"Viviría con cortes de electricidad a cambio de erradicar todo lo nuclear"
Aquel 6 de agosto de 1945, Teruko Ueno tenía 16 años y estudiaba segundo de enfermería en la escuela del hospital de la Cruz Roja de Hiroshima, situado a 1,5 kilómetros del punto en que cayó la primera bomba atómica de la historia. El accidente de Fukushima y las devastadoras imágenes del terremoto del pasado día 11 han vuelto a remover en su interior el horror de aquellos meses y las lágrimas se le escapan al hablar de sus compañeras muertas.
Pregunta. ¿Qué hacía aquella mañana?
Respuesta. En la escuela se había declarado una epidemia de disentería y yo preparaba el desayuno para las enfermas cuando a las 7.30 sonó la alarma de bombardeo. Luego la levantaron y fui al jardín donde desinfectábamos los platos, pero escuché acercarse a un avión. Corrí al pasillo y me metí debajo de una mesa. Salí cuando dejaron de caer cascotes.
"Las moscas anidaban en las quemaduras de los heridos de la bomba"
"La presencia de Estados Unidos en una base cerca de aquí es un insulto"
P. ¿Qué fue lo primero que vio?
R. El cielo tenía una luz muy extraña y las casas cercanas al hospital ardían. Se oían gemidos y gritos pidiendo socorro. Una parte de nuestra residencia se incendió y las estudiantes tratábamos de apagar el fuego con baldes de agua, pero no lo conseguíamos. Mi amiga estaba bajo los escombros. Cuando la sacaron me pidió agua y nada más dársela se murió. De las 24 que residíamos en el hospital, 14 murieron.
P. ¿Se destruyó el hospital?
R. No sé cómo se apagó el incendio, solo que todo estaba lleno de escombros cuando empezó a llegar la gente. Venían con espantosas quemaduras y la piel colgándoles a jirones de la cara, los brazos y el cuerpo como si llevaran harapos. Aún siento el llanto de un bebé agarrado al pecho de su madre muerta a las puertas del hospital, pero no sé qué fue de él.
P. ¿Fue al lugar de la explosión?
R. No. Había incendios por toda la ciudad. Las calles que daban al hospital se fueron llenando de cadáveres, muchos morían antes de llegar, algunos se quedaron con la cabeza dentro de la cisterna de agua que había en la esquina. Todos tenían sed.
P. ¿Recogían los cadáveres?
R. No. Dos días después comenzaron a llegar equipos de rescate de otras ciudades. Ellos se encargaron y se llevaron los escombros del hospital. Dejaron el suelo limpio y allí tumbamos a los heridos más graves. Afortunadamente, el depósito de medicinas que estaba a cinco kilómetros de la ciudad no ardió y trajeron ungüentos y medicamentos para tratarles.
P. ¿De qué se ocupaba?
R. Atendía a 20 o 30 heridos por día. Tenían unas quemaduras horribles, en las que las moscas ponían huevos y se llenaban de gusanos. Se los quitaba uno a uno y a cada herido le sacaba más de un plato rebosante. Luego les ponía ungüento, pero cada vez había más moscas y más gusanos. A muchos, no sabíamos por qué, les salían unas manchas moradas y se nos morían. Nadie sabía que nos habían lanzado una bomba atómica ni habíamos oído hablar nunca antes de radiactividad.
P. ¿Usted no tuvo ninguna herida, ni enfermó de radiactividad?
R. No. A casi todos se les cayó el pelo y el mío resistió. Me dio vergüenza de no tener nada y me vendé un brazo.
P. ¿Cuánto tiempo duró aquel infierno?
R. Más o menos un mes. Cada día se me morían siete u ocho y por la noche los quemábamos con los demás muertos del hospital. El cielo se llenaba de luces azuladas del fósforo que desprendían los cadáveres que quemaban en cada barrio. Si había logrado que me dijeran su nombre -muchos no podían hablar porque se les quemó la garganta- o que lo escribieran, recogía un hueso y lo dejaba en una bolsita en el altar budista del hospital para que los familiares pudieran recogerlo. Al reducirse el número de los heridos, disminuyeron las moscas. En ese mes no pudimos hablar porque había tantas que se nos metían en la boca.
P. ¿Tiene hijos?
R. Sí, tres; cinco nietos y dos biznietos. Pero en mi primer embarazo, en 1953, pasé un miedo horrible. Me casé con otro hibakusha (superviviente) y cuando dejé el hospital, en 1952, ya sabíamos que nos habían lanzado una bomba nuclear. No fuimos a la Comisión de Heridos de la Bomba Atómica que establecieron los ocupantes, no quise que experimentaran conmigo, ya habíamos sido bastante cobayas. La gente iba y no la trataban. Solo les examinaban, registraban sus datos y les despedían.
P. ¿Qué siente ahora?
R. No me gusta que Japón tenga una alianza con Estados Unidos.
P. ¿Le molesta que las tropas estadounidenses estén en la vecina base de Iwakuni?
R. Me parece un insulto y una falta de respeto a todos los hibakusha. No soporto pensar que si amplían su presencia en esa base pueda atracar tan cerca un submarino nuclear, mientras aún se desconoce la influencia de la radiación en segundas y terceras generaciones. Muchos amigos y compañeros del hospital tuvieron distintos cánceres.
P. ¿Le preocupa el accidente de Fukushima?
R. Sí, mucho. Tengo familia viviendo en Tokio y me gustaría que se vinieran aquí para no exponerse a la radiactividad, pero entiendo que no pueden por su trabajo. Estos días al ver en la televisión a los muertos por el terremoto me ha venido a la memoria que en Hiroshima no se pudo identificar a la mayoría de las víctimas porque estaban carbonizadas. Ahora han muerto ahogados por el tsunami; entonces, abrasados por el fuego.
P. ¿Qué opina de la central nuclear que quieren construir en Kaminoseki?
R. Estoy totalmente en contra y he firmado cartas de protesta contra esa planta. Me alegro de que ahora hayan paralizado las obras. Está a unos 80 kilómetros de aquí y si hay un accidente como el de Fukushima, Hiroshima volverá a sufrir la radiactividad. Estoy en contra de la energía nuclear. Si todos los esfuerzos militares se hubieran dedicado a investigar energías alternativas, Japón no tendría ahora este problema.
P. El Gobierno ha pedido a los japoneses que ahorren electricidad. ¿Estaría dispuesta a reducir su consumo para prescindir de la energía nuclear?
R. Por supuesto. No nos hace falta gastar tanto. Viviría gustosa tres horas al día sin electricidad a cambio de erradicar todo lo nuclear.
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