme dosis de fantasía que McDowell metió en las pieles pegajosas de Elinor y de Frances hay una verdad a medias, un armario vacío, una libertad para quejarnos de aquello que sólo puede estar en los otros, porque en nuestro interior ni tiene nombre, ni hace falta que lo tenga.

En fin. Qué rica la literatura cuando al final no pretende ser más que eso, literatura.

Luna Miguel es escritora. Sus últimos libros publicados son Caliente (Lumen), Leer mata (La Caja Books) y Ternura y derrota (La Bella Varsovia/Anagrama).

Blackwater

Michael McDowell
Traducción de Carles Andreu / Albert Vitó (vol. IV)
Blackie Bocks, 2024. Seis volúmenes
272 páginas. 9,90 euros.

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