Mayorga y el día en que nos volvemos invisibles
El autor madrileño aborda el tema de la soledad en las mujeres al filo de la vejez, en una comedia a la que como director de la puesta en escena no acierta a sacarle el partido que tiene
Algunos niños se inventan un amigo invisible con el que compartir sus preocupaciones, pero muchos ancianos se vuelven invisibles para la mayoría de los jóvenes. La protagonista de María Luisa, comedia de sofá que Juan Mayorga estrenó este jueves en el Teatro de La Abadía, es una setentona cuya vida no tiene más alicientes que su merienda semanal con Angelines, su amiga de siempre. Hasta que un día, al pedirle el portero que añada un par de nombres inventados...
Algunos niños se inventan un amigo invisible con el que compartir sus preocupaciones, pero muchos ancianos se vuelven invisibles para la mayoría de los jóvenes. La protagonista de María Luisa, comedia de sofá que Juan Mayorga estrenó este jueves en el Teatro de La Abadía, es una setentona cuya vida no tiene más alicientes que su merienda semanal con Angelines, su amiga de siempre. Hasta que un día, al pedirle el portero que añada un par de nombres inventados a su buzón (por miedo a los amigos de lo ajeno), aparecen dos individuos que dicen llamarse así. Como en el mito hebreo del Golem, criatura en la que se inspira un drama de Mayorga estrenado hace un año, la escritura de un nombre tiene el poder de insuflar vida a una criatura.
Aunque el autor mantiene cierta ambigüedad sobre la naturaleza de ambos recién llegados, de inmediato queda claro que son emanaciones del anhelo de María Luisa, que necesita sentirse querida, comprendida y deseada. La presencia de sus cortejadores, a los que pronto se unirá un tercero, es el reverso amable de las apariciones siniestras que pueblan la cabeza descarriada del personaje encarnado por Jack Nicholson en El resplandor. Sus nombres aluden a figuras propias del imaginario de Mayorga, más que del de su personaje: Mussolini; Beckenbauer, exlíbero del Bayern de Múnich; el filósofo Ralph Waldo Emerson; la bailarina Lydia Azzopardi…
La comedia está barrida por ráfagas de citas y de alusiones irónicas, obvias algunas de ellas, otras son para enterados: Yves Lebeau, citado como falsificador, es el traductor de Mayorga al francés; uno de los textos que recita Azzopardi, poeta pelma, está traído de una micropieza del propio autor, que acusa al rapsoda de plagio por medio de Juan Olmedo, tercer amigo imaginario de la protagonista (ya ven, dos en uno: el Burlador de Sevilla y el protagonista de la célebre tragedia de Lope). Hay en escena, pues, tres personajes con chicha y hueso (las dos amigas y el portero), y tres arquetipos: el hombre de acción incapaz de pasar de la palabra a los hechos; el poetastro; y el caballero almidonado, que son a su vez la traducción de tres figuras de la comedia del arte italiana: el capitán Fracassa; Pierrot, el poeta lunar, y Florindo, el enamorado.
El texto de Mayorga podría dar más juego del que da en la puesta en escena del propio autor, que en este campo tiene una experiencia limitada y tiende a emular la manera de hacer de Simon McBurney al frente de Théâtre de Complicité y la de Robert Lepage, directores-actores consumados de la escuela de teatro físico de Jacques Lecoq. Su montaje es pródigo en acciones secundarias que distraen de la acción central porque no están bien jerarquizados los planos; también adolece de cambios de código frecuentes en la comunicación telefónica entre personajes situados cada uno en su casa, y de cierta indefinición en el papel que juegan los intérpretes cuando no participan en el diálogo. Lola Casamayor le transmite a la protagonista humanidad, bonhomía y fervor. Es el eje de esta función, en la que destaca su careo con el atrabiliario Beckenbauer de Juan Codina. Le falta tiempo de contacto presencial a la relación predominantemente telefónica que María Luisa mantiene con Angelines, encarnada cálidamente por Marisol Rolandi.
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