Emergencia presupuestaria
Los Presupuestos del Estado para 2011 han de interpretarse como un intento obsesivo por reducir el déficit público al 6%, según el programa marcado por las exigencias de las autoridades europeas y por ese conjunto de acreedores de la deuda española que suele conocerse con el nombre de mercados. Responden, pues, a un objetivo sencillo, fácil de explicar y de entender. Durante dos decenios al menos, el bienestar privado y público de la sociedad española se ha financiado en parte con deuda exterior, porque el ahorro interno y los recursos fiscales no bastaban para sostener el nivel de gasto (privado y público) en España, sobre todo el generado a partir de la burbuja inmobiliaria expandida a partir de 1998. El modelo de endeudamiento fácil está quebrado desde 2007; los inversores ponen condiciones a la financiación de las emisiones españolas, y una de ellas es imponer un plan de ajuste en las finanzas públicas. El último presupuesto es solo eso, un plan de ajuste impermeable a otras consideraciones, apoyado en tres pilares: la congelación de las pensiones (salvo las mínimas), el recorte de los gastos de la Administración (contención salarial y 13.000 funcionarios menos el año que viene) y un espectacular tijeretazo, nada menos que del 38%, de la inversión en infraestructuras. Con el ornato, eso sí, de la decisión tributaria complaciente, pero torpe, de añadir dos tramos en el IRPF, para que las rentas de trabajo superiores a 120.000 euros paguen más, y la medida, esta sí laudable, de poner coto a esa práctica de los titulares de las SICAV de hurtar al fisco sus plusvalías con el truco de la reducción de capital.
Visto así, el presupuesto puede defenderse como una pieza de política económica para tiempos de tribulación o de emergencia. Se puede objetar que en lugar de una técnica de reestructuración del gasto respetuosa con las prioridades de inversión se ha recurrido más al uso castizo de recortar al bulto; pero de eso a decir, como sostiene el PP, que son los peores presupuestos de la democracia hay un trecho. Mucho peores fueron los de 2001, 2002 y 2003, todos ellos expansivos a favor de la burbuja inmobiliaria y claramente destructivos de la estructura fiscal. El caso es que la percepción del presupuesto de 2011 se enturbia cuando se presenta como un instrumento activo de la recuperación. Resulta contradictorio proponer un recorte del déficit fundamentado en una contención de los gastos sociales y un recorte sin precedentes de la inversión en infraestructuras y, al mismo tiempo, sostener que ese presupuesto ayudará a conseguir una tasa de crecimiento del 1,3% en el ejercicio presupuestario.
El presupuesto suscita muchas dudas, no solo por lo que hace, sino por lo que sugiere que los responsables políticos podrían haber hecho desde 2004 y dejaron de hacer. Por ejemplo, la sociedad española necesita una nueva reforma fiscal. Pensada y debatida, se entiende; no valen las ocurrencias de última hora en forma de nuevos tramos en el IRPF. Esa reforma debería recuperar de una vez por todas el impuesto sobre sociedades, aniquilado por los Gobiernos de Aznar; fijar un modelo de IRPF (incluido el grado de transparencia y de progresividad) y revisar una a una la rentabilidad social de las desgravaciones y deducciones fiscales (los llamados gastos fiscales), prescindibles en su mayoría y cuya supresión mejoraría la salud de las finanzas públicas.
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