“Yo no soy Don Draper”
Huérfano a los 20 años, camarero a los 25, ‘atrezzista’ de porno a los 30 y superestrella a los 41 El pasado de Jon Hamm tiene casi tantas sombras como el del protagonista de ‘Mad men’
El problema de interpretar a alguien tan carismático como Don Draper es que todos esperan que entres por la puerta con su cara de ladrillo. Es como la exigencia a un cómico de contar chistes todo el rato. Pero al protagonista de Mad men le basta su incesante sonrisa (y evitar el pelo engominado) para transfigurarse sencillamente en Jon Hamm, el actor que no era nadie hasta hace cinco años y hoy simboliza al hombre retro y vanguardista al mismo tiempo. Por ceder a los rigores de la prensa, acude a la cita en el Beverly Hilton de Los Ángeles trajeado de Calvin Klein. “Me mandan mucha ropa. Tanta, que no tengo excusa para ir como un cerdo”, lanza con sorna. Han pasado dos días desde que cumpliera 41 años y su mánager nos ofrece compartir un pastel para festejarlo.
Parece que a Hamm se le acumulan las celebraciones. Tras una espera de más de un año, provocada por un retraso en las negociaciones con la cadena AMC, la quinta temporada se estrenó en EE UU el domingo batiendo sus récords de audiencia (superó los 3,5 millones de espectadores). El 20 de mayo la empezará a emitir en España Canal +.
Hamm ha firmado por tres años más (se rumorea que por un sueldo inferior pero cercano a los 30 millones que también se ha embolsado su creador, Matthew Weiner), y esta vez figura además en la lista de productores y hasta ha dirigido un episodio. Aparte de dominar todas esas listas tan científicas de los hombres más atractivos del mundo. “Para eso basta con ser la estrella de una serie con fama planetaria y tener un guionista con pedigrí que te escriba los mejores diálogos”, desestima.
En el imaginario popular, Jon Hamm habita un mundo humeante, donde nunca es demasiado temprano para la primera copa y los revolcones de despacho son tan cotidianos como recibir a un cliente. Aunque encienda un promedio de 70 cigarrillos para rodar cada episodio de Mad men, el actor no fuma. Lo dejó a los 24 años. A cambio, explica, en el rodaje inhala una mezcla de hierbas “que no contiene nicotina ni nada adictivo”. Más allá del vicio, es una cuestión legal: en Los Ángeles, donde ruedan, está prohibido fumar en todas partes. Y más en un plató. De igual modo, las toneladas de bourbon se ven sustituidas por zumo de manzana o té helado y los martinis son un mejunje de agua templada con cebolla. Pero no dejen que estas minucias rompan la mística.
Cuando en un futuro recordemos Mad men, para unos será un ejercicio de revisionismo hiperestético con gente bebiendo y fumando compulsivamente. Para otros, el culpable de convertir las revistas de moda en un catálogo vintage. Y para sus más acérrimos seguidores, un fenómeno cultural como lo fue una década antes Los Soprano. No por casualidad, Matthew Weiner, su creador, ejerció de guionista y productor en esa serie.
Ahora que su cara resulta intransferible de la de Draper, a Hamm le gusta recordar que su nombre estaba al final de la lista de candidatos. Weiner buscaba a alguien como James Garner en La americanización de Emily (1964), aquel oficial cobarde de la II Guerra Mundial elevado a héroe que conquistaba a Julie Andrews. Tal y como ha contado, la opción inicial fue George Clooney. “No quería un jugador de fútbol americano embutido en un traje, sino a alguien que destilara inteligencia”. Recordemos: Clooney también había cumplido ya los 35 años cuando triunfó con la serie Urgencias. Hamm tenía 36 cuando le dieron el papel que le cambió la vida.
Aparte de ser un desconocido, se topó con otro escollo: una ejecutiva relevante de la cadena no lo encontraba sexi. Weiner le organizó una cita con ella y otros gerifaltes en el hotel Gansevoort de Nueva York, donde se estaba celebrando una convención mundial con Pelé y otros futbolistas históricos. Tras un cóctel improvisado, la ejecutiva se lo soltó en el ascensor como de pasada: “Por cierto, el papel es tuyo”. Bajaban, casualmente, junto a Franz Beckenbauer, el mítico káiser del fútbol alemán. Cuando se abrieron las puertas, a Hamm le asaltaron flasazos de fotógrafos hablando en nueve idiomas. Las fotos iban por Beckenbauer, pero le sirvieron de aperitivo para la que se le avecinaba.
