Séneca: de filósofo estoico a sabio sin escuela

El escritor y doctor en Filosofía Javier Gomá reflexiona sobre la vida del autor cordobés, de gran bonhomía, aunque a veces de ideas crueles, que se redimió durante su último retiro con su defensa del alma humana y su muerte ejemplar

'La muerte de Séneca' (1871), de Manuel Domínguez Sánchez, perteneciente al Museo del Prado, muestra al filósofo cordobés rodeado por sus amigos tras cortarse las venas después de haber sido condenado por el emperador Nerón.Fine Art Images / Heritage Images / Getty Images

El político más eminente de su tiempo; uno de los romanos más ricos; el mejor orador de la historia romana con Cicerón; el único escritor latino que cultivó a la vez la prosa y el verso; autor de las únicas tragedias latinas conservadas; renovador del estilo durante el posclasicismo; el mayor filósofo latino hasta san Agustín; educador de un emperador; principal teórico de la forma política del Imperio; primer hispano de fama universal.

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El político más eminente de su tiempo; uno de los romanos más ricos; el mejor orador de la historia romana con Cicerón; el único escritor latino que cultivó a la vez la prosa y el verso; autor de las únicas tragedias latinas conservadas; renovador del estilo durante el posclasicismo; el mayor filósofo latino hasta san Agustín; educador de un emperador; principal teórico de la forma política del Imperio; primer hispano de fama universal.

Cada uno de estos 10 méritos por separado hacen de Séneca una figura señera, juntos lo convierten en un gigante descomunal.

La posteridad europea lo recuerda y lo lee, pero aquí llegó a confundirse con la esencia de España: Ganivet (Idearium español, 1897) y Zambrano (El pensamiento vivo de Séneca, 1944). Esta hipótesis de la españolidad de Séneca fue zanjada por Américo Castro con su pizca de sarcasmo: “La idea de un senequismo español equivaldría a llamar maya a la poesía de Rubén Darío” (La realidad histórica de España, 1952).

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Para comprender rectamente el significado de la figura de Séneca hay que situarla en cuatro entornos. El histórico, en primer lugar. En tiempo de la República, la separación de poderes garantizaba las libertades republicanas, pero, tras Augusto, la soberanía se concentra en una sola de esas familias, la Julio-Claudia, de la cual salieron los cinco primeros emperadores: Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón. Séneca nació con el primero y murió con el último.

El segundo entorno es el literario: el posclasicismo. Séneca se sitúa al principio de ese periodo, Tácito y Juvenal al final. Los posclásicos son los primeros escritores latinos que disponen de unos modelos en su lengua, los clásicos de la edad de oro —Cicerón, Virgilio, Horacio, Ovidio—, que, por su reconocida perfección, son considerados dignos de imitar. Ahora se piensa que, en el fondo, la cultura griega y la romana son una, la misma cultura grecorromana que se expresa en dos lenguas. El tercer entorno es el filosófico. Si el clasicismo griego fue emanación de la polis, el helenismo se inclina hacia el individuo, anhelante de felicidad. Ahora bien, la felicidad no es tema reservado a unos pocos iniciados, sino que incumbe a todo el mundo. Por consiguiente, la filosofía helenística trasciende a los profesionales de la filosofía y sus dos principales escuelas, tanto epicureísmo como estoicismo, se abren a la ciudadanía general. El estoicismo fue una especie de filosofía oficial en Roma a partir del siglo II antes de Cristo.

Por último, el entorno familiar. Los padres de Séneca pertenecían a la clase de propietarios agrícolas de la actual Córdoba, en la Hispania romana. Los tres hijos de Lucio Anneo Séneca —­Galión, Lucio y Mela, padre del poeta Lucano— conformaron un clan unidísimo y triunfador, si bien hubo de superar tres lastres de partida: era novus, eques y provincialis. Novus porque ninguno de sus antepasados había entrado en el Senado; eques porque no pertenecía a la aristocracia, y, como nacido en una provincia de Hispania, provincialis, en desventaja con los italianos.

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Séneca nació en Córdoba más o menos con el cambio de era, contemporáneo de Cristo. Cuando en el año 14 después de Cristo murió Augusto, ya estaba en Roma estudiando filosofía en el círculo de los sextios. A los 25, partió a Egipto con sus tíos, donde escribió tratados geográficos y etnográficos hoy perdidos. Al volver, se inició la década prodigiosa para el cordobés: nombrado senador, autor de libros de filosofía, aclamado orador (libros y discursos también perdidos), prosperó en la corte trabando relación con las hermanas de Calígula (Julia Livila y Agripina).

