El secreto de Lena Dunham
Desayunamos en Nueva York con un ciclón. Ha conquistado a varias generaciones de mujeres con su serie ‘Girls’. Ahora publica su primer libro: ‘No soy ese tipo de chica’
La vida en Nueva York tiene dos horas de desfase con respecto a España. No me refiero a la diferencia horaria que separa nuestro amanecer del sunrise de la Costa Este estadounidense. Aquí ese dato no le sirve a uno de mucho; salvo que tenga que hacer una llamada a la Península y no quiera sacar a su interlocutor de la cama. Me refiero al ritmo de la vida cotidiana, que en Estados Unidos ocurre con dos horas de antelación. Quedar a tomar un café prontito por la mañana no ocurre a las nueve, sino a las siete. Primera hora de la tarde no son las cuatro, sino las dos. Las tiendas de barrio no cierran a las ocho de la tarde, sino a las seis. Y así. Por eso a Lena Dunham, que lleva desde que despuntó el sol en Brooklyn atendiendo asuntos relacionados con la promoción de su nuevo libro, No soy ese tipo de chica (Espasa), a media mañana, las diez, le entra el hambre y se pide un burrito florentino. Una tortilla mexicana de maíz que envuelve un amasijo de huevos revueltos, queso feta, espinacas y mozzarella. ¿No quiere tomate?, le pregunta el camarero. No, Lena no quiere tomate. Entonces, ¿qué quiere? Lena quiere ser madre. Así me dice esta cómica neoyorquina que no conoce la trayectoria de Mary Santpere, pero ha heredado sin saberlo el desparpajo de la actriz catalana. La vida es un dibujo confeccionado a base de puntitos y en pocas ocasiones se nos presenta la oportunidad de unirlos todos.
Así que quiere ser madre… “Totally”, responde sonriente con el adverbio que las adolescentes estadounidenses han incorporado como coletilla a sus conversaciones cotidianas y que, por lo visto, ha venido para permanecer también en el idioma de las veinteañeras. “No es una cuestión de si voy o no a serlo, sino de cuándo”. Su madre, la conocida fotógrafa Laurie Simmons, la tuvo a ella con 36. Lena cree que la gente siempre tiende a llevarle la contraria a la generación anterior, y ahora muchas de sus amigas están empezando a tener hijos. Ella sabe que nunca hay un momento perfecto para dar a luz, pero busca desesperadamente un hueco en su carrera que le permita llevar a cabo algo que “definitivamente me ronda la cabeza a todas horas”.
El feminismo no completó su trabajo. No existe una sociedad equilibrada”
Un pensamiento que nos lleva a comentar la experiencia en Hollywood de una chica que ha recibido ocho nominaciones a los premios Emmy de televisión, ha ganado dos Globos de Oro y ha sido la primera mujer galardonada por la Asociación Norteamericana de Directores por su espectacular trabajo de dirección en una serie de comedia. “Tendemos a pensar que el feminismo hizo su trabajo y que hemos conseguido una sociedad equilibrada. En absoluto. Hollywood sigue creyendo que la mujer es una materia prima y reserva las posiciones de poder para los hombres. En el libro cuento algunos ejemplos, pero sin mencionar nombres concretos, porque no quiero que nadie piense que intento sacar provecho para publicitarme. Lo hago para compartir lo que emocionalmente significó para mí como mujer el comprobar que en Los Ángeles no me tomaban necesariamente en serio”.
Sigue siendo difícil. “Muy complicado”. Explica que los hombres tienen que comprender que las mujeres son fuertes y se les ha de permitir que lo sean para que puedan diseñar su propio destino. “Si una mujer alcanza un puesto directivo, ha de ser agresiva, pero al mismo tiempo se espera de ella que sea dulce y encantadora; algo por lo que no tienen que pasar los hombres”. Estamos en Clark’s, un restaurante de comida casera (lo que aquí popularizaron los griegos con el nombre de comfort food) cercano al famoso puente colgante. Los camareros intercambian chascarrillos en una lengua que Lena se afana en entender sin conseguirlo del todo. ¿Habla español? “Un poquito. Así, así. Muy mal”.