Juega al golf con los periodistas, les deja conducir su Mercedes y les paga el almuerzo
¿Se siente encasillado? “He recibido unos 50 guiones sobre tipos trajeados y publicistas de los sesenta, pero jamás volveré a aceptar un papel así”, responde. A diferencia de su personaje, Jon Hamm no ha hecho ímprobos esfuerzos por ocultar sus orígenes. Por mucho que juguemos a compararlos, él es tajante: “No es que seamos opuestos, pero desde luego yo no soy Don Draper”. Sí coinciden en lo básico: ambos han afrontado una niñez dura y han logrado reinventarse.
La madre de Hamm, Deborah, se mudó a San Luis desde Kansas con 18 años y encontró trabajo como secretaria. Se casó con un viudo mayor con dos hijas, Daniel. El bisabuelo de Jon había montado un negocio de transportes por carretera a finales del siglo XIX con tan solo un carromato y un caballo. Recogía y distribuía el género que desembarcaba del río Misuri. En los sesenta, ya en manos del padre de Jon, el negocio vivió un cierto esplendor, que se rompió poco después con el abaratamiento de las mercancías por agua y aire. La empresa entró en un declive del que ya no saldría. Sus padres se divorciaron cuando tenía 2 años. Al cumplir los 10, perdió a su madre, de 35, tras un cáncer de estómago. Se trasladó a vivir con su padre, una de sus hermanas y su abuela de 80 años. Su progenitor también murió de diabetes, a los 63 años, el día de Año Nuevo de 1991. Jon tenía 20. Aún hoy conserva una foto de “ese tipo tan triste” colgada en su despacho, como una especie de talismán.
A punto estuvo de perderse por el mal camino. “Saber que en el futuro podrás hablar con tus padres de las cosas que no has entendido de crío es una parte importante de la vida. A mí, la certeza de que no iba a tener esas conversaciones me produjo una tristeza enorme que me ha acompañado durante muchos años”, ha explicado. En reiteradas ocasiones ha agradecido a los profesores de su escuela y a la “comunidad tan unida” en la que se crió en San Luis que velaran por darle “un colchón de seguridad”. Durante un tiempo hizo terapia y tomó antidepresivos.
Estudió en la escuela privada John Burroughs, en Ladue (Misuri), fundada bajo las premisas del pedagogo John Dewey, cuyos principios se resumen en que la educación es experiencia. Por eso compaginó las funciones teatrales con los equipos de fútbol americano, natación y béisbol. “Había un profesor que nos animaba a los deportistas a participar en las funciones escolares. Decía: ‘Quedará fenomenal en tu currículo’. Actuar no estaba estigmatizado, nadie te decía: ‘¿Estás en teatro? Oh, eres gay”. Allí tuvo una de sus pocas novias conocidas, Sarah Clarke, que acabaría siendo también actriz (su papel más destacado hasta la fecha ha sido el de la madre de Bella –Kristen Stewart– en Crepúsculo).
Se sacaba un sobresueldo dando clases extraescolares de deportes a niños. Según confesó a Ellen DeGeneres, “yo fui criado por una madre sola y estaba constantemente en la guardería. Allí nunca había hombres. Así que me propuse ser el tipo que está ahí para jugar con los chavales al baloncesto o a lo que se terciara”. También, cuando se licenció en inglés (“un título que probó ser una garantía de desempleo”), se ofreció como ayudante de clases de teatro en su antiguo colegio. Tenía 23 años y pocas perspectivas.
Había dado muestras de sus aptitudes interpretativas desde que, con seis años, hizo de Winnie The Pooh cubierto con una alfombra amarilla en una función escolar. Aún guarda una cinta VHS con la filmación. “Creo que el profe me escogió para el papel principal porque fui el único que no mostró signos de terror ante la idea de parecer un tarado en público”, bromeaba en una entrevista reciente en Playboy. “El resto de la clase prefería hacer de árbol”. Su primer trabajo dramático remunerado llegó cuando respondió a un anuncio de una compañía que buscaba actores para Sueño de una noche de verano.
El club de la comedia
“Jon Hamm tiene la vis cómica de un miembro del ‘casting’ fijo de ‘Saturday Night Live’, el exoesqueleto de uno de aquellos modelos de camisas de principios del siglo XX y la actitud agradecida y la ética laboral de una persona que se ha hecho famosa pasados los
. Nadie le ha definido mejor que Tina Fey. Hamm se desanudó la corbata para interpretar a un ligue atolondrado de la cómica en ‘Rockefeller Plaza’. Se puede rastrear su capacidad para reírse de sí mismo en sus parodias de Don Draper en ‘SNL’, en el vídeo de apertura de los Emmy de 2010 practicando unos ridículos pasos de baile junto a Betty White o en una catastrófica escena de sexo junto a Kristen Wiig en ‘La boda de mi mejor amiga’. Su novia, Jennifer Westfeldt, también le ha arrastrado a la comedia con la película ‘Friends with kids’, donde se plantea un dilema autobiográfico: si tener hijos o no. El propio Hamm ha dicho que prefiere que no, que sería “un padre terrible”.
A los 24 años se mudó a Los Ángeles con 150 dólares en el bolsillo. Llamó a su tía, la hermana pequeña de su madre, que vivía allí. Le ofreció aterrizar en su casa. Subió al Toyota Corolla de 1986 que había heredado y trazó su particular ruta 66 desde el Medio Oeste con paradas en casas de amigos que le podían ofrecer cama, ducha y comida gratis. Tuvo que dormir alguna noche en la cuneta, pero llegó el día de acción de gracias de 1995 con los 150 dólares intactos. En esa fecha tan señalada, sus tíos tenían planes fuera, así que le recibió una casa vacía. Acudió a un almuerzo para huérfanos organizado por un viejo amigo de San Luis. Allí conoció a Kevin Williamson, que acababa de vender su primer guion. Se titulaba Scary movie, pero acabaría bautizado como Scream. Hamm cruzó los dedos. Ya estaba en la tierra de las oportunidades.
Alquiló una casona destartalada en el barrio de Silver Lake (“antes de que se convirtiera en una zona residencial molona”) junto a otros cuatro aspirantes a actor. Su arrendataria era una exactriz de culebrones de 85 años que apenas pasaba por allí porque vivía en Nueva York. Pero cuando había que ofrecer explicaciones por los muebles rotos o las marcas de humedad del barril de cerveza después de las fiestas que montaban, era Jon Hamm, el diplomático oficial, quien daba la cara. En la actualidad vive tan solo un par de calles más abajo junto a su novia, la actriz, productora y directora Jennifer Westfeldt.
Llamó al actor Paul Rudd. Le conocía a través de una amiga común de la universidad. Rudd ya estaba bregado en la tele y acababa de participar en una comedia de éxito, Clueless (Fuera de onda). Le dijo: “No quiero ser el típico pesado, así que te lo voy a preguntar una sola vez. ¿Podrías darme el teléfono de alguien del mundillo dispuesto a concederme una entrevista?”. Consiguió una agencia. La superagencia: William Morris. Se pateó incontables castings. Incluso tuvo a Spielberg frente a frente en una audición. Tres años después, no había logrado una mísera aparición televisiva. William Morris le dio la patada. Él ha atribuido su fracaso de entonces a que “eran los tiempos de Dawson crece, la tele reclamaba jóvenes burbujeantes y lustrosos. Y yo no era nada de eso. Tenía 25 años, pero no parecía un chaval”. Se dio un margen de cinco años. Si a los 30 no había logrado nada, volvería a casa, a dar de nuevo clases de arte dramático en su antiguo instituto.
A los 29 años decidió dejar de ser camarero. Algo “esencial” en su identidad y que no le da “ninguna vergüenza” reconocer. Es más, asegura que “hasta la fecha, es el trabajo al que más tiempo he dedicado”. Recientemente, la actriz Kelly Lynch (que ha mantenido un estatus de diva indie desde Drugstore cowboy) contaba en una entrevista televisiva que ella y su marido, el guionista Mitch Glazer, solían contratar a “aquel camarero macizo” para las fiestas privadas que montaban en su casa. “Las mujeres hacían cola en su barra cual alcohólicas solo por verle agitar los martinis”, confirmaba entre risas. El actor ha confesado que no tendría pudor en volver a plantarse el mandil y que hay pocos lugares en los que se sienta tan cómodo como detrás de una barra.
En esa época se aficionó a los clubes de comedia de Los Ángeles, que, según Hamm, “garantizaban diversión durante tres horas por apenas cinco dólares la entrada”. Fue en el club Largo, de donde han salido muchas lumbreras del Saturday Night Live, donde se hizo amigo de Zach Galifianakis (que acabaría siendo el fiestero más animal de Resacón en Las Vegas). Aún hoy lo son. El año pasado, en la cena dela Asociación de Corresponsales dela Casa Blanca, se sentaron en la misma mesa y, tal y como ha contado Hamm, les costó contener las risotadas al escuchar los chistes de Obama a costa de Donald Trump y sus ínfulas presidenciales, a pesar de tener al mismísimo magnate en la mesa de delante. El propio presidente se ha declarado “maddicto” y le ha enviado una carta a Weiner que ahora está enmarcada en su despacho en Los Ángeles.
Hamm supo que tenía motivos para no tirar la toalla cuando celebró su 30º cumpleaños en una habitación de hotel en Columbus (Georgia), donde estaba rodando con Mel Gibson el drama épico sobre Vietnam Cuando éramos soldados. Su novia, Jennifer Westfeldt, voló junto a tres amigos desde Nueva York, donde dirigía una obra de teatro, para festejarlo con él. A ella se la había presentado Paul Rudd en el cumpleaños de un amigo común. “No fue un flechazo precisamente”, confiesa hoy Hamm. “Ambos estábamos saliendo con otras personas”. Y, todo sea dicho, a ella le pareció “un chulito”. Sin embargo, le llamó para trabajar en un sketch teatral que ella estaba escribiendo y que acabarían protagonizando juntos en forma de película, Besando a Jessica Stein (2001).
Cuando le llegó su propuesta, Hamm había tocado fondo: trabajaba de atrezzista en películas porno. Todavía ahora la recuerda como su experiencia laboral más deprimente. Apenas ganaba dinero (tuvo que pedir prestado para el billete a Nueva York, donde pasó seis semanas en el sofá de un colega) y el Toyota Corolla que le había servido de carruaje a la ciudad de los sueños había sido requisado por acumular 1.600 dólares en multas de estacionamiento. Hoy conduce un Mercedes-Benz C63 AMG por gentileza de la marca alemana tras haberle puesto voz a los anuncios de sus coches híbridos.
Quince años después de su primera cita, Westfeldt y Hamm forman una pareja aparentemente inquebrantable. Todo un récord en Hollywood. “¡Y fuera de Hollywood! ¿Te has dado un paseo por Nueva York?”, se carcajea. A pesar de ello, asegura, no planean tener hijos ni casarse. “¿Qué sentido tiene, si la mitad de los matrimonios acaban en divorcio? Mis padres duraron dos años juntos, y los de Jennifer se separaron cuando ella tenía cuatro o seis años. Aunque nunca digas de esta agua no beberé. Igual lo acabamos haciendo por la desgravación fiscal”. Puede que no vaya en broma. La revista In Touch publicó hace dos semanas que se les vio junto a unos amigos brindando en el Chateau Marmont de Los Ángeles, supuestamente por el compromiso que mantienen en secreto.
Todo en la vida actual de Jon Hamm reluce tanto como la sempiterna camisa blanca de Don Draper. Su único capricho de estrella es una Nespresso en su camerino. “Quizá el motivo por el que soy incapaz de estarme quieto es porque tomo 400 tazas de café al día”, se ríe. No es una celebridad esquiva. Se lleva a los periodistas a jugar al golf, les deja conducir su Mercedes o les paga el almuerzo.
Es una figura cero polémica en el carrusel del show business. Pero una afirmación suya sobre Kim Kardashian, la estrella de reality más forrada de EE UU, ha derivado en una bola de nieve. En una entrevista reciente con la edición inglesa de la revista Elle dijo: “Me da igual si hablamos de Paris Hilton, de Kim Kardashian o de quien sea. Hoy día celebramos la estupidez. Ser una persona jodidamente idiota se ha convertido en un valor en alza que se paga muy bien”. La cabecilla del clan Kardashian lo asumió como una declaración de guerra que ella misma ha alimentado desde Twitter y todos los frentes.
Después de que la resonancia de estos comentarios eclipsara buena parte del resto de promoción de la quinta temporada de Mad men, su protagonista quiso detener así la bola en The Hollywood Reporter: “Uno de los peores síntomas de la era global es que cualquier pequeño comentario que hagas es susceptible de sacarse de contexto, sobredimensionarse o malinterpretarse. Hay infinidad de blogs y medios de comunicación que necesitan alimentarse constantemente con cosas como esta”.
Viniendo de alguien que confiesa que se toma tres días para escribir un e-mail, podríamos dilucidar que está casi tan chapado a la antigua como Don Draper. “No”, interrumpe. “A mí me gustan los aviones, los coches seguros y el dentista sin dolor. Dicho esto, considero los cincuenta y, especialmente, los sesenta como una buena época para ser hombre y blanco. Pero me gusta más el momento en el que vivo. Además, estoy enamorado de mi iPhone”, concluye, con la sonrisa satisfecha de quien está disfrutando su pedazo de pastel.
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