La historia se escribe en la plaza
Para quien haya cruzado docenas de veces el espacio caótico de la plaza de la Liberación , el espectáculo que ofrecía en el curso de los 18 últimos días de la protesta es absolutamente conmovedor. La última vez que la atravesé, en febrero de 2008, mi llegada del aeropuerto a un hotel contiguo a ella coincidió con el anuncio de la victoria de la selección nacional egipcia en la Copa de África: millares de personas se agolpaban en su calzada con cánticos y abrazos en medio de un mar de banderas. Me acordé al punto de las amargas palabras de Mahmud Darwish en Memoria para el olvido, sobre el fútbol como válvula de escape a la ira contenida de los árabes ante las humillaciones y afrentas que sufrían. Tras el asesinato de Sadat y la dictadura de Mubarak, la población parecía resignada al escenario político común a la mayoría de países hermanos: pobreza, analfabetismo, abismal diferencia de clases, corrupción, parlamentos sumisos, elecciones amañadas. El llamado Padre de la Patria -como Ben Ali en Túnez- se perpetuaba en el poder y preparaba su sucesión en la estela de las dinastías republicanas reinantes en otros países vecinos. Algunos especialistas en el islam hablaban de fatalismo. Los musulmanes, decían, solo pueden ser gobernados por dictaduras y teocracias.
El triunfo del movimiento espontáneo de los egipcios es el mayor revés al 'yihadismo' desde el 11-S
La inmolación crística del joven tunecino Mohamed Buazizi (¿sabía Cristo la que se iba a armar en el mundo tras su crucifixión?), seguida por la de docenas de árabes que, en lugar de suicidarse llevándose consigo a centenares de supuestos traidores al servicio de sionistas y cruzados, se convertían en antorchas humanas para mostrar el grado de desesperación de unas existencias míseras y sin horizonte alguno, ha abierto la compuerta a una furia contenida durante décadas. Los cairotas que atestaban la plaza de la Liberación descubrían de pronto que podían ser dueños de su destino y decir basta. Adultos, familias, jóvenes, abogados, blogueros, sindicalistas, sin distinción de credo ni ideología, compartían una misma fe en la urgencia del cambio. Los seguí día a día y hora tras hora en televisión con un fervor y emoción que raras veces he experimentado en la vida.
Resulta difícil predecir cómo se llevará a cabo la indispensable transición democrática bajo la tutela del Ejército. Las patéticas medidas de cambio que ofrecía Mubarak horas antes de su encubierta expulsión del poder no eran de recibo. El pueblo egipcio reclama una auténtica democracia en la que todas las sensibilidades políticas y religiosas del país tengan cabida: asamblea constituyente, Gobierno provisional, elecciones libres, nuevo marco constitucional, políticas de ayuda social a las clases más desfavorecidas. Todo está por hacer y habrá que actuar con rapidez y pragmatismo, buscando un consenso que no excluya a ninguna agrupación o partido.
Las sombrías predicciones de una apropiación de la revuelta popular por los Hermanos Musulmanes, como la del FIS en las elecciones de Argelia convocadas por Benyedid, no se asientan en base alguna. Los propios islamistas son conscientes de sus anteriores fracasos y no quieren que se repitan. El triunfo del movimiento espontáneo de las masas egipcias es, al contrario, el mayor revés sufrido por el extremismo yihadista desde el 11-S. Obama lo entendió bien en su célebre discurso de El Cairo: la democracia, no una dictadura como la de Ben Ali y Mubarak, constituye el mejor baluarte frente al terrorismo de Al Qaeda.
La victoria del gentío congregado en la plaza de la Liberación es la de todos los pueblos árabes y amenaza tanto al "cuanto peor, mejor" de Netanyahu como a la desacreditada Autoridad Nacional Palestina, a la Libia de Gadafi como al Irán de Ahmadineyad. El tablero de juego político de Oriente Próximo ha dado un vuelco completo y la inquietud que corroe a los regímenes teocráticos de la península Arábiga no es menor que la de un Israel más autista que nunca y que ha dejado de ser además la "única democracia de la región".
La revolución que estamos viviendo ha puesto asimismo de manifiesto el mísero papel de la Unión Europea en su relación con la orilla sur y oriental del Mediterráneo. La condescendencia de Sarkozy y Berlusconi con los dictadores depuestos ha sido tan cínica como nociva. Los intereses y favores comprados no deben prevalecer sobre la defensa de los valores que de puertas afuera proclamamos. Los millones de personas que se han echado a la calle para sostenerlos deberían avergonzarnos de tanta hipocresía. Brindemos pues con los manifestantes de El Cairo, Alejandría y demás ciudades egipcias que han dejado de ser súbditos de un poder opresor y corrupto y celebran hoy su victoria como recién estrenados ciudadanos.
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