Envejecer sin jóvenes
Abrirse a la inmigración es una de las vías que le quedan a Europa
Merece la pena que los políticos incluyan en su agenda las estimaciones que atribuyen a Europa la cualidad de continente más envejecido del mundo en 2050, mientras África será el más joven. En poco más de tres decenios, el porcentaje de mayores de 60 años habrá crecido en Europa un tercio por encima de los que viven ahora, según Naciones Unidas. Los éxitos conseguidos con la elevación de la esperanza de vida no son obstáculo para darse cuenta del impacto que implican sobre la financiación de la salud, las pensiones y la dependencia.
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Satisfacer las necesidades y expectativas de un contingente de jubilados en franco crecimiento será casi una quimera si no se acompaña de un aumento de la población en edad de trabajar. En España hay 9 millones de pensionistas por 17 millones de personas en activo, como recordó Mariano Rajoy el viernes pasado, al final de su conferencia de prensa en La Moncloa, una relación que le llevó a subrayar el problema que planea sobre el sostenimiento de la Seguridad Social.
Inútil pensar en la natalidad como solución. Para cambiar el curso de los acontecimientos haría falta que cada mujer alumbrara una prole numerosa (la media en España es de 1,3 hijos, por debajo de la ya modesta cifra europea de 1,6). Culturalmente ese objetivo es muy difícil en una Unión Europea, donde Francia, Reino Unido e Irlanda son las excepciones significativas a la baja natalidad.
Aunque las consecuencias de la crisis económica nublan otras consideraciones, la Comisión Europea relaciona el envejecimiento demográfico con las dificultades para recuperar los niveles previos a la crisis. Persisten grandes contingentes de trabajadores en paro que deberían ser recuperados con políticas activas de empleo. Pero no son pocos los estudios internacionales que alertan de la insuficiencia de las soluciones para el Viejo Continente si se descarta la inmigración.
Los Gobiernos deberían plantearse una política de atracción de inmigrantes por vías legales y controladas, y acompañarla de las medidas de integración que sean necesarias. Cuando los expertos de Naciones Unidas y de la Comisión Europea insisten en la correlación entre inmigración y prosperidad, hay que escucharles con más atención que a esos políticos soberanistas o de extrema derecha que proponen medidas autoritarias, argumentando que inmigración equivale a delincuencia o a sustitución de trabajadores locales por extranjeros.
A golpe de refuerzos policiales y de alzamiento general de muros no se alcanzará una solución. Los dramas que se viven en el Mediterráneo —y recientemente en el eurotúnel— son válvulas de escape buscadas por los que ven cortados otros caminos para migrar o pedir asilo. El cierre del paso a la inmigración no solo ahonda la crisis de imagen de Europa ante el resto del mundo, sino que implica, en el fondo, un futuro incierto para los habitantes del Viejo Continente.
La alternativa a invertir en integración es calcular lo que puede costarnos una Europa que se aproxima al invierno demográfico, sin conciencia de lo que esto significa.
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