Se ha sentado frente a la ventana y no parecen importarle las miradas de los curiosos que, sorprendidos por su presencia, aminoran la marcha a su paso por la calle Henry. Se disculpa para contestar un mensaje en el móvil, momento de silencio que aprovecha un camarero para ofrecernos más café. Tink. Enviado. Ya está. ¿Más café? No, gracias. Lena se deshace en agradecimientos por el detalle. No sé si esta chica será siempre así de fina o es que está en modo entrevista. Se lo hago saber. Bueno, mejor, intento explicarme. Quizá esta sonrisa angelical no sea la imagen que esperas de alguien que cuenta en su libro que no paraba de meter chicos en su cama y que te proporciona detalles de su flirteo con “el Cucharita Flotante, un tío conocido en el campus universitario por meterse vodka por el culo con un embudo”. La explicación llega rápido. No le hace falta meditarla. El alter ego de Hannah, la protagonista de Girls, cree que no es necesario llamar la atención en tu vida privada para conseguir llamar la atención en tu trabajo. Algo que aprendió de su padre, el pintor Carroll Dunham, a quien adora. Es lógico. ¿Qué otra explicación podría haberle proporcionado un padre que se dedica a pintar al óleo penes de tamaño familiar y mujeres desnudas cuyos genitales en forma de boca parecen estar a punto de saltar del lienzo para arrearte un mordisco?
“No son penes, son pistolas”, repetía la pequeña Lena en un intento de disminuir la conmoción causada por los cuadros paternos en las amiguitas que siempre le acompañaban a alguna de las inauguraciones. Sin embargo, algo positivo surgió de aquella experiencia: “Vergüenza es una palabra que no aparece en mi diccionario”. Algo que conocen bien los espectadores de Girls. Lena pasea su desnudez por la pantalla con una naturalidad pasmosa. Los tiros de cámara que elige no son los que más la favorecen a ella, sino al personaje, y aparecen, sin retoques, primeros planos de sus michelines. Los críticos que la han calificado de valiente, me confiesa con ironía, no lo han hecho por el atrevimiento siempre incómodo de desnudarse ante la cámara, sino más bien sorprendidos de que una chica con un físico, digamos, no exactamente de modelo de alta costura muestre sus curvas al personal. Pero Lena se ha impuesto una misión: la de normalizar el sexo.
Hasta la llegada de Girls había triunfado Sexo en Nueva York, con atractivas treintañeras, y series de torpes adolescentes; pero existía un vacío para la gente de en medio. “Entre las películas porno y las comedias románticas empalagosas no había ningún patrón para que pudieran seguir las chicas normales de 20 años. Por eso, cada vez que una espectadora me dice que la he ayudado a sentirse más segura en su vida sexual, me siento feliz”. Resulta curioso que a este torbellino de creatividad –a quien se menciona en Twitter e Instagram con frecuencia por su capacidad de quitarse la ropa– lo que le gusta de verdad es ponérsela. Le encanta vestirse elegante para las galas televisivas y le divierte probarse modelitos. “Ya sé que no acierto siempre, porque suelo vestir como un bicho raro, pero me lo paso bomba, y en eso consiste la gracia”. El exhibicionismo no es algo nuevo para ella, pero la desnudez le interesa más como una exploración sociológica que como un acto sexual.
Lo que lleva peor en la serie es rodar escenas de cama. No encuentra ni un resquicio de glamour en la faena. “Te observa todo el equipo y te rebozas con un desconocido que lleva el trasero hasta arriba de maquillaje para que la cámara no le detecte las espinillas”. No, contra lo que pudiera pensarse, Lena Dunham no se siente especialmente orgullosa de sus relaciones pasadas. “Siempre me he sentido atraída por los capullos”. El colchón compartido fue para ella sólo un instrumento para romper ese sentimiento de soledad que lleva persiguiéndole desde la niñez. Como su madre, opina que los hombres se pavonean de sus conquistas y que las mujeres desearían poder olvidarlas todas.