Calígula lo condenó a muerte porque defendió demasiado brillantemente una causa en su presencia. Aunque al final lo indultó

Ahora bien, ese mismo éxito tan deslumbrante estuvo a punto de costarle la vida dos veces: tras el 37, le condenó a muerte Calígula porque había defendido una causa demasiado brillantemente, aunque al final lo indultó; en el 41, volvió a condenarlo Claudio, esta vez por supuestos amores con la citada Julia Livila. Cabe suponer que Séneca fuera víctima de alguna intriga de palacio en la que se dejó enredar. Al final, le fue conmutada la pena capital por la de destierro en la isla de Córcega. Pocos días antes de partir, murió un hijo pequeño de Séneca, aunque no se sabe si estaba casado ni, si lo estaba, con quién.

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En Córcega, Séneca escribe. La datación de su obra es dudosa, pero me permito adscribir a estos siete años de ocio y soledad (entre 41 y 48) las tres consolaciones y los ocho diálogos, en prosa y, en verso, diez tragedias, probablemente nunca representadas.

En la isla, Séneca es filósofo, pero —hay que reconocerlo—uno sin originalidad que se expresa con las palabras prestadas de la escuela estoica y asume en bloque su ideal de sabio. Según este ideal, sabio es quien renuncia a los bienes exteriores de la caprichosa Fortuna, que nos esclavizan con las esperanzas y los temores que despiertan en el alma, y así, independiente y libre de pasiones (la famosa apatía), disfruta interiormente de su virtud, el bien único y absoluto.

Una distinción de mi invención, ni de Séneca ni de la escuela, es útil para enjuiciar la validez del ideal según los casos: la que diferencia entre bienes impersonales y bienes personales de Fortuna.

Para Séneca, el sabio es invulnerable porque la Fortuna, que ni pone ni quita virtud, no tiene armas contra él

Aplicado a los bienes impersonales, el ideal emana nobleza y dignidad: el sabio se eleva por encima de riqueza, poder, etcétera, y es dichoso exclusivamente con su virtud. El ideal, en cambio, es menos admirable cuando el bien personal en cuestión es uno mismo. Para Séneca, el propio cuerpo y la propia vida pertenecen por igual a la clase de cosas que el sabio está obligado a menospreciar. Cuando el sabio muere, como sólo existía para su virtud y se había vaciado de todo lo demás, nada serio sucede. El sabio es invulnerable porque la Fortuna, que ni pone ni quita virtud, carece de armas contra él.

El ideal resulta directamente bochornoso, por último, cuando los bienes personales en juego son los otros. La amistad, por ejemplo: Séneca se enfrenta al dilema de cómo un sabio independiente puede depender de un amigo. Solución: reivindica la amistad, pero no los amigos y, si uno de sus amigos muere, se busca otro de reemplazo y santas pascuas.

Con todo, la doctrina del desprendimiento de los bienes de Fortuna es aún más estupefaciente cuando toca a los hijos. Bastará para ilustrar el disparate la anécdota del filósofo Estilpón. El rey de Macedonia saqueó Mégara y, además de confiscar su hacienda, raptó a sus hijos; al encontrarse con él, le preguntó, extrañado de su conformidad, si no había perdido nada durante el asedio, a lo que el filósofo respondió: “Nada he perdido. Todos mis bienes van conmigo”. “¡He aquí un hombre fuerte y valeroso!”, exclama Séneca, “tenía consigo sus verdaderos bienes, de los que nadie puede tomar posesión; por el contrario, los que se llevaban desbaratados y despedazados [es decir, sus hijos] no los consideraba suyos, sino accidentales y sujetos al imperio de la Fortuna”.

Los hijos, despedazados, son accidentales. Se echa de ver que el ideal importado de escuela conduce a Séneca, un hombre de gran bonhomía, a conclusiones crueles y deshumanizadas.

Busto del filósofo cordobés Lucio Anneo Séneca.INTERFOTO / Alamy / CORDON PRESS

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Una de aquellas hermanas de Calígula, Agripina, casada con Claudio, mandó llamar a Séneca para ser tutor de su hijo Nerón. Empiezan los 14 años de su vida política y su entrada en la Historia. En el 54 Claudio es envenenado, un Nerón de 17 años es proclamado emperador y el tutor entra en el círculo de los amici principis, donde entonces residía el poder real en detrimento del Senado. Los primeros discursos del joven emperador se articulan en torno al concepto de clemencia, inspirados por su maestro. Y, en efecto, nos ha llegado un tratadito senequista de extraña estructura titulado Sobre la clemencia, paralelo al De la república de Cicerón pero acomodado a los tiempos del principado. Lo que en Cicerón eran la separación de instituciones y las virtudes republicanas de los ciudadanos, en Séneca lo son la concentración de poder y la virtud personal del emperador, en especial la clemencia, consistente en una autolimitación voluntaria del poder absoluto: el rey del mundo debe ser antes rey de sí mismo y saber contener sus pasiones.

