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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Las memorias de los presidentes

Cuando los políticos dejan el cargo quieren dejar constancia de lo que hicieron, cómo lo hicieron y por qué lo hicieron. Nada relevante se aprende de las memorias de Aznar sobre la construcción de la democracia

EULOGIA MERLE

Los políticos suelen reflexionar sobre política, sobre la que ellos conocen y manejan. Y cuando abandonan el oficio o dejan el cargo, quieren dejar constancia de qué hicieron, cómo lo hicieron y por qué lo hicieron; de sus pensamientos y de lo que les impulsó a llevarlos a la práctica. Publicar las memorias es casi siempre el camino elegido para contarlo. En algunos países, sobre todo en Estados Unidos, forma parte del rito de los expresidentes. En realidad, desde la Segunda Guerra Mundial, y con la excepción, por razones obvias, de John F. Kennedy, ninguno ha dejado de hacerlo.

Es una forma de extender su presencia en la sociedad, cuando los focos ya no están tan pendientes de ellos, pero también de sacar partido a ese “punto panorámico”, o “lugar ventajoso”, desde el que pudieron divisar los acontecimientos. Saber que algunas cosas que ellos saben nadie más puede saberlas. The vantage point fue precisamente el título que eligió para transmitir sus recuerdos Lyndon B. Johnson, sucesor del asesinado Kennedy y presidente en uno de los periodos más decisivos de la historia de su país en la segunda mitad del siglo XX.

Aunque casi todas esas memorias compartan el mismo propósito, una apología y una justificación de los hechos, las razones que llevaron a los expresidentes a escribirlas y publicarlas dependen del escenario histórico y lógicamente han cambiado con el tiempo. Ulysses S. Grant, un héroe de la guerra civil norteamericana, presidente desde 1869 a 1877, las escribió por dinero y sus editores fueron Samuel Clemens (Mark Twain) y su sobrino Charles L. Webster. Las sacó a la luz en 1885, poco antes de morir de un cáncer de garganta, y su viuda cobró 400.000 dólares por derechos de autor.

Las de Grant pasan todavía por ser unas de las memorias mejor construidas, por su minuciosa investigación, y escritas, por su belleza formal, de la historia, lo que siempre levantó la sospecha de que Mark Twain había hecho algo más que “ligeros cambios”, así lo dijo él, de edición del texto. En realidad, ghost writers, o negros, han existido siempre detrás de ese subgénero literario. Escritores, periodistas o incluso historiadores. Lo que hacen los políticos normalmente es reconocer la “asistencia” y ayuda de alguien, a quien agradecen el servicio prestado, aunque algunos se toman ese hecho casi inevitable, que otros escriban por ellos, con humor. En la conferencia de prensa donde presentó An american life, su autobiografía, Ronald Reagan bromeó: “He oído que es un libro estupendo. Uno de estos días lo voy a leer”.

Por más que lo intentó, Nixon nunca pudo cambiar el veredicto tan negativo del Watergate

Ahora los presidentes, cuando abandonan el puesto, tienen, o deberían tener, suficiente dinero para vivir, pero no siempre fue el caso. Harry S. Truman, que dejó la presidencia en enero de 1953, no disponía de ahorros y decidió vender sus memorias. Le dieron un anticipo de 670.000 dólares y unos años después, en 1958, el Congreso pasó una ley para garantizar a los expresidentes una pensión anual. Es probable que el objetivo de Bill Clinton al escribirlas no fuera solo el dinero, pero dicen que le dieron más de diez millones de dólares por adelantado y Alfred A. Knopf, su editor, puso en marcha una primera tirada de un millón y medio de ejemplares de My life. Cuando Calvin Coolidge fue presidente, de 1923 a 1929, quien ocupaba el cargo con más responsabilidad de la nación no tenía coche propio para los viajes oficiales. Hoy, los presidentes de Estados Unidos viajan en un jumbo de lujo y blindado, el Air Force One.

Anécdotas al margen, que ilustran bien el paso del tiempo, y más allá de la controversia que provocan los expresidentes, y los políticos en general, cuando cogen la pluma, merece la pena profundizar en esos escritos para examinar cómo se ven y se inventan los personajes en la historia, y verificar, a través de las fuentes y pruebas que presentan, que lo que un personaje o un grupo dice no siempre es lo que hace. Y eso es especialmente cierto de los políticos, que escriben muy a menudo verdaderos panfletos históricos y libros de propaganda.

