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ANÁLISIS | Ola de cambio en el mundo árabe | La posición europea
Columna
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Cuatro temores y una gran esperanza

La Unión Europea endureció ayer algo el mensaje que envió al presidente Hosni Mubarak, algo que ni siquiera hizo cuando el derrocado jefe de Estado tunecino, Zine al Abidine Ben Ali, agonizaba políticamente. La UE ya ha aprendido algo, pero aún tendrá que asimilar otras lecciones de la revolución en curso.

La primera es que no ya el Sahel sino que el vecino más inmediato de Europa, el norte de África, entra en un periodo turbulento, mucho más de lo que pudo ser la etapa que empezó en Europa del Este con la caída del muro de Berlín en 1989.

La segunda es que estas revoluciones suponen una pérdida de influencia de Europa incluso en una zona, el Magreb, en la que su peso histórico es mucho mayor que el de EE UU.

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Los tunecinos se echaron a las calles desafiando a su régimen y también las señales que llegaban de París cuya ministra de Exteriores, Michèle Alliot-Marie, ofrecía a Ben Ali más material antidisturbios 48 horas antes de que huyese del país. La Administración de Barack Obama supo, en cambio, acompañar las protestas que, en el fondo, exigían democracia. Jeffrey Feltman, el secretario de Estado adjunto para Oriente Próximo, ha sido el primer alto cargo extranjero que ha visitado Túnez tras el derrocamiento de Ben Ali.

La tercera es que la inestabilidad provocará, casi con certeza, un auge de la emigración irregular hacia el norte sobre todo en los países que carecen de hidrocarburos. El PIB tunecino va a caer, según el ministro de Economía, un 3% a causa, entre otras cosas, del hundimiento del turismo. Habrá menos empleo y la tentación de lanzarse a la aventura será mayor entre los jóvenes. Es además posible que las fuerzas de seguridad relajen el control de las fronteras.

La cuarta es que va a resurgir con fuerza el miedo al islamismo e incluso al terrorismo. La mayoría de los grupos que perpetraron atentados en Europa durante los últimos 20 años cuentan en sus filas con magrebíes. En Egipto y Túnez las principales fuerzas de oposición son islamistas. Los Hermanos Musulmanes egipcios y el partido tunecino En Nahda (Renacimiento) han hecho, por ahora, gala de gran moderación. En Túnez, han renunciado de antemano a presentar candidato a las elecciones presidenciales para no asustar a sus compatriotas laicos ni a Occidente.

Hace ya casi 20 años que una victoria electoral islamista acabó en Argelia con un golpe de Estado militar, bendecido por Occidente, y una guerra civil larvada que se cobró cerca de 200.000 muertos. La rama magrebí de Al Qaeda, que tanto preocupa en Europa, es una secuela de aquel baño de sangre. Caer en el mismo error ahora sería estimular el terrorismo. Túnez es el modelo a apoyar. Si logra su apuesta democrática sin renunciar a su secularización será una alternativa frente al radicalismo.

Todos estos inconvenientes que conllevan para Europa las revoluciones en curso pesan poco con relación a las ventajas a largo plazo. Si las revueltas acaban pariendo democracias en la orilla sur del Mediterráneo, Europa contará con socios estables con los que enfrentarse a una globalización de la que, por ahora, Extremo Oriente y EE UU son los principales beneficiarios.

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