¿Libia, pasto del yihadismo?
No es un escenario que siquiera queramos imaginar tras la inesperada y súbita quiebra del opresivo régimen de Muamar el Gadafi. Pero que grupos y organizaciones de orientación yihadista extiendan tanto sus redes como sus actividades de violencia por el territorio de Libia es una hipótesis verosímil sobre la que cabe reflexionar. Ahora bien, para que este país norteafricano termine por convertirse en pasto de semejantes islamistas belicosos sería necesario que concurriesen al menos dos circunstancias. Por una parte, que se produzca un vacío efectivo de poder por desintegración de las estructuras estatales y que el caos se generalice en las zonas pobladas del país o en una porción sustancial de las mismas. Por otra parte, que haya actores relacionados con Al Qaeda o inspirados por su ideología con voluntad y capacidad para aprovecharse de una situación así.
El país de Gadafi no es el Afganistán que cayó bajo dominio talibán ni la Somalia fracasada
No es algo impensable que en Libia lleguen a desintegrarse las estructuras oficiales y cunda el desorden por todo el país. En este sentido, las diferencias son notables respecto a Túnez o Egipto. La fragmentación constitutiva de instituciones estatales fundamentales como las Fuerzas Armadas o los servicios de seguridad es evidente y se ha agudizado desde el inicio de la crisis. Además, décadas de férrea dictadura han atomizado a la sociedad libia, al margen de los ligámenes primordiales que no han dejado de existir. Las movilizaciones de protesta popular no parecen haber sido el resultado de un disentimiento político articulado, con liderazgo y estrategia. Así las cosas, está por ver si el complejo sistema tribal propio de Libia atempera las consecuencias negativas de un eventual vacío de poder o actúa favoreciendo las rivalidades clánicas y el enfrentamiento civil.
A partir de algunos datos conocidos es posible deducir que determinados actores yihadistas tratarán de beneficiarse de una coyuntura propicia en Libia. Buena parte del liderazgo de Al Qaeda, por ejemplo, está compuesto por libios. En su mayoría proceden del Grupo Islámico Combatiente Libio. Unos dos centenares de miembros de esta organización, presos en Libia, renegaron el año pasado de sus acciones armadas contra el régimen de Gadafi y fueron excarcelados. Otros muchos siguen encerrados. Debería preocupar si la desradicalización de aquellos es reversible en un contexto político distinto. Además, Al Qaeda en el Magreb Islámico cuenta con militantes libios y una partida, la de la antigua Brigada de los Mártires, en Libia. Donde hay numerosos individuos, establecidos sobre todo en localidades del este del país, que fueron terroristas o se adiestraron para serlo en Irak.
Pero Libia no es el Afganistán que cayó bajo dominio talibán y cobijó a Al Qaeda, ni tampoco la Somalia que, fracasada como proyecto de Estado, derivó en un espacio controlado en buena medida por Al Shabaab. Libia tiene una población muy urbanizada, la inversión extranjera se ha dejado sentir a partir de 1999 y el país está clasificado por Naciones Unidas entre los que registran un índice de desarrollo humano alto, significativamente mayor que la media del mundo árabe o el sur de Asia y mucho más elevado que el del África subsahariana. Los manifestantes libios enarbolan banderas que evocan la independencia nacional y la monarquía previa al golpe de Estado de 1969. Ello, junto a esos otros indicadores socioeconómicos, sugiere que la evolución del país hacia un caos pasto del yihadismo es únicamente el peor de los escenarios imaginables.
Fernando Reinares es investigador principal de terrorismo internacional en el Real Instituto Elcano y catedrático de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos.
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