Se volvió un hombre de poder colaborador y posibilista, demasiado posibilista. No dimitió, no se opuso abiertamente a las sevicias de su señor

Los primeros cinco años de reinado de Nerón fueron una edad de oro en Roma. No se conoce ninguna decisión de Séneca, luego hay que imaginárselo despachando asuntos ordinarios y nombrando funcionarios. Todo se torció cuando en el 60 el emperador ordenó dar muerte a su propia madre y, emancipado de su educador y consejero, da rienda suelta a su personalidad psicópata. El número de asesinatos, desmesuras, depravaciones narcisistas y caprichos ególatras narrados por Tácito y Suetonio es sin cuento, como si en palacio se hubieran abierto las puertas del Hades. Y no es sólo que Séneca, filósofo de una ética sublime, no la pusiera por obra en la corte; es que las fuentes nos muestran a un hombre de poder colaborador y posibilista, demasiado posibilista. No dimitió, no se opuso abiertamente a las sevicias de su señor. He aquí el peliagudo tema de las contradicciones entre el filósofo y el político: su riqueza fabulosa; Apocolocintosis, su sátira a Claudio, a quien antes había elogiado en grado sonrojante; su justificación del asesinato de Agripina ante el Senado.

Como poco, desconcertante.

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En el 62, Nerón, después de matar a su esposa Octavia, casa con Popea y Séneca le solicita por fin dejar sus cargos. Aunque la petición es denegada, se retira a sus villas y consagra sus últimos tres años a la escritura.

Cuando Séneca vuelve a tomar posesión de sí mismo, ya no es el de Córcega, donde fungió de filósofo estoico que menospreciaba frívolamente la vida y elogiaba la muerte. Ahora no: ha despertado a la conciencia del valor sagrado de lo humano. Escribe: “El hombre es sagrado para el hombre”, poseedor de una excelencia distintiva que se expresa con la metáfora de la condición divina del alma —”el alma es un dios que se hospeda en el cuerpo humano”— y en la esperanza, extraña a la escuela, de su inmortalidad. En su último retiro, Séneca se sacude la máscara de filósofo estoico y entra en su última y mejor vicisitud: la de sabio sin escuela.

En el género epistolar encuentra el político retirado su elemento propio y compone una obra maestra de la literatura universal: Epístolas a Lucilio. Ya antes había creado un estilo de fraseo rápido, entrecortado, epigramático, que aspiraba a estar “entero en lo poco”. Ahora el formato de la carta le invita además a mostrarse a sí mismo en un tono confidencial, íntimo, propicio a la meditación de la vivencia. En cada carta, por primera vez en la cultura, comparece la clara voz del alma humana. Dicho al modo senequista, con Epístolas, Séneca inventa el género del ensayo.

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En el 65 es abortada una conspiración del senador Pisón. No se sabe si Séneca estaba implicado —yo creo que no—, pero Nerón ordena la muerte de su maestro, concediéndole la gracia de que se la administre a sí mismo. Entra el centurión en la casa de Séneca, que estaba comiendo con su mujer y unos amigos, y le comunica la orden al filósofo. “Este, sin inmutarse, pide las tablillas de su testamento; como el centurión se las niega, se vuelve a sus amigos y les declara que, dado que se le prohíbe agradecerles su afecto, les lega lo único, pero lo más hermoso, que posee: la imagen de su vida”.

Esta frase de Séneca (Tácito, Anales XV), inmediatamente anterior a abrirse las venas, me conmovió tanto cuando la leí por primera vez que la tomé en préstamo para título de uno de mis libros: La imagen de tu vida (2017). No le fue permitido escribir uno de esos bellos discursos en los que había sido maestro consumado, así que hubo de dejar en legado la ejemplaridad sin palabras de su vida entera, recordada por la posteridad. Sin escamotear las contradicciones de sus etapas anteriores, la imagen póstuma de Séneca acaba por redimirlas, porque, vista en conjunto, proyecta el retrato de un sabio cuya riquísima experiencia del mundo —lo tuvo todo en la vida, nada le fue negado— no le impidió seguir enamorado de su ideal, mejorarlo y confirmarlo con la serenidad de su muerte, en paz consigo mismo y con los demás.

Resumen de la conferencia pronunciada por Javier Gomá Lanzón en la Fundación Juan March el 10 de octubre de 2023, primera del ciclo ‘Estoicismo romano’, en el que también han participado Carlos García Gual y David Hernández de la Fuente.

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