Aires de revolución
Para Saad El Roach, la libertad es algo muy concreto: poder moverse. Poder elegir. Poder vivir como a uno más o menos le plazca. Nació hace 23 años en un campo de refugiados de Ramala (Palestina), junto a un aeropuerto militar, contemplando cómo les arrebataban la poca tierra que les habían asegurado y vivió su infancia acunado con los cuentos de sus padres y abuelos. Le hablaban de lugares adonde no podía ir.
Saad hoy vive en España y aunque cuenta con un techo, le gusta pasar el día bajo el manto de los parques, al aire libre, mientras se gana la vida cantando rap o hip-hop "con letras no violentas", advierte- y como actor ocasional. "No hay diferencia entre los jóvenes árabes y los jóvenes españoles. Los dos tenemos el mismo miedo al futuro", comenta. Y la misma ansia de libertad. Ahí está la diferencia. Unos la tienen ganada; otros la empiezan a conquistar.
"Es más dramático que la caída del Telón de Acero", dice Napoleoni
"La solución: Empleo, movilidad y democracia", asegura Sami Naïr
Basel Ramsis: "Lo que viví en la plaza fue mejor de lo que soñé"
Cuando Mohamed Bouazizi, ese héroe al que pronto se levantarán estatuas en varias partes del mundo, se quemó a lo bonzo porque le confiscaron su carrito de frutas en Túnez, personificó el grito, la rabia, la impotencia colectiva de millones de jóvenes sumidos en la desesperación. "También sufrimos las mismas enfermedades: depresión, ansiedad", cuenta el joven Saad.
Pero no piden el cielo. Ni creen que Alá sea la solución única y absoluta. Piden sentido común. Básicamente libertad, derechos humanos, progreso. Sin eso no hay futuro. No hay ilusión. No tiene nada que ver con Dios, ni con guerras santas, ni con infieles, ni con enemigos de conveniencia.
"Es una revolución popular", asegura Basel Ramsis. Él llevaba toda su vida esperando esto. Así que cuando la mecha se extendió a Egipto, Basel cogió un avión desde Madrid y se plantó en la plaza de El Cairo donde fue instaurada la soberanía. Es director de documentales. Pero por primera vez renunció a filmar algo detrás de su cámara. Quería estar delante. No ser testigo, sino protagonista de la historia cuando Hosni Mubarak sintiera la gran patada final. "En la plaza estábamos todos. Clases medias, clases trabajadoras, estudiantes, opositores de izquierda e islamistas". Todos. "Mujeres con velo y mujeres con vaqueros. Niños que ni siquiera sabían qué ocurría y ancianos que nunca soñaron poderlo ver". Todos. "Sin organización ni consignas, tomando los lugares claves antes de que se decidiera hacerlo, como la sede de los servicios de seguridad del régimen y los palacios del Gobierno y el Parlamento". Todos. Con una idea clara: acabar con el régimen. Poner los cimientos de una democracia moderna.
Luego vino Libia, bañada en sangre y con Gadafi delirando, pero aplastando a bombazos la rebelión. Un golpe para la esperanza. Y están por ver los interrogantes de Marruecos, de Argelia, de Siria, de los reinos del Golfo... Queda sangre y lágrimas por verter. Pero tanto por ganar... Los jóvenes árabes en España, emigrantes, descendientes de emigrantes, refugiados, lo observan atentos. A esta frontera europea llega antes el sol, pero también las nubes.
Quedan entre las dudas y los miedos. Los de la propia frontera, los de Occidente. Europa y EE UU se enfrentan al desprecio de unas poblaciones cansadas de comprobar cómo se les ha dado la espalda en beneficio de sus opresores: "Los europeos deben demostrar ahora su apoyo a las opiniones públicas libres. Hay un verdadero desprecio contra ellos por su aplauso a las dictaduras y su impotencia cómplice en el caso palestino", apunta el pensador Sami Naïr.
Además, de este lado se impone el miedo. Miedo a no remontar el vuelo de la crisis por una nueva escalada del petróleo. "Lo que ocurre en los países árabes es más dramático que la caída del telón de acero. Si se extiende al Golfo, se interrumpirá el abastecimiento y los barriles superarán los 200 dólares", comenta Loretta Napoleoni, escritora y experta en conflictos de la zona.
Pero es difícil detener una ola así. Responde a razones de biología social, como dice Sirin Adlbi Sibai, española de origen sirio e investigadora en el Taller de Estudios Mediterráneos de la Universidad Autónoma de Madrid: "Es el producto de los deseos de una población joven enfrentada a unos regímenes envejecidos. Tienen acceso a otros mundos, a otras visiones y manejan otras herramientas. No es una revuelta por el hambre, es una revuelta por la dignidad y la democracia".
Por eso es tan fuerte, tan enérgica. Porque responde, como han respondido la gran mayoría de las revoluciones y los cambios triunfantes en otras sociedades a lo largo de la historia, a los anhelos de clases medias cultivadas, difíciles de engañar después con sueños de grandeza. Ansiosas de conquistas concretas y realistas. Nada de represión, nada de corrupción, derecho a decidir su propio destino. Un imperio de la ley salido de las urnas.
Quizá esta ola sorprenda más por la rapidez con la que se ha extendido. Ahí es donde las redes sociales han desempeñado un papel fundamental. Aunque no tanto protagonismo como el que se les ha querido dar. Las razones son más profundas. Sociales, económicas, políticas. No virtuales. Si acaso, el papel de estas tecnologías ha versado en sustituir reuniones asamblearias por banda ancha. Pero ante todo, como apunta cada uno de los jóvenes árabes consultados en España, ha sido cuestión de dignidad. Una dignidad que se impone en países donde no ha existido un respeto ejemplar a los derechos humanos.
Amnistía Internacional no cuenta con datos fehacientes sobre la represión en Túnez, Egipto o Libia. Pero si en el primero de estos países donde estallaron las revueltas se ha anunciado la liberación de 3.000 presos políticos, la aproximación hay que hacerla en millares. Las garantías legales nulas y los ataques a la libertad de expresión han sido la regla. Todo con la complacencia y la ceguera de Occidente. Algo que tampoco se espera a partir de ahora. Naïr es claro respecto a esto: "La diplomacia europea no existe. Nunca ha existido y la señora Ashton no cuenta. Retórica, sí. Efecto, cero. El mundo occidental está en crisis. Hemos entrado en el posoccidental con nuevas potencias donde Egipto tiene todos los medios para volverse una de estas referencias".
En ese aspecto hay que preguntarse cómo reaccionarán los Gobiernos a las revueltas y el nuevo panorama. "La población de esos países espera que no primen las políticas migratorias más que la del respeto y la exigencia de derechos humanos", afirma Hassiba Hadj Sahraoui, directora del programa internacional de Amnistía Internacional para Oriente Próximo y el Magreb.
La incertidumbre se impone. Intelectuales como Sami Naïr apuntan varios factores ante el triunfo: "La solución es clara: empleo, movilidad social para los jóvenes y democracia participativa". Pero las dudas también: "Sobre todo por un temor a la regresión religiosa y al cambio de papel de los ejércitos. Los egipcios en eso han demostrado una gran conciencia cívica. Se encuentran en una situación comparable con la de España en los setenta. Ojalá lo comprendan sus gobernantes. Es una oportunidad histórica para todo el Mediterráneo".
Como lo fue la caída del muro de Berlín. Hay similitudes claras en ambos casos. Pero también diferencias. El filósofo francés de origen búlgaro Tsvetan Todorov las esgrime: "La influencia y el contagio de un país a otro es similar, pero también ocurrió en 1968 y, antes, en 1848. Como las del Este también nacieron espontáneamente y coinciden la naturaleza de sus reivindicaciones, una mezcla de aspiraciones económicas y exigencias políticas. La convicción de que un Estado de derecho acabará con la corrupción generalizada, la arbitrariedad de la policía e instauraría la libertad de expresión y las instituciones democráticas", cree el autor de El miedo a los bárbaros.. Pero también observa diferencias: "Los países del Este dependían de un centro, Moscú. Los países árabes no cuentan con uno solo".
Miedos, estigmas, depresiones, falta de esperanza. Toda la ilusión en busca de los líderes que la encaucen en el futuro. "Es el problema de esta revolución. No sabemos quiénes serán los líderes que tomarán las riendas de todo", asegura Basel Ramsis.
Tampoco nadie podrá ver el nuevo mundo árabe con los mismos ojos vendados de antes, con esos prejuicios interesados, holgazanes y carentes de curiosidad, hipotecados al tópico de un oscurantismo que convive con un deseo de modernidad demasiado fuerte como para ser doblegado. "Este es un punto de inflexión. Se ha roto esa imagen del mundo patriarcal y cerrado. La amenaza islamista ha justificado guerras e invasiones. Eso se acabó. Están abiertas todas las puertas. Existe entusiasmo, felicidad, esperanza y temor. Pero todo está abierto al fin", dice Sirin Adlbi.
Nadie lo podrá parar ya, cree el activo documentalista egipcio residente en Madrid desde hace 12 años. "Nadie esperaba nada de nada. Desde los 16 años estuve metido en política, siempre hablábamos e imaginábamos algo que no sabíamos bien lo que iba a ser. Este es un anhelo buscado. Por eso me fui a verlo. Y lo que viví allí en la plaza fue mejor de lo que nunca soñé".
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