La poesía del equipo más gafe del mundo
Durante 95 años, los Red Sox de Boston eran la agrupación de béisbol que nunca ganaba Hoy son campeones de EEUU Su historia es pura épica
El peor equipo de la Liga Americana de béisbol volvió al campo de entrenamiento el 21 de febrero de 2013 con dos novedades trascendentales. Por un lado, estrenaban entrenador después de haber perdido 93 partidos la temporada anterior. Por otro, el primer bateador, Mike Napoli, se había dejado barba. La importancia de lo primero es evidente para cualquiera. La importancia de lo segundo es más relativa. Obliga a recordar que el vello facial está prohibido en casi todos los equipos estadounidenses. Que el béisbol es uno de esos deportes en los que la estadística y la superstición importan tanto como la pelota. Y que el peor equipo de la primera división americana era, en febrero de 2013, el de los Red Sox, célebre por ser una de las agrupaciones más gafes del mundo del deporte; una panda de desdichados con tan buena voluntad como pésimos resultados finales que eran incapaces de ganar una Serie Mundial (play off al mejor de siete partidos que disputan cada año los respectivos ganadores de la Liga Americana y la Nacional) en su propio estadio desde 1918. Una especie de broma cósmica reservada para la ciudad de Boston, donde el béisbol es la única religión que genera un fervor más obsesivo que el catolicismo.
"La norma es que si existía alguna forma en los Sox puedan perder, entonces los Sox perderán"
Todas esas circunstancias las conocían bien los repararon primero en la barba de Mike Napoli. Y por eso, porque era una novedad lo suficientemente azarosa como para resultar esotérica, hoy se habla de esa barba para explicar que, en cuestión de meses, los Red Sox saltaran de la última a la primera posición en su liga. Esa barba es todavía la responsable oficiosa de que los Sox ganaran la Serie Mundial en su casa. De que el estadio Fenway, el suyo, esa decrépita catedral al fracaso en la que generaciones de seguidores cargadas siempre con una esperanza tan alejada de la realidad que rozaba la fe habían sufrido disgusto tras disgusto, se convirtiera en el desenlace de esa historia tan americana del perdedor que terminan ganándolos a todos.
La gloria y el barro
La última vez que se había visto un espectáculo así en Fenway, el mundo acababa de inventar la cremallera y el crucigrama y todavía estaba en mitad de lo que luego se llamaría Gran Guerra y más tarde Primera Guerra Mundial. Estados Unidos no era la primera potencia mundial, Boston era una ciudad sin skyline y los Red Sox ganaban cosas, muchas. Su creación había sido un éxito. Había ocurrido a principios de siglo, junto a otros equipos de la Costa Este llamados a conformar la Liga Americana y salvar el béisbol. La otra liga, la Nacional, había convertido el gran pasatiempo americano, ese deporte limpio para gente elegante, en una actividad zafia, llena de gritos, palabrotas, público ebrio e insultos (cumpliendo así la definición que en su día hizo el mexicano Pedro El Mago Septién de la relación entre el béisbol y el continente americano: "Algo tan simple un bat y una pelota pero tan complejo todavía como el espíritu de la América que simboliza"). Gente como los Sox tenían que solucionar la situación a golpe de deportividad y grandeza.
Y lo estaban logrando. Con dos Series Mundiales bajo el brazo se habían convertido en el equipo oficial de Boston. La ciudad, a cambio, les había erigido en 1912 el estadio Fenway Park. (Ellos lo estrenaron con una primera victoria sobre un equipo pequeño recién formado llamado los Yankees, aunque no mucha gente se quedó con el dato: la portada del periódico al día siguiente estaba dedicada al hundimiento del Titanic). El 11 de septiembre de 1918, cuando derrotaron a los veteranos Cubs de Chicago y ganaron su tercera Serie Mundial, ningún equipo parecía tener un futuro más lleno de alegrías que los Red Sox.
Después de aquello, pasaron una década en lo más bajo de su clasificación. Cuando salieron de allí, no lograrían otra victoria nacional en todo el siglo XX.
Malditos Yankees
En aquella época, los Red Sox eran propiedad de Harry Frazee, un productor teatral que vivía en perpetuo estado de agobio porque Fenway no era propiedad suya y temía que los dueños empezaran a alquilárselo a otro equipo. Su decisión es sorprendente: vender a sus mejores jugadores y comprar el estadio esos ingresos. Un equipo entonces recién formado, unos tales Yankees de Nueva York, se interesó por el mejor jugador de los Sox, Babe Ruth. Frazee se lo vendió en 1919 por 100.000 dólares en efectivo y 300.000 en la hipoteca del estadio.
