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Cartas de Cuévano
Columna
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Borges, el infinito

La exposición en Madrid es un bálsamo para quienes sabemos que así pasen los siglos seguiremos leyendo al argentino

Debemos a la minuciosa labor de Raúl Manrique Girón y Claudio Pérez Miguez el acervo creciente del Museo del Escritor en el santuario llamado Centro de Arte Moderno de la calle Galileo en Madrid. Esos arcángeles han celosamente custodiado objetos que dan fe de la existencia real de escritores hispanoamericanos que muchos lectores creían tan inventados como sus propios personajes. De no ver de cerca un sombrero de Adolfo Bioy Casares o confirmar la minúscula perfección con la que pergeñaba sus versos Eliseo Diego, cualquiera pensaría que eran cosa de encantamiento, tan ficción la poesía entrañable del inmenso poeta cubano como las andanzas por este mundo de quien fuera tan amigo de Borges.

De Jorge Luis Borges se decía que él mismo apuntaló la leyenda de su propia impostura refiriéndose siempre al Otro, al Borges con el que se encuentra él mismo a la orilla de dos ríos diferentes en dos lugares distantes (¿o es el mismo río de Heráclito y Parménides que se desdobla por magia del tiempo?) en ese relato perfecto donde el viejo escritor ya consagrado conversa con él mismo, joven y aún por publicar, sabiendo ambos que el encuentro ha de quedar sepultado en el olvido. O en el infinito.

Gracias a Claudio Pérez Miguez y Raúl Manrique Girón, la Casa de América de Madrid exhibe por estos días una colección atinadamente llamada “El infinito Borges” que reúne fotografías, libros, dedicatorias, cartas, periódicos, vasos, bolígrafos, estilográfica, video y grabaciones de un Borges efectivamente infinito, inabarcable. Ése que se multiplica en los círculos concéntricos que formaron quienes lo conocieron en vida, los que lo leen el día de hoy como si acabara de surgir de la niebla y en cada uno de los objetos sacrosantos que tuvo en sus manos el polémico poeta, fantástico cuentista, genial ensayista y raro personaje al que su madre llamaba Georgie. Por allí las fotos con la mirada ya fija en el espacio interminable de una ceguera que le permitía mirar el color amarillo y las formas oscuras de alguna sombra, por aquí los dibujos de su hermana y el recuerdo ya casi intangible de cuando Borges dormía en una habitación cuyo balcón daba a la Puerta del Sol en el corazón de Madrid, en los días que eran años navegando en caminatas verbales y largas sobremesas sobre todo lo divino y todo posible fracaso que evocaba ante el joven argentino, su maestro Rafael Cansinos Asséns, traductor de Las Mil y una Noches.

En vitrinas, los libros dedicados y los propios en ediciones envidiables, las notas periodísticas e incluso, el sarcasmo en torno al Premio Nobel que nunca le llegó a las manos o las fotografías ya casi en sepia de Borges con coetáneos o los luminosos artículos en periódicos anchos que dan hambre con sólo imaginar que hubo un ayer en que Borges publicaba como si nada en diarios que quizá una vez leídos pasaban a ser envoltorio para vasos en mudanza o pescados empapelados, como sucedió con las partituras perdidas de Johann Sebastian Bach.

El infinito Borges es un bálsamo para quienes sabemos que así pasen los siglos seguiremos leyendo al autor de “El jardín de senderos que se bifurcan” como la primera vez, sabedores de la poca probabilidad con la que podríamos haber trabado realmente amistad con un ser inalcanzable como él. De siempre supimos que sería poco probable ganarnos su confianza por el tiempo, por lo sabio y también por muchas de sus atrevidas posturas más que políticas. Desconcertaba la voz y la cartografía sin mapa posible de su erudición, la atrevida luz de sus laberintos, la oscura materia con la que se fragua un poema cuando es de veras… y de todo ello está hecha la exposición con la que se abre ya la temporada obligatoria para todo lector de esperar el próximo verano sabiendo que se cumplen los primeros treinta años desde que –dicen las enciclopedias y consta en algún periódico—que, al parecer, murió Borges en Suiza. Hay quien ha visto su tumba y sin embargo, no me lo creo: que abro la página sexta de El Aleph y me parece que aún está húmeda la tinta y consta que hay un cuento escrito en la arena de incontables granos como papel de agua o piel de Luna en el que siempre se ha de quedar dormida una musa en el mismo párrafo de siempre. Borges, el infinito que conversara con Funes, el memorioso y el que prefiguró que la eternidad tiene forma de biblioteca; el autor sin tiempo que sabía en silencio que la lluvia es esa cosa que siempre ocurre en el ayer y el testigo azorado de un duelo a cuchillos entre compadritos que recrean con su ira la misma escena que consta en los libros de historia del Imperio Romano. Borges entre libros y caminando del brazo de una sombra por una calle en blanco y negro, el atento lector que ya no tiene vista que se inclina a palpar con las yemas de los dedos unos libros en octavo, alineados en un librero que gira para que todo mundo verifique que con sólo tocarlos, el ciego ya los lee de memoria. Borges al lado de María, una leve sonrisa canosa, bajo el espumoso encaje finísimo de una blusa que merecería narrarse.

En la primavera de 1986 supe de un iluso que invirtió sus ahorros en la compra de un boleto de avión para Buenos Aires con la esperanza de apoltronarse en la acera de enfrente de la calle Maipú y esperar cuantas horas fueran necesarias para ver salir a Jorge Luis Borges del brazo de su Kodama y, una vez confirmada su existencia, simplemente tocarle el brazo y decirle que lo leía. El filósofo y novelista Julián Meza vino a este mundo –entre otras muchas razones—para volverse verdadero maestro en muchos lances de literaturas variadas y accidentes cotidianos y por lo mismo, tuvo a bien comunicarle al confundido iluso que de poco servía volar a Buenos Aires si era bien sabido –en aquella primavera del ’86—que Borges se había mudado con todo y María Kodama a Suiza y que muy probablemente se preparaba para morir y ser enterrado bajo una piedra de vikingos en un lote cercano a donde dicen que reposa Calvino.

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Confieso públicamente que –confirmada la cátedra que me dio Julián Meza—cambié el billete de avión por un fajo de boletos para el Campeonato Mundial de Futbol México 86 y que fui de los testigos que asistieron al estadio de Ciudad Universitaria en la Ciudad de México aquella tarde en que Maradona le dibujó no pocos milagros a unos coreanos que dejó estrábicos de por vida y metió un gol que al día siguiente ocupó las ocho columnas de todos los periódicos del mundo. Abajo, de lado y en un tipo de letra más pequeño, se leía que Borges había muerto en Ginebra.

Por la indiscreta publicación del abultadísimo diario de Bioy donde escribió día a día la amistad eterna que sostuvo con Borges, sabemos que ese mismo día Adolfito se acercó –como de costumbre-- al kiosco de todos los días, pero a diferencia de todas las otras veces, el periodiquero lo recibió con un “Lo siento”, instantes antes de que Bioy viera impreso en los diarios colocados como manteles la noticia donde se publicaba la muerte de su amigo… y escribe Bioy en su diario que se volvió a su casa, consciente de que caminaba por vez primera en un mundo sin Borges. Tal como se queda uno al salir de las páginas inmortales de cualesquiera de sus cuentos o al comentar de refilón cualquiera de sus ensayos con quienes aún no lo descubren o al caminar hacia Cibeles habiendo visitado la exquisita muestra de papeles, objetos, ideas y tentaciones puras que han expuesto en Casa de América para constancia de algo que parecía imposible: la eternidad es absolutamente palpable cuando de palabras se trata; más aún, cuando un escritor se sale de todo tiempo con sólo poner en tinta eso que habita en silencio.

Blog: Café de Madrid

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