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Revolución democrática en el Magreb
Columna
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No son sátrapas

La imagen del sah de Persia huyendo de Teherán en 1979, abandonado por su pueblo y apoyado solo por la CIA, se ha convertido en un cliché que simplifica el análisis de los regímenes del Norte de África y Oriente Próximo, un símil fácil al que acudir en momentos como el que vivió Túnez recientemente. Pero la realidad política de los países árabes es muy compleja, y el grado de apertura y pluralismo es muy distinto en Marruecos, por ejemplo, del de Arabia Saudí. Los regímenes autoritarios árabes no son meros títeres, sino que tienen importantes bases de poder tejidas a partir de una combinación entre redes clientelares y de represión en las que participan miles de personas. Muchas derivan su legitimidad inicial de momentos de liberación o de rehabilitación nacional que la ciudadanía todavía respeta (la guerra de la independencia en Argelia, la marcha verde en Marruecos, la revolución libia, las guerras contra Israel). La opresión, como en la España de Franco, no solo la ejerce el Estado hacia la población, sino que en muchos casos lo hace un marido hacia su mujer, una madre con su hija, entre vecinos, la mayoría contra las minorías religiosas, de orientación sexual o culturales. Incluso, para algunos, la opresión del Estado se tolera como mal menor ante la opresión personal (como mujer, como cristiano, como chií, por ejemplo) que temerían sufrir en un hipotético régimen político alternativo.

El autoritarismo en los países árabes es comparable al de otros Estados
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Los dictadores árabes no son sátrapas, un término de origen persa antiguo (equivalente a un virrey o gobernador) que se les suele aplicar erróneamente, puesto que ni tienen un estilo dictatorial oriental, esencialmente distinto al de otros autócratas contemporáneos o históricos, ni son títeres en manos de otro interés que el propio. Su legitimidad está erosionada y su base de poder se tambalea, pero es todavía amplia y puede causar mucho daño en el momento del ocaso. La caída de Ben Ali no la provocó la pérdida del favor de Occidente, sino la combinación entre el fracaso de las redes clientelares por la excesiva avaricia de la cúpula, la pérdida del miedo que está en la base del sistema represivo, el abandono de actores claves (como el Ejército) y una chispa inicial que no prendió instantáneamente, sino tras semanas de coraje y sufrimiento en las calles, en las comisarías y en las familias. Pero hasta ese día, no lo olvidemos, la red primordial que mantenía a Ben Ali en el poder estaba en Túnez, no en París, Washington o Roma (donde no le faltaron, desde luego, amigos).

Las élites de los países árabes han contribuido a construir esos regímenes ineficientes pero duraderos no para el provecho de potencias extranjeras, sino para el propio, para enriquecerse y acto seguido expatriar el capital a otras latitudes más previsibles. El error de los Gobiernos occidentales (además de la tolerancia hacia las acciones de Israel, incluso las más injustas) ha sido pensar que esas élites y sobre todo sus Gobiernos fuesen el aliado natural, lo cual nos ha convertido de facto en enemigos de unas mayorías sociales que, de otro modo, anhelarían para sí algo muy parecido a nuestro modelo político y social.

En buena medida los patrones de autoritarismo que se pueden ver en los países árabes son comparables a otros lugares del mundo. Por ejemplo, cuando se habla del riesgo de que se consoliden dinastías republicanas en el poder en Egipto, Argelia o Libia, el modelo de los Assad en Siria es tan válido como los de los Aliev en Azerbaiyán, los Kim en Corea del Norte o los Castro en Cuba. Algunos de los factores más conocidos, como la conexión tóxica entre abundancia de recursos petrolíferos y autoritarismo, existen en el mundo árabe pero tienen paralelismos en entornos muy distintos, desde Gabón hasta Rusia. El factor islámico no ha impedido la democratización de Turquía, Bangladesh o Indonesia, así que no justifica una excepcionalidad árabe. Llamar sátrapas a los autócratas árabes, usando un término que no se usa con dictadores africanos, latinoamericanos o europeos, tiende a esa caricaturización del déspota oriental que alimentaba las fantasías y pesadillas occidentales en el siglo XIX, y que contribuyó a justificar el colonialismo.

En boca de los comentaristas occidentales, el mundo árabe visto como excepción suena a música conocida, algo similar a lo que se dijo años atrás de España o de América Latina. Cada vez que se habla de apertura democrática en un país árabe se recuerda la brutal guerra civil que asoló a Argelia en los años noventa. Lo mismo pasaba en los años sesenta y setenta, cuando la evocación de la Guerra Civil en España era moneda común entre algunos comentaristas internacionales. Se equivocaron entonces los que veían la historia de España como prueba irrefutable de la incompatibilidad de la democracia con el carácter español, y convendría no repetir el error con el mundo árabe.

La creación de satrapías en los imperios persas de la antigüedad fue una innovación importante que propició una cierta paz imperial en un entorno caótico y peligroso, pero el tiempo de los sátrapas ya pasó hace mucho. Dejemos el término para los historiadores, puesto que a los últimos sátrapas verdaderos, los del imperio persa sasánida, los depusieron para siempre hace 14 siglos unos hombres del desierto acostumbrados a una sociedad mucho más libre e igualitaria que la sasánida: los árabes.

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