A los ocho años todo le daba miedo. La apendicitis, los indigentes, las violaciones, el metro, la muerte, el polvo de las lámparas y la leche. ¿La leche? Pero ¿cómo podía tenerle miedo a la leche? “Totally, la leche podía caducar y, al ingerirla, yo podía terminar en el hospital, coger la enfermedad de las vacas locas… ¿quién sabe?”. Sus padres la pusieron en terapia y fue diagnosticada con un brote de ansiedad caracterizado por pensamientos intrusivos: trastorno compulsivo obsesivo. Desde entonces no ha parado de visitar psicólogos y ha de tomar medicación. Metodología con la que ha aprendido a convivir y que le ayuda a controlar sus emociones. Las pastillas… ¡y el teléfono! Necesita estar conectada con sus padres, con su novio, con sus amigas. De lo contrario, le entra el vértigo. No está especialmente obsesionada con la tecnología, pero el teléfono forma parte de su vida. A los 12 años, nada más llegar a casa del colegio, se colgaba del auricular para hablar con amigas y no lo soltaba hasta la cena. La adicción no ha remitido. Hace poco, en Venecia, se sorprendió mandando un sms a sus padres mientras paseaba en góndola y ella misma se preguntaba: “¿No debería estar mirando los canales y mandarles el mensaje cuando me baje de la barca? Oh, oh”.
Esta mañana soleada de otoño he llegado a mi cita con la recién estrenada escritora montado en un vagón de la línea A del metro. Brooklyn está de moda. Los jóvenes quieren vivir en este pellizco de Long Island porque la vivienda resulta tres veces más barata que en la isla de los rascacielos. También porque tiene ambiente campechano de ciudad de provincias. La selección del lugar se realiza basándose en dos premisas: que haya un buen colegio público y que esté cerca de una estación de metro. Cualquier línea vale, menos la verde. El tren G, apodado el ghost train (tren fantasma) porque apenas aparece, definitivamente no sirve. Lena ha elegido Brooklyn Heights. Tiene 28 años y hasta hace dos vivía con sus padres en el Soho. Se mudó con su novio, Jack Antonoff, guitarrista del grupo Fun, y ahora puede observar en la distancia la silueta de edificios altos del hervidero humano que más le fascina. Viaja mucho, pero la ciudad de Nueva York es su casa.
Escribir me encanta. Estoy deseando volver a ponerme enseguida”
Subí al tren Amtrak prontito por la mañana, a las 6.30; horario frecuentado por los commuters, trabajadores que viven en el campo y se desplazan todos los días a la oficina en la ciudad. En el viaje he coincidido con un agente literario y le he comentado el propósito de mi aventura. “¿Lena Dunham?”, me ha dejado caer con descrédito. “¿De verdad tú crees que ella ha escrito ese libro?”. Bueno, eso es lo que pone en la portada, que, por cierto, una amiga quinceañera de mi hija me ha dicho que no me iba a gustar porque soy un hombre blanco. Ja. Le traslado la interrogante a mi interlocutora de pelito corto y ojos pícaros, introduciendo un punto de moderación para evitar la ofensa. ¿El libro ha sido cosa suya o un encargo de una editorial? Ha sido cosa suya. “Totally, oh my God!”. Por lo visto, siempre había deseado escribir prosa y deseaba hacerlo cuanto antes, al principio de su carrera, para que no pareciera un colofón en plan memorias. Así que escribió 60 páginas y las presentó a una editorial. Les dijo: “Esto es de lo que va y el formato que le quiero dar”. Tres millones y medio de dólares después, salía con un contrato en sus manos. Ha tardado dos años en escribirlo. De abril de 2012 a abril de 2014. Por las noches, dice. Aprovechando los escasos descansos que conceden los rodajes. Escucho a esta muchacha que una vez decidió hacerse vegetariana porque le guiñó un ojo una vaca, pero a la que ya se le ha pasado el disgusto porque la carne de nuevo le llama, y sé que es posible. Su respuesta me transporta a los tiempos de Gomaespuma en M-80 Radio, cuando tenía que sacar de una agenda apretada huecos para escribir con mi hermano Javier el guion de El milagro de P. Tinto. Es posible. “Escribir me encanta y estoy deseando volver a ponerme enseguida”. Otro libro o quizá teatro. El escenario le fascina, pero no como actriz. Cree que no tiene la fortaleza para representar a otro personaje que no sea el de ella misma. O parecido.