“La historia nos juzgará de forma favorable”, les dijo Winston Churchill a Franklin D. Roosevelt y Iósif Stalin en su encuentro en Teherán, a finales de 1943, cuando estaban consolidando su alianza decisiva frente a las potencias del Eje durante la Segunda Guerra Mundial, “porque yo escribiré la historia”. Es la sentencia con la que saldan a menudo su vida algunos de esos dirigentes políticos y casi todos los dictadores: por encima de ellos solo está Dios y el juicio de la historia, que en el fondo es el que ellos van a moldear para dejarlo fabricado a quienes vengan después. Se sienten como esos héroes sobre los que escribía Thomas Carlyle en 1840, “la luz que ilumina, que ha iluminado la oscuridad del mundo”.

A Churchill, escribir la historia le salió bastante bien, y no solo porque sus seis volúmenes de memorias sobre la Segunda Guerra Mundial han sido después reverenciados por historiadores y biógrafos, pero a otros, que esperaban redimirse ante la historia con su relato de los hechos, o que los historiadores les trataran después mejor, no les sirvió de nada. Richard M. Nixon, por ejemplo, por mucho que lo intentó, nunca pudo cambiar el veredicto tan negativo que el escándalo de Watergate arrojó en 1974, y para siempre, sobre su presidencia. Cuando sacó sus memorias, en 1978, incluso apareció un comité para boicotearlas, que, según recordaba Craig Fehrman recientemente en The New York Times, vendió pegatinas y camisetas: “No compres libros de estafadores”. Uno de los fundadores de ese comité le dijo a Mary McGrory, la periodista que había ganado el Premio Pulitzer por sus artículos sobre Watergate: “Hace cuatro años tuvo la oportunidad de contar la verdad gratis. Ahora cobra 19,95 dólares por libro para contar la misma vieja historia”.

Los políticos escriben a menudo panfletos históricos y libros de propaganda

Algunas mujeres de los expresidentes también consideraron que formaban parte relevante de esas experiencias extraordinarias, de especial interés para el público, y les hicieron la competencia, vendiendo en algunos casos incluso más que ellos. Living history fue el título significativo con el que salieron las exitosas memorias de Hillary Clinton, pero antes que ella habían hecho ya lo mismo las esposas de Lyndon B. Johnson, Gerald Ford, Jimmy Carter o Ronald Reagan. Lo de Eleanor Roosevelt resulta un caso aparte porque cambió el papel que las mujeres de los presidentes habían tenido hasta ese momento en la política estadounidense y, además de una enérgica defensora de los derechos civiles en su época, fue una prolífica escritora de artículos y columnas en periódicos.

Comparada con esas pequeñas y grandes historias, la primera entrega de las memorias de José María Aznar, que cubre en el tiempo hasta 1999, resulta un cuento, simple, de relato plano, que reproduce su entrañable imagen de honrado, austero, listo, sin ambiciones, y siempre dispuesto a trabajar por España, “la razón de ser” de su vida política (página 103). La historia que relata no necesita pruebas y es él quien aporta, a través de sus recuerdos, la necesaria credibilidad. No hay una sola referencia literaria, intelectual, cultural, de un hombre que declara que su padre le enseñó a “amar los libros” (página 56), pero nunca habla de ellos. Nada relevante se aprende en ellas sobre la transición o de cómo se construyó la democracia. El lector puede constatar, sin embargo, una y otra vez, de qué está hecha la política: de amigos, fidelidades y favores, que se devuelven según lo recibido.

Para el historiador, el problema de determinar la fiabilidad de las fuentes es esencial. En las memorias de los políticos, donde la mirada de cada uno es lo que cuenta, resulta secundario, porque las opiniones de los testigos se amoldan o distorsionan según los hechos descritos. La destreza para relacionar el pasado y el presente, tan necesaria para escribir memorias, está a menudo ausente. Por eso pocas superan el paso del tiempo, aunque sus protagonistas apelen al juicio de la historia.

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.

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