Damien Hirst o el arte de ganar (mucho) dinero
El artista más rico del mundo, que expone estos días en la Tate, parece inmune a toda crítica Ante quienes preconizan su inminente devaluación, el británico se defiende con indiferencia
Unos lo comparan con Andy Warhol. Otros creen que es un caradura que ha sabido convertir en millones un arte que consideran pura basura. Es Damien Hirst. Nació en Bristol aún no hace 47 años y se crio en Leeds, en un ambiente difícil. Quizá por eso no le crea problemas de conciencia ser el artista más rico del mundo, aunque hay quien atribuye ese honor al pintor chino Zeng Fanzhi. Sea quien sea el número uno, Hirst domina a la perfección el arte de ganar dinero. Mucho dinero.
No siempre fue así. De joven vio cómo los colegas de su generación empezaban a triunfar cuando a él apenas le hacían caso. Todo cambió en julio de 1988, cuando, junto a otros estudiantes del Goldsmith College, organizó una exhibición en un edificio abandonado de los Docklands de Londres. Uno de sus profesores convenció a Charles Saatchi, Norman Rosenthal y Nicholas Serota para que visitaran la muestra. Dos años después, Saatchi acudió a una nueva exposición de Hirst y dicen que se quedó boquiabierto ante la obra Mil años, una gran caja transparente con gusanos y cientos de moscas revoloteando en torno a la sangrante cabeza de una vaca. Saatchi compró la obra y apadrinó a Hirst, que se convirtió en la figura más notable de los llamados Jóvenes Artistas Británicos.
Esta semana, Mil años ocupaba un lugar preferente en la retrospectiva de Hirst inaugurada en la prestigiosa Tate Modern de Londres, junto a sus cuadros de topos, sus animales nadando en formol, sus mariposas –vivas o muertas– y sus vitrinas llenas de medicinas o de colillas de Marlboro.
Hace años, el propio artista proclamó que jamás expondría en la Tate. Pero ha cambiado de opinión. ¿Por qué? “No lo sé”, responde, evasivo. “También dije que no me gusta la gente que no fuma y ahora yo mismo ya no fumo. Las cosas cambian. Era mucho más joven cuando dije eso, cuando pensaba que los museos son para artistas muertos. Te haces mayor. Ahora tengo tres hijos y creo que cuando era joven también dije que nunca tendría hijos”, se justifica.
Algunos compran mi obra porque es 'cool'. Otros compran y venden al día siguiente
Hirst promociona la muestra como si fuera un actor de cine. Los periodistas se van sucediendo en grupitos de tres o cuatro para apurar 20 minutos con el artista. Él parece relajado pero harto ya del monótono carrusel de medios. Acomodado en un sofá de cuero, en un enorme salón casi vacío en la planta séptima de la Tate, mira directamente a los ojos al dar la mano y respira cordialidad y gran confianza en sí mismo. Es obvio que le importa muy poco lo que piensen de él. Está acostumbrado a que le pongan en el cielo o le condenen al infierno. Con él no hay medias tintas.
¿Por qué un artista del que dicen que no sabe pintar, y cuyas obras pueden ser sustituidas sin problemas por una copia si el original se deteriora, se ha convertido en un hombre tan rico? “¿Por qué soy tan rico? No lo sé. ¿Quizá porque tengo suerte? No sé cómo contestar a esa pregunta. Porque la gente ha comprado mi trabajo por mucho dinero. Creo que usted se refiere no a por qué soy tan rico, sino a si debería ser tan rico”, responde, eludiendo la doble intención del periodista.
Sea como fuere, sabe cómo gastarse el dinero. Tiene casas en Tailandia, en México (aunque no ha estado allí desde hace algún tiempo porque “en estos momentos es un poco como el salvaje Oeste”, según declaró en una entrevista en The Observer), un barco-vivienda en Chelsea y una mansión campestre, Toddington Manor, en Gloucestershire, donde aspira a instalar su museo privado. Además de la vivienda familiar, una casa de campo del siglo XVIII situada en Devon, que tiene la ventaja de ser una de las zonas más hermosas de Inglaterra y de estar lo bastante lejos de Londres.
Allí vive con su novia de siempre, Maia Norman, una estadounidense de California con la que tiene tres hijos a los que les ha puesto nombres casi tan llamativos como los de sus obras: Connor Ojala (16 años), Cassius Atticus (11) y Cyrus Joe (6). En realidad, tampoco tan complicados o pretenciosos como los de sus obras, con títulos como La imposibilidad física de la muerte en la mente de algún ser viviente o Hermoso, infantil, expresivo, insípido, no arte, demasiado simple, tíralo, cosa de niños, falto de integridad, giratorio, todo menos golosina visual, incuestionablemente hermosa pintura (por encima del sofá).
