El fotógrafo de las mil noches
Hasse Persson tuvo acceso privilegiado al mítico Studio 54, sus fotografías ven ahora la luz en un libro
Andy Warhol solía decir que había cinco reglas para entrar en el Studio 54: lleva Halston (perfume) o vas con Halston (el diseñador y creador del perfume); llega muy tarde o muy pronto; hazlo en limusina o en helicóptero; no lleves nada de poliéster y, sobre todo, “no menciones mi nombre”.
Hasse Persson no tenía problemas para franquear la famosa puerta, al contrario que las miles de personas que cada noche quedaban atrapadas en la cola. El fotógrafo sueco del Expressen tenía por entonces algo parecido a una doble vida. De día, cubría a la Administración Carter, seguía la agenda de la Casa Blanca y retrataba el convulso Nueva York de los setenta. De noche, entraba a la “discothèque”, como él siempre la llama, “del brazo de Andy” y se dedicaba a bailar “con Diana Ross y con Bianca Jagger”. Persson inventó una técnica para tomar fotos dentro del legendario club utilizando flash y manteniendo el objetivo abierto durante unos 30 segundos, lo que le permitía captar el movimiento. La mayor parte de las decenas de miles de negativos que acumuló no vieron la luz hasta hace unos meses, cuando el reportero empezó a preparar el libro Studio 54, que ha publicado en el sello Max Ström y en el que recoge los recuerdos de las mil noches que vivió el club, desde que el empresario Steve Rubell lo inauguró en 1977 con una fiesta en la que estaban Mick y Bianca Jagger, Jerry Hall, Liza Minelli y los recién casados Donald e Ivanka Trump, hasta que cerró, en 1980, y Sylvester Stallone pagó la última ronda en el bar.
Rubell se cavó su propia tumba al declarar en una entrevista que su negocio daba más dinero que la mafia, lo que le valió una inspección en la que se encontraron bolsas de plástico con millones de dólares en billetes. El empresario fue condenado a tres años de prisión por evasión fiscal y, antes de cerrar su templo del hedonismo, convocó una fiesta llamada “Los últimos días de la Gomorra moderna” y salió, con su pequeña maleta para la cárcel, cantando el My way de Sinatra.
Para Persson, Rubell acertaba cada noche con su ecuación, que siempre debía incluir “un 20% de hombres gais, entre un 5 y un 10% de lesbianas y travestidos, celebridades de cualquier tipo, millonarios latinoamericanos y cualquier basura europea que estuviera de paso”. Más, claro está, cualquiera que acertase con su look. El fotógrafo se movía entre todos ellos y raramente le pedían que bajase la cámara. “Solo si su aspecto no era perfecto o si no estaban en la compañía adecuada”, apunta. La gracia del Studio 54 era precisamente que no había zona VIP ni guardas de seguridad y todos estaban condenados a mezclarse. “La gente iba allí también a testar las modas. Michael Jackson probaba allí el moonwalk y otros pasos de baile y Calvin Klein siempre estaba observando a los chicos de Harlem y del Bronx, para ver qué se llevaba en las calles. La gente iba ahí por motivos profesionales”, rememora.
En su libro aparecen todos ellos y otros nombres como Brooke Shields o Truman Capote, pero en conjunto no se percibe como una colección de retratos de famosos. “Solo les fotografiaba si tenían el espíritu adecuado. Me interesaban más los personajes que se dejaban caer por el club”, aclara. Como Victor Hugo, el novio del diseñador Halston, que llegaba siempre en ambulancia y hacía que unos camilleros le acercasen a la pista de baile. O la famosa Disco Sally, la anciana con gafas de mariposa “que era como la mascota de la discothèque”, según Persson, y de hecho murió allí. “Antes de desplomarse le preguntaron ‘¿apagamos la música?’ y ella contestó: ‘no, sigan bailando’. Ese era el espíritu de Studio 54”.
Casi 40 años después, el fotógrafo, que ahora dirige el museo Strandverket en su país natal, sigue recordando aquellas noches como un oasis de tolerancia, algo que sólo fue posible en un contexto determinado, con una Nueva York arruinada y llena de jóvenes artistas hambrientos en todos los sentidos y en un tiempo histórico que queda emparedado entre la extensión de la píldora y la llegada del Sida. “Calculo que un millón de personas debió pasar por el Studio 54. Ojalá hubieran sido 100 millones. Reinaba un caos controlado. Podías tomar drogas o practicar sexo allí mismo en los reservados y no pasaba nada. Ahora, si te metías en una pelea, no volvías a entrar”, recuerda el fotógrafo. En su caso, admite entre risas que “la tentación era grande” pero trataba de mantenerse sobrio porque si no, no salían bien las fotos. Sus dos mundos, en el fondo, tampoco estaban tan separados. No era raro que se cruzase en los lavabos del club con Jody Powell, el jefe de prensa de Carter, o con algunos de los desconcertados gobernadores y senadores que se dejaban caer por allí, intentando que se les pegase algo de aquella frenética frivolidad.
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