El Castigador que castiga a Filipinas
Desde su llegada al poder, 1.900 personas han muerto por acción de la policía y patrullas de voluntarios en una cuestionable guerra a la delincuencia
Reconozcámoslo: la democracia es aburrida. Recoger la basura y pagar las nóminas no tiene nada de épico. La democracia tiene más de jardinero que de carpintero. Ante un terreno que es necesario transformar, el primero debe tener mucha paciencia, iniciar cambios con un final incierto, bregar con las dificultades que puedan llegar, aceptar que el resultado —que será visible a muy largo plazo— no sea el previsto y dejar que las cosas sigan su curso. El segundo puede actuar más rápidamente. Puede controlar más cada detalle y conseguir el resultado planificado. Pasado el tiempo, el buen jardinero conseguirá un hermoso paisaje y el buen carpintero un espectacular decorado.
Y luego están los falsos carpinteros. Los del “esto lo hace cualquiera” o el “esto lo arreglo yo en un plis plas, con un par de tablones y cuatro clavos”. El panorama político se ha llenado de estos últimos. No son un fenómeno nuevo, pero vivimos una época donde la aburrida democracia pide paciencia de jardinero ante importantes problemas. O un buen carpintero, pero estos son menos hábiles con la lengua que con las herramientas. Los del plis plas son más ingeniosos, se saltan cualquier norma con más gracia, mueven más seguidores o detractores en Internet. Se comen el escenario.
Filipinas es un paisaje con gravísimos problemas. Entre ellos destacan el crimen organizado y la corrupción. Hace apenas siete semanas asumió la presidencia uno de esos políticos que proponen soluciones simples a problemas complejos, que consideran que las personas que saben —los expertos— son un estorbo y que la paciencia democrática es algo obsoleto. Rodrigo Duterte llegó al poder prometiendo 100.000 muertes de quienes considera criminales. En Davao, ciudad de la que era alcalde, se le acusa de apoyar a un grupo de sicarios que ha matado a 1.000 personas. Apodado El Castigador y Harry el sucio —y él, encantado, claro— se hizo famoso durante la campaña electoral por las barbaridades que soltó. A Duterte le daba igual todo. Pidió a los filipinos que si conocen a algún drogadicto lo asesinaran porque “sería doloroso pedirles a sus padres que lo hicieran”. Recordando a una misionera violada y asesinada en 1989 durante un motín carcelario, declaró que era “una pena” porque “era muy guapa” y que el alcaide debía de haberla violado primero. Su concepto de la diplomacia también es curioso. Del papa Francisco dijo que era “un hijo de puta” porque su visita a Manila había provocado atascos. Probablemente Francisco prefiere compartir puesto con los drogadictos y la misionera que figurar en la lista de héroes de Duterte.
Desde su llegada al poder, 1.900 personas han muerto por acción de la policía y patrullas de voluntarios en una cuestionable guerra a la delincuencia. De ellas, 756 han fallecido por “oponer resistencia” a la policía. Los 1.100 restantes, a manos de las patrullas. La ONU ha puesto el grito en el cielo y la oposición también. Duterte ha amenazado a la primera con expulsarla del país y a la segunda con la posibilidad de que sus miembros “sean asesinados” si bloquean su ofensiva contra el crimen. El Castigador está castigando a Filipinas. A ver quién es el jardinero/carpintero que la arregla luego.
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