Sus fans no podían amar el buen béisbol pero eran buenos filósofos: "Los Sox recuerdan que la vida solo te da esperanza para aplastarla cruelmente. Todo termina mal", decía uno
Esa transacción fue durante años la única explicación que se haya encontrado a la mala suerte de los Sox. No porque Frazee hubiera dejado al equipo sin jugadores, sino porque vendió a Ruth antes de que se convirtiera, durante su etapa como jugador de los Yankees, en el mejor de la historia y lograra que los de Nueva York ganaran todo lo que tocaban.
A esto se le llamó La maldición del Bambino y se realizaron ímprobos esfuerzos para romperla empezando por el empleo regular de exorcistas. En 2001, como las cosas no mejoraban, Paul Giorgio, un inversor inmobiliario de 37 años, escaló el Everest y dejó una gorra de los Sox en la cima por recomendación de un monje tibetano. Kevin Kennedy, de 55 años, dedicó miles de dólares a buscar durante décadas un piano que, se supone, Babe Ruth había tirado a un lago. “En el momento parecía que había una relación entre la maldición de Babe Ruth, su piano, y la suerte de los Sox”, se explica, escueto, por correo.
Las muchas caras de un sentimiento
Una cosa es perder y otra es rendirse, y esa diferencia es la que hace de la de los Red Sox una historia más interesante que el resto del triste género de equipos desgraciados. Los Spiders de Cleveland, por ejemplo, les superan en derrotas (perdieron 134 de los 154 encuentros que disputaron en 1899; un récord histórico) pero tras semejante debacle tuvieron el detalle de disolverse. El Ibis, ese equipo de fútbol brasileño que el Guiness tildó de peor del mundo, solo debe ese título a un par de derrotas en los años ochenta y una tradición de aburrida y uniforme mediocridad.
Los Sox son diferentes. Su historia la escriben desastres, sí. Bill Nowlin, historiador y autor de varios libros sobre el equipo lo resume así: “Al final los fans asumimos que había una norma: si existe alguna forma en la que los Sox puedan perder algo, entonces lo Sox lo perderán”. Pero esa historia está puntuada por grandes hombres que, por diferentes motivos, dotaron al club de grandes momentos. Gracias ellos, los Sox llegaron a la Serie Mundial en cuatro ocasiones entre 1946 y 1986. Claro que perdieron cada una de esas veces de forma estrepitosa en el último minuto –véase el vídeo que hay abajo, de la última jugada del último juego de la Serie Mundial de 1946: los Cardinals de San Louis batean y, mientras el parador en corto de los Sox sostiene la pelota, el bateador Enos Slaughter decide hacer historia con una de las carreras por todas las bases más sonada de la historia–. Pero, en su lucha contra lo que parecía ser un designio divino, esos individuos hicieron grande la historia del club.
Se trata de gente como Tom Yawkey, un empresario de Michigan que compró el equipo en 1933, cuando llevaban más de una década en lo más bajo de la Liga, con la obcecación de verlo ganar una Serie. Durante toda su vida pagó fortunas por jugadores brillantes como Lefty Grove, Jimmie Foxx, Carl Yastrzemski, Fred Lynn o Jim Rice. Aún era dueño de los Sox cuando murió en 1976. Nunca cumplió su sueño.
También es gente como Ted Williams, un brillante bateador que tuvo la mala suerte de pertenecer a los Sox entre 1939 y 1960, sus peores años. Su legado es inversamente proporcional a su talento y se puede resumir con una imagen: en 1942 efectuó el mayor home run jamás visto en Fenway. Lanzó la pelota a 153 metros de distancia, hasta el sombrero de paja de Joseph A. Boucher, un ingeniero de Albany sentado a 30 filas de distancia. El Boston Globe del día siguiente mostraba en portada el memorable cabreo de Boucher mientras enseñaba el sombrero agujereado por la pelota. Ese asiento, el número 21 de la fila 37 de la sección 42 de Fenway, es hoy el único rojo en un mar de gradas verdes. Una estatua al héroe sin victorias.
O personas cuya mala suerte es leyenda, como Bill Buckner. En la Serie Mundial de 1986, los Sox se las habían apañado para efectuar uno de los home runs más célebres de la década y quedar a un solo golpe de la victoria. No habían estado tan cerca en décadas. La jugada restante era simple: el bateador rival tenía que lanzar y Buckner tenía que interceptar la pelota. A los seguidores más veteranos de los Sox aún les duele la imborrable imagen de un atribulado Buckner torpemente acuclillado sobre el césped mientras la bola rodaba alegremente entre sus pies y regalaba la victoria al rival.
Campo de sueños
“A estas alturas, el sufrimiento de los Red Sox ha durado más que la vida de un humano medio. Es una catedral de pérdida y dolor. Es sagrado”. Eso lo escribió en 2003 Rand Richard Coopers, gran cronista del dolor bostoniano. No es mala forma de describir a ese particular colectivo que se llama a sí mismo Red Sox Nation; el enorme grupo de apasionados unido solo por el dolor que les provocaba su equipo y la frustración de que siempre parecieran más cerca de la victoria. “Cada fracaso en el último minuto... Todo lo que hacía era darle dramatismo a la cosa”, prosigue Nowlin.
El fatalismo y la frustración –y ese algo tan católico de encontrar cierto orgullo en ello– de los fans de los Sox pasó de ser arquetípico a parecer legendario. “Una cosa es no ganar. Y otra muy diferente es no ganar de forma tan ostentosa, tan espectacular, tan transcendente”, explica Scott Stossel, hoy periodista en The Atlantic y uno de los mayores fans que se conozca de los Sox. “Nadie jamás ha no ganado de la forma de la que los Red Sox han no ganado. Y los seguidores podemos haber sido perdedores perennes, pero nuestra predisposición al fracaso nos hacía especiales; un pálpito calvinista que nos indicaba que nuestra humildad y nuestra maldición nos diferenciaba de esos arrogantes de Nueva York o los sinsustancia de Minnesota”.
Sus seguidores no eran amantes del buen béisbol –no podían serlo, con semejantes despliegues de incompetencia– pero se convirtieron en grandes filósofos. “Los Red Sox nos recuerdan que la vida te da esperanza solo para luego aplastarla de forma cruel. Todo termina mal”, sentenció una vez Cooper.
Dientes, dientes
El bateador azotó la pelota y, con gesto torcido, la vio volar hacia el público. Bola nula. Directa al palco 95 de la sección nueve. Tan directa, de hecho, que un chaval de 16 años llamado Lee Gavin se levantó para cogerla y quedársela. La pelota se le estrelló en la boca, le rompió el labio superior e hizo que le cayeran dos dientes. Al poco, Fenway entero se alborotó: Lee Gavin explicó que vivía en una alejada granja famosa por haber sido residencia de Babe Ruth. Si el béisbol es un deporte particularmente dado a las anécdotas, es por momentos como este. Era una noche de luna casi llena en septiembre de 2004 y de las 35.039 personas que estaban en el estadio, la bola había ido a parar a él.
Dos meses después, el equipo estaba haciendo lo que no había podido hacía 58 años: derrotar a los Cardinals en la Serie Mundial. La maldición se había roto. Los Sox eran campeones. “Los fans vieron lo que sus padres no: una victoria de los Sox”, celebra Nowlin.
En junio de 2013, uno de los jugadores más veteranos de los Sox, David Ortiz, se dirigía micrófono a su público en Fenway. "Vamos a ver. Vamos a ver, Boston. Esta camisa que llevamos hoy, no es que diga Red Sox. Dice Boston", explicó. Era el primer juego de la agrupación tras los atentados en la maratón de la ciudad, en abril de 2013. "Queremos agradecer al alcalde, al gobernador, al departamento de policía por el trabajo que han hecho esta semana. Esta es nuestra puta ciudad y nadie va a dictar nuestra libertad".
En 2012 los Red Sox volvieron a no ser una fuente de orgullo en Boston (una ciudad que, por otro lado, siente orgulloso de casi todo lo que la compone). Una vez más, perdieron casi todo lo que jugaron. Varios de sus jugadores fueron fotografiados comiendo pollo rebozado antes de un partido. En el siempre importante plano esotérico, Carl Beane, la mítica voz que retransmitía los encuentros en Fenway desde hacía tres décadas, murió en un accidente de coche. El entrenador los dejó, exhasperado. Una vez más, terminaron el año como los peores de la Liga Americana. Sus fans volvieron al cinismo.
Pero entonces explotaron aquellos explosivos caseros en la maratón de Boston. Y Mike Napoli se presentó al primer entrenamiento de 2013 con barba. El 31 de julio se pusieron líderes en su liga. Cinco jugadores más se dejaron barba. En octubre, había barbas por todo Boston. “Se convirtió en un fenómeno porque era un símbolo cómplice: eran un grupo de gente que se apoyaba entre sí y se lo pasaba bien”, explica Max Baehr, de la City Beard Alliance. “Era un símbolo del tipo de equipo que son”.
El 31 de octubre, los Sox ganaron en casa por primera vez en 95 años. Habían trascendido supersticiones. Habían respondido a la necesidad patriótica de la ciudad que durante décadas los apoyó sin motivos de darles algo de orgullo. Se habían liberado de narrativas arcanas para ser lo que rara vez habían sido: jugadores de buen béisbol.
Cuando la ciudad de Boston celebró la victoria aquella noche de Halloween, no fue al césped de Fenway. Hizo algo mucho más poético, más simbólico en muchos más niveles. Algo que tendría menos sentido si los Sox fueran el equipo victorioso que parecían: fue a Boylston Street, la meta de la maratón. La victoria estaba allí.
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