Acaba de llegar de Los Ángeles, donde ha terminado de rodar la cuarta temporada de la serie Girls. Se estrenará en la cadena HBO en enero. Diez episodios que llegarán hasta el final de marzo. Después, en abril, “toquemos madera”, vuelta a California por cinco meses. ¿Es Hannah, la protagonista de Girls, realmente una versión de ella misma? Sí y no. Al principio incorporó un montón de sus propias emociones, pero el personaje ha ido creciendo por sí mismo y se ha aventurado por otros derroteros. También ha crecido Lena Dunham. Ya no se siente tan egoísta, tan centrada en ella misma. Le preocupa lo que ocurre a su alrededor y se siente en la obligación de hacer públicas sus opiniones. Le parece una locura lo que ha ocurrido en Ferguson, con la muerte de un muchacho negro abatido por las balas de la policía. Le asquea profundamente que hayan robado de la nube y colgado en Twitter fotos de actrices famosas desnudas. “El que haya cometido ese delito debería pasar muchos años en la cárcel. Y no entiendo a los que las miran y lo justifican diciendo que el problema es de ellas por habérselas sacado. Sí, es cierto que se hicieron esas fotos, pero no para uso público”. Volvemos al asunto de la vulnerabilidad de la mujer. En breve va a iniciar una gira por Estados Unidos con su libro en la que mantendrá encuentros con escritoras célebres en teatros, y la recaudación irá destinada a financiar una organización de planificación familiar que trata de educar a los jóvenes para evitar los embarazos no deseados.
De ahí, seguramente, nacerán ideas para los próximos episodios de la serie. Aunque le apasiona ver televisión, las fuentes de inspiración de Girls están más cercanas a la vida cotidiana, las películas y los libros. Cita como ejemplos los relatos de la autora Mary McCarthy, las películas del director Paul Mazursky o la música de la rapera Nicki Minaj. También recuerda que, por accidente, nunca vio El padrino ni La guerra de las galaxias. Y que todos los años promete que va a ir más al teatro y nunca lo cumple; aunque ha ido recientemente a ver a Cate Blanchett en Las criadas y a uno de sus compañeros en la serie, Andrew Rannells.
Promoción del libro, nuevos guiones para la quinta temporada, rodaje… Y, entremedias, quizá el sueño que tiene desde que le alcanza la memoria: ser madre. Ser madre en Nueva York para llevar a su hijo los domingos a la que considera su iglesia: el Metropolitan (Museo Metropolitano de Arte). Para pasearle por el parque Prospect y enseñarle City Island. Sí, City Island, porque, señoras y señores: el Bronx también existe. Igual para entonces consigue ponerle fin a la pesadilla que la visita machaconamente muchas noches. Lena se ve a sí misma angustiada por un extraño quejido que escucha en la casa. Se levanta de la cama, alza una madera de la tarima y descubre a un grupo de perros escuchimizados por la falta de alimentos. ¿Interpretaría Freud que, como Hannah, Lena lleva demasiado tiempo sólo centrada en sí misma? Lo que sé es que un hijo, desde luego, le disiparía las dudas de no estar haciendo nada por los demás. De momento, tendrá que contentarse con atender a su perrito Lamby (Corderito), un cachorro mezcla de terrier y caniche que no para de ladrar y pegar brincos. Nos despedimos. “Todo el mundo debería tener un perro”, dice tras plantarle dos besos. “Si todo el mundo tuviese un perro, se acabarían las guerras”, insiste. Ojalá, pienso, mientras se cierra la puerta de Clark’s. Ojalá, pero siempre hay gente que prefiere gatos, y en eso de a quién tenemos que querer cada uno no solemos ponernos de acuerdo.
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