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Columna
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¿Qué será de la revolución?

¿Qué va a ser de la revolución tunecina? ¿Dará a luz una verdadera democracia? ¿O asistiremos al ya conocido escenario del retorno al statu quo anterior? ¿Cuál será el futuro papel del Ejército, tan decisivo para la destitución de Ben Ali? Estas son algunas de las preguntas que cabe hacerse tras la magnífica victoria de los tunecinos, que han proclamado alto y claro sus deseos de libertad.

Estas inevitables preguntas -el amanecer de las victorias populares es siempre incierto- definen dos grandes temas de preocupación. El primero tiene que ver con la posibilidad real de que renazca y viva una democracia en un contexto geopolítico -el de los países árabes- cada vez más hostil. El segundo, con las aspiraciones de la sociedad tunecina, difíciles de aprehender tras haber sido acalladas durante tanto tiempo.

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El peso del contexto lo ha simbolizado la reacción -alucinante desde nuestro punto de vista, pero muy previsible- del coronel Gadafi, que se solidarizó con Ben Ali hasta el final. Está claro que teme por la perennidad de su propia dictadura. Exceptuando el caso de Marruecos, monarquía multisecular que conjuga poder temporal y espiritual, los regímenes de Trípoli, Argel y El Cairo se parecen al que Ben Ali había instaurado en su propio beneficio. Y todos utilizan la misma justificación: la de servir de murallas contra el islamismo radical. A propósito del sacrificio de ese vendedor ambulante que se inmoló prendiéndose fuego y, de hecho, desencadenó la rebelión, muchos observadores han evocado el de Jan Palach, antecedente lejano, qué duda cabe, pero también signo precursor de una revuelta más vasta en los países del Este que conduciría a la caída del muro de Berlín. Muchos han especulado también con la hipótesis de la propagación del movimiento tunecino; a Egipto, por ejemplo, donde las recientes elecciones han sido una caricatura. Pero en Egipto, precisamente, son los Hermanos Musulmanes quienes estructuran la oposición, y solo predican la democracia para hacerse con el poder. El arresto en Argel de un antiguo líder del FIS, Alí Balhadj, puede ser interpretado como una advertencia a esa parte de la opinión pública, cuando otra parte, la juventud, aspira por el contrario a una verdadera vida democrática. Un contexto pues en el que el autoritarismo no ha dejado de reforzarse y dentro del cual el nuevo Túnez aparece como un islote peligroso para quienes se niegan a ceder una parcela de su poder. De hecho, la situación tunecina ha centrado la atención de la última reunión de la Liga Árabe, celebrada en Charm el Cheik.

Pero, por el momento, el Gobierno de transición mantiene el rumbo de la democratización: amnistía general, legalización de todos los partidos políticos, incluidos los islamistas. Estas decisiones son perfectamente legítimas. Al mismo tiempo, dan pie a una segunda inquietud. No sabemos, en efecto, lo que hay bajo la tapa que Ben Ali había colocado sobre la sociedad tunecina. Al día siguiente de la partida al exilio del presidente tunecino, la prensa norteamericana publicó una hermosa foto en la que se veía a una muchedumbre llevando a hombros a un abogado togado que esgrimía el estandarte de la libertad. Es cierto que la sociedad tunecina tiene formación, muchos licenciados universitarios y una burguesía ilustrada -abogados, médicos, funcionarios, empresarios...- que ha estado en la vanguardia de la rebelión. Pero, hoy mismo, cierto número de mujeres -la condición de la mujer tunecina es tan moderna como en nuestros países- teme que, como concesión a los islamistas, cuyo número y peso real se ignora, el nuevo poder las haga retroceder. Las mujeres temen que, de una forma soterrada pero real, los islamistas hayan conseguido cierta influencia sobre la sociedad tunecina. Y la prueba es para ellas la omnipresencia de la cadena catarí Al Jazeera, cuyos informes y reportajes se han visto suplantados progresivamente por el levantamiento en masa de los blogueros e internautas, punta de lanza de la rebelión. La cuestión es saber si, tras una fase liberal, la revolución tunecina no corre el riesgo de evolucionar hacia el modelo que predica Al Jazeera, el de una república islamista moderada, democrática tal vez, pero sin duda islamista, con todo lo que eso implica, sobre todo para la condición y la posición de la mujer.

Queda claro pues hasta qué punto el reto de la revolución tunecina es importante; para los mismos tunecinos, por supuesto, pero también para toda la región. Sería decisivo conseguir que, mediante el restablecimiento de una república auténtica, inspirada exactamente en los principios legados por Burguiba, la rebelión tunecina fuera todo lo contrario que la revolución iraní que, en 1979, depuso a un dictador para instaurar otra dictadura: la de los mulás.

Traducción: José Luis Sánchez-Silva.

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