Anomalías
El ex presidente José María Aznar se plantó ayer en Melilla para, en el fondo, denunciar la ineficacia del Gobierno socialista ante el órdago lanzado por Marruecos, y recordar de paso la firmeza con la que él supo lidiar con el vecino. Fue precedido en la ciudad por el vicesecretario de Comunicación del PP, Esteban González Pons.
¿Hay algún país democrático europeo en el que, ante un desafío exterior, la oposición critique más al Ejecutivo que al Estado que le reta? ¿Es imaginable que, por ejemplo, en Suiza, que vivió hasta junio años de tensión con Libia, la oposición censurase al Gobierno sin apenas señalar la responsabilidad del líder libio Gaddafi? No.
Aznar difícilmente puede dar lecciones de patriotismo en Melilla. La visitó dos veces (2000 y 2004) cuando estaba en el poder, pero como líder del PP en campaña electoral y no como presidente del Gobierno. Su sucesor en La Moncloa sí lo hizo, en enero de 2006. Aznar puede, eso sí, quejarse retrospectivamente de que José Luis Rodríguez Zapatero viajara a Rabat en 2001, en plena crisis con Marruecos, para entrevistarse con el rey Mohamed VI. Aquella gestión fue inútil y hasta contraproducente.
La actitud de Aznar y del PP acaso les reporte votos, pero, por sorprendente que parezca, además ayuda al Gobierno de cara a Marruecos. Le proporciona argumentos para hacer ver a Rabat que las protestas dan alas a la oposición conservadora, cuyo eventual regreso al poder, en 2012, se teme en Rabat.
Si la visita de Aznar es una iniciativa anómala por parte de una oposición democrática, otras muchas incoherencias circundan la actual tensión con Marruecos, que empezó hace 34 días. El ministro de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, sus secretarios de Estado y su portavoz guardan silencio como si no estuvieran concernidos. El ministro de Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, solo habló del tema en una ocasión, en Asturias, tras 28 días.
Pero la primera anomalía emana de Marruecos. El 16 de julio descubrió que la policía española era "racista", amén de las tensiones fronterizas que, sobre todo en Melilla, existen desde hace años y nunca Rabat quiso resolver. La escasa prensa independiente marroquí que subsiste no tiene dudas de que la cascada de protestas oficiales esconde otras quejas. ¿Se molestó Mohamed VI al toparse con la presencia militar española navegando en junio por la costa del Rif? ¿Se disgustó Rabat al recibir, en julio, un documento secreto de Christopher Ross, emisario de Ban Ki-moon para el Sáhara Occidental? No hay respuesta.
Esta opacidad de las reivindicaciones de Marruecos ante un país supuestamente amigo como España incitó al Gobierno a intentar rebajar la tensión de manera un tanto atípica: recurriendo a don Juan Carlos para que llamase a Mohamed VI. Se obviaron los cauces diplomáticos habituales. El mero hecho de solicitar la intervención del monarca demuestra que algo no funciona en esta "excelente" relación.
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