Pero detrás de la fortuna de Damien Hirst palpita siempre la duda de si la gente compra su arte porque lo admira o como mera inversión. “La gente compra mis obras por razones diferentes. Supongo que a alguna gente le gustan”, razona. “Recuerdo que conocí a un tipo en París que me dijo: ‘Damien, soy tu coleccionista más antiguo’. Y me dio la mano y me explicó que cuando yo estaba empezando compró un cuadro por 500 libras que ahora está valorado en miles de libras, cientos de miles de libras. Hay gente que hace eso, hay gente que compra porque es cool… No puedes controlar quién compra. Pero a mí me es igual. Puedo sobrevivir a todo. Supongo que es como comprar un traje caro. Nunca vas a decir: ‘Lo siento, pero usted no es lo bastante cool para comprar mis trajes’. Cualquiera puede comprar”, explica. “Cualquiera que tenga el dinero”, matiza.
“Hay gente que compra una obra porque cree en tu arte y la conserva porque cree que tiene más valor que el dinero. Y hay otra gente que compra y vende al día siguiente. Hay dos coleccionistas que hace años compraron dos de mis armarios de medicinas y los vendieron enseguida por el triple y estaban encantados. Pero ahora se dan de cabezazos”, asegura.
La obra de Damien Hirst divide al mundo del arte. Entre sus más feroces opositores está Julian Spalding, un crítico, escritor y comisario que acaba de escribir un libro en el que define la obra de Hirst como “con-art”, arte-timo, arte-camelo, y que lleva el provocativo subtítulo de “Por qué debería usted vender sus Damien Hirst ahora que puede”.
Spalding sostiene que la obra de Hirst es comparable a las hipotecas subprime que provocaron la crisis financiera internacional. A su juicio, la gente que las compra “no son tontos si ganan dinero con ellas, pero serán tontos si empiezan a perder”. Y les aconseja que vendan en cuanto puedan “porque la reputación de Hirst es una cáscara vacía y va a explotar pronto”. “Como la crisis de las hipotecas subprime, el con-art es una burbuja de humo y espejos, hinchada por la codicia egoísta y la quimera, sin ninguna conexión con la realidad”.
"En el futuro, cuando la gente deje de hablar del dinero, mi arte seguirá sobreviviendo"
Spalding se declara escandalizado por los excesos del arte conceptual y pone a la Tate a la cabeza de esos excesos por adquirir piezas como “una pila de ladrillos en 1972 de un artista llamado Carl Andre por 2.297 libras, una cantidad espléndida en aquellos días, equivalente al doble del salario medio anual”. “En el año 2000 compraron una lata de excrementos hechos por un artista llamado Piero Manzoni por 22.300 libras [27.000 euros]. Debían de pensar que, como era un artista, todo lo que hacía (literalmente), era arte”, denuncia.
A los que piensan así, Hirst les lanza un “Up yours”, que le sale del alma. Es una expresión muy soez, algo así como “vete a la mierda” o “vete a tomar por culo”, según el contexto. “Obviamente, me necesita a mí para vender sus libros”, añade, sarcástico.
¿Es Damien Hirst un artista-camelo? “Solían decir lo mismo sobre Andy Warhol”, le defiende sir Nicholas Serota, director de la Tate y gran factótum del arte británico. “Recuerdo muy bien que en los años setenta y ochenta muchos críticos decían que Warhol lo único que quería era ganar dinero. Y ahora todos aprecian el valor de su arte. Esta exposición subraya el valor del arte de Damien Hirst porque es un pensador original y hace obras de arte brillantes, y desde luego muy hermosas, con un valor imperecedero”, añade.
Serota es el hombre que ha impulsado la presencia de Hirst en la Tate y quien le ha convencido para que la exhibición sea una retrospectiva organizada de forma cronológica, con un número limitado de piezas –algo más de setenta–, para que el público pueda apreciar su evolución. “La exhibición empieza al final de los ochenta, cuando Hirst emerge del Art College, y recorre los noventa hasta el presente. Y se le puede ver volviendo de forma constante a los mismos temas. La vida, la muerte y ese ciclo de la vida y la muerte. Desde los primeros trabajos hasta los más recientes”, explica.
Pero ¿cuál es la diferencia entre las primeras obras y las últimas, cómo ha madurado como artista? “Ha desarrollado algunas de sus ideas y ha presentado una forma más elaborada. Muchos artistas toman una idea concreta y la desarrollan a lo largo de los años. Y creo que Hirst ha hecho eso de forma muy efectiva”, asegura Serota.
Julian Spalding no es el único que ha criticado a Hirst estos días. En un artículo en The Guardian, el escritor londinense de origen indio Hari Kunzru lanza un brutal ataque contra él, del que dice que abusa de los artistas que trabajan para él, convirtiendo en obras tangibles sus ideas, y sostiene que su cotización se basa más en su condición de celebrity que en el valor artístico de su trabajo
“Hirst no es solo el artista más rico del mundo, sino una figura transformadora que puede estar seguro de tener un lugar en la historia. Por desgracia –para él y para nosotros–, eso no se debe a la calidad de sus obras, sino a que ha remodelado a su imagen el mercado mundial del arte: es decir, a la imagen del artista como payaso celebridad, el autorizado bufón de clase obrera que no solo se caga en nosotros desde la cúspide de su montaña de dinero, sino que nos convence para que compremos esa mierda y le rogamos que nos dé más”, escribe Kunzuru.
“Dicen que mi arte se basa en el dinero y no es demasiado bueno. Pero no creo que sea verdad. Cuando en el futuro la gente deje de hablar del dinero, mi arte seguirá sobreviviendo. Eso es lo que suele pasar y eso es lo que a uno le gustaría que pasara”, se defiende Hirst.
"Cuando me di cuenta de que no podía ser original es cuando empecé a hacer arte"
Es bien sabido que Damien Hirst no hace sus obras: de ello se encarga un grupo de colaboradores. Son ellos los que han plasmado, por ejemplo, los 25.781 topos de un milímetro sin repetir ni un solo color que componen una de sus piezas. Para Hirst, lo importante es la idea, no su materialización física. Por eso considera normal que, como ya ha ocurrido, si uno de sus famosos tiburones suspendidos en un contenedor de formol se pudre, se coloca otro tiburón y ya está. El hecho de que esa obra pueda ser considerada una copia, y no un original, es accesorio. Su valor sigue intacto. Pero, en ese caso, ¿por qué pagar 12 millones por un tiburón cuando uno puede comprarlo por mucho menos? Y ¿quién nos asegura que el artista no ha copiado esa misma idea?
Las acusaciones de plagio que se han formulado contra Damien Hirst no son nuevas. Los llamados stuckistas, un movimiento que empezó en 1999 en Reino Unido y que reivindica la pintura figurativa y rechaza el arte conceptual, las tienen bien catalogadas. Los stuckistas llegaron a publicar un estudio en el que comparaban muchas obras de Hirst con otras aparecidas mucho antes. El parecido es, a menudo, chocante.
Hirst siempre ha rechazado las acusaciones de plagio. Pero parece pisar terreno resbaladizo cuando aborda la cuestión de la originalidad. “Cuando me di cuenta de que no podía ser original es cuando empecé a hacer arte. Es igual ser original o no. Hay tantas cosas en el mundo que prácticamente todas las ideas que puedes tener ya las ha tenido alguien antes. Eso fue el comienzo para mí. Mire, por ejemplo, las obras sobre las moscas. Hay montones de influencias ahí”, razona.
¿No es eso contradictorio con sus proclamas de que en el arte lo más importante es la idea? “Creo que en todas las artes lo más importante es la idea. Si fuera Lucien Freud y un cuadro mío ardiera, lo volvería a pintar. No creo que haya diferencia entre arte conceptual, arte contemporáneo o arte tradicional. Las cosas son diferentes cuando el artista está muerto porque ya no controla. Cuando muera y no esté por aquí y se destruya un tiburón, no sé si habrá alguien para volver a hacerlo”, responde, sin mucha convicción.
Damien Hirst asegura que “hasta ahora” lo que más le satisface de la retrospectiva de la Tate es la exhibición de su famoso cráneo de diamantes Por el amor de Dios en la inmensa Sala de Turbinas. A diferencia del resto de la muestra, que es de pago, esta escultura producida en 2007 se puede contemplar gratis. Pero solo se exhibirá hasta el 24 de junio, no hasta el 9 de septiembre como la retrospectiva.
Se trata de una calavera de platino en la que se han incrustado 8.601 diamantes y que mantiene a la vista los dientes del cráneo sobre el que está moldeada la escultura. Es una obra que gusta más al público que a la crítica y que ya ha sido expuesta en el Rijkmuseum de Ámsterdam y en el Palazzo Vecchio de Venecia, pero es la primera vez que se exhibe en una sala británica.
De alguna manera supone la culminación del paseo que Hirst lleva dando desde siempre por la vida y la muerte y que empezó cuando se fotografió a los 16 años junto a la cabeza seccionada de un cadáver. ¿Piensa mucho en la muerte? “Todos estamos preocupados por nuestra existencia. La gente cree que mi trabajo está centrado en la muerte, pero apenas es así; lo que pasa es que vivimos en una sociedad que prefiere ignorar la muerte. En México es algo que parece normal. La vida no existe sin la muerte. La muerte hace excitante la vida. Es un detonante universal. Todos tememos a la muerte. Y en Occidente intentamos hacer creer que tememos más al miedo que a la muerte. Me gustaría saber qué es realmente el miedo”.
Está claro que Damien Hirst le tiene miedo a muy pocas cosas.
No todos le odian
En septiembre de 2008, mientras el mundo cruzaba los dedos por el colapso de Lehman Brothers, Damien Hirst se lio la manta a la cabeza y subastó en Sotheby's 223 obras puenteando a sus galeristas de siempre. Recaudó 111 millones de libras (135 millones de euros), récord en una sola subasta. Un día antes, el crítico de arte de 'The Observer', Peter Conrad, confesó: "Tengo que admitirlo: estaba equivocado con Hirst". Y explicó que solo al pasear por los salones de Sotheby's comprendió la magnitud de su obra. "Era yo el cínico, tan distraído por la charlatanería de Hirst que había minusvalorado